No había querido entregarle el
corazón. Era la única parte que había pretendido reservarse. Pero Joseph
había saltado por encima de todas sus defensas y se lo había robado.
Había estado enamorada de Joseph
Jonas a los quince años. Muchas cosas habían cambiado desde entonces, pero
sus sentimientos hacia Joseph eran muy
similares. Tal vez fueran más serios incluso, pues era lo suficientemente
madura como para comprender lo mucho que se jugaba.
Había tenido tan poco que ofrecerle
entonces... Pero las cosas habían cambiado. Notaba un vacío en Joseph y Demi pensaba que
ella podía darle lo que necesitaba. Al menos, durante un tiempo.
Cuando aquel tierno beso finalizó, Demi agarró su taza y preguntó sonriente:
—¿Qué quieres?, ¿sandwiches o sexo?
Joseph rio.
— ¡Maldita sea, Demi! ¿Cómo puedes hablar tan seria diciendo cosas
así?
—Porque lo decía en serio aseguró
ella, complacida por haber arrancado una pequeña risa a
Joseph. Este necesitaba reírse más que una liberación
física.
—He venido a comer contigo, no
esperaba otra cosa.
—Yo tampoco —respondió Demi—. Y, para que no te lleves una idea
equivocada, no acostumbro a practicar el sexo a menudo. De hecho, llevo una
temporada de abstinencia. Pero la oferta sigue en pie.
—No imaginas cómo me gustaría
aceptarla —gruñó Joseph—. Pero creo que será mejor que hoy nos limitemos a
comer los sandwiches. Tengo una reunión a la una y media.
—¿Coca-Cola o té helado? —le
preguntó ella acto seguido, como si nada hubiese sucedido.
—Eh... Coca-Cola —respondió Joseph
cuando hubo reaccionado.
Demi
fue al frigorífico. Se negaba a mostrarle lo desilusionada que estaba... y lo
mucho que la aliviaba no haber complicado aquella relación todavía hasta un
punto a partir del cual su vida nunca volvería a ser la misma.
—Chico, llevas toda la tarde como
si fueras un perrillo con una espina en la pata. ¿Se puede saber qué te pasa?
—Nada —mintió Joseph a
su padre, el cual puso cara de no creérselo—. Está bien. Es que el caso Foster
me está dando auténticos dolores de cabeza. Odio ver que un matrimonio termina
tan mal; sobre todo, cuando hay hijos por medio.
—Te está afectando, ¿verdad? Uno
piensa que Clark y Valerie deberían hacer lo posible para que los niños no
oigan sus insultos. Pero cuando empiezan a pelear, no parece que les importe
quién los oiga.
—No puedo creerme que Valerie haya
venido con el niño pequeño al careo de esta tarde —comentóJoseph, disgustado por la irresponsabilidad de su cliente—.
Puede que solo tenga cuatro años, pero el chico no es sordo ni estúpido. Ha
oído lo que se estaban diciendo sus padres. Al cabo deudos minutos, le he
pedido a Marie que se llevara al niño a su despacho y lo ha tenido entretenido,
dibujando y haciendo fotocopias con ella.
—Apuesto a que le dijiste un par de
cosas a tu cliente cuando el niño estaba fuera.
—Sí. Y, en honor a la verdad, el
abogado de Clark estuvo de acuerdo en todo cuanto le dije.
—Bill Walker, ¿no? Sé que no lo has
conocido en la mejor de las situaciones, pero es un buen hombre. Me he
enfrentado a él varias veces en los juzgados, pero siempre lo he respetado, aun
cuando no estábamos de acuerdo.
—Me ha causado buena impresión,
aunque Clark y él no estén siendo razonables con ciertas cuestiones del
divorcio.
—Solo hace lo mejor para su
cliente, hijo, igual que tú para el tuyo. Los divorcios son desagradables y
enredarse en un caso así no es divertido nunca. He salido de muchos careos como
el que has tenido esta tarde con la sensación de que necesitaba una ducha. Pero
a estas alturas deberías saber que los divorcios y las quiebras constituyen la
mayoría de los casos de una ciudad pequeña. No todo pueden ser testamentos y
contratos de fundación de nuevas empresas.
—Sabía dónde me estaba metiendo.
Pero esta tarde ha sido especialmente desagradable.
—Entonces, ¿sigues pensando que me
relevarás al mando del bufete cuando me jubile dentro de un par de años?
¿Todavía quieres pasarte el resto de tu carrera haciendo estas cosas?
—¿Quieres decir como alternativa a
volver a Washington? Confía en mí, papá. La pelea de esta tarde no se acerca a
lo que he visto en la capital. No he cambiado de opinión. Simplemente, no me
gusta que hagan daño a los niños.
—Lo sé. Así que sigue haciendo todo
lo que puedas por protegerlos.
—Lo intentaré.
—¿Te inquieta algo más? —preguntó
entonces Caleb.
—No, con eso ya tengo bastante
—contestó Joseph, con la esperanza de que su padre lo creyera.
—¿No hay nada de lo que quieras
hablar?
—No de momento.
—Entonces no insisto —Caleb se
dispuso a levantarse—. Ya sabes dónde estoy si te apetece hablar de cualquier
cosa.
—Gracias, papá.
Joseph,
frunció el ceño al ver la lentitud con que Caleb se levantaba del asiento.
¿Desde cuándo le costaba tanto moverse? Como si fuera un anciano... ¿Tan
absorbido
había estado en sus problemas que
no se había dado cuenta de lo rápidamente que estaban envejeciendo sus padres?
—Papá, ¿estás bien? —se interesó Joseph.
—Sí, no estoy en plena forma, pero
no pasa nada. Hacerse mayor no es ninguna juerga, chico.
—¿Has ido a que te vea un médico?
—Bobbie está dándome la lata con
que vaya a un fisioterapeuta. Creo que iré dentro de poco.
—Hazlo.
Era evidente, pensó Joseph
cuando Caleb hubo salido de su despacho, que no había disimulado con
mucho éxito sus sentimientos. Primero, había tratado de reprimir las
repercusiones de la muerte de Melanie y lo que había descubierto luego. Y en
esos momentos, intentaba manejar su abrumadora atracción hacia Demi. Tanto su padre como su madre se habían
mostrado preocupados por él.
Había sido sincero con Caleb.
Seguía pensando en quedarse en Honoria. Era verdad que los divorcios no eran
agradables, pero haría todo lo posible por que aquellos en los que él
interviniera discurrieran con tranquilidad y justicia.
Suponía que estaba particularmente
afectado ese día porque había mirado la triste carita del hijo de Valerie y
Clark y se había acordado de Sam. Si Melanie no hubiese muerto en un accidente
de tráfico después de comer con uno de sus amantes, tal vez también ellos
hubieran acabado divorciándose, aireando de mala manera su dolor y sus rencores
y luchando por la custodia de los niños.
La idea lo estremeció. Al alivio de
haberse ahorrado todo ese sufrimiento, lo siguió una oleada de culpabilidad por
que Melanie hubiera tenido que pagar un precio tan caro.
Era una batalla tan penosa como
recurrente, que acostumbraba a librar a solas en medio de la noche, con una
copa de bourbon como único apoyo emocional. No quería cargar a nadie con el
peso de sus dolorosos descubrimientos. No podía todavía. Quizá nunca.
— ¿Joseph?
—lo llamó una voz femenina por el interfono del teléfono.
—¿Sí, Marie?
—Me voy a ir ya. ¿Necesitas algo
antes de que me vaya?
—No, yo también me voy a casa en
seguida. Hasta mañana.
Joseph recogió los
papeles desperdigados sobre la mesa, los metió en una carpeta y apagó el
ordenador. Recordó que se había quedado sin café por la mañana, de modo que
tendría que parar a comprar de camino a casa. Sarah había prometido que le
dejaría la cena preparada, de modo que solo tendría que servírsela a los niños,
bañarlos, leerles un par de cuentos y acostarlos. Luego, tendría el resto de la
noche para sí mismo: para recordar, entristecerse y lamentarse.
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