PASARON dos, tres y cuatro años
sin que Demi volviera a ver a Joseph. Cada Navidad, había invitado a su padre a
reunirse con ella en París. Mientras tanto, había ido ascendiendo en la
compañía y había logrado un buen sueldo. Podía permitirse pagarle las
vacaciones a su padre. Y las pocas veces que había vuelto a Inglaterra, se
había asegurado de que las visitas fueran breves y de que Joseph no estuviera cerca.
Aunque había pasado mucho tiempo desde la
noche en que él se había ido de su casa, todavía le dolía. Demi no quería volverlo
a ver y evitarlo se había convertido en un hábito. Joseph le había enviado
correos electrónicos y a ella no le había importado responder. Pero, las veces
que él había estado de viaje en París y la había llamado para verla, siempre se
había buscado una excusa.
Hasta que…
Demi se había quedado dormida en el
tren y, cuando se despertó, vio que ya estaban llegando a Kent. Tras recoger
sus maletas, bajó al frío helador y nevado de su pueblo natal.
No pensaba quedarse mucho tiempo. Solo lo
bastante para solucionar un problema que había surgido en su casa. Joseph le había escrito
un correo electrónico informándole de que había pasado por delante y había
visto agua saliendo por debajo de la puerta principal. Su padre estaba fuera,
se había tomado unas vacaciones de tres semanas para visitar a su hermano en
Escocia.
El mensaje que había recibido había sido el
siguiente:
Puedes
pasarle esto a tu padre, si quieres, pero como creo que estás en el país,
supongo que igual quieres verlo tú misma, para que él no interrumpa sus días de
pesca. Claro, si es que puedes encontrar un hueco en tu apretada agenda.
El tono del mensaje había sido la gota que
había colmado el vaso para romper su larga amistad. Demi había huido sin
mirar atrás y, en el presente, el abismo que los separaba parecía insalvable.
Los correos electrónicos de Joseph habían sido cálidos al
principio, se habían ido volviendo más fríos y más formales, en proporción
directa a las tácticas evasivas de ella. Desde el último, habían pasado por lo
menos seis meses.
En París, a Demi no le había
importado demasiado pensar que su amistad había seguido su curso natural, como
no había podido ser de otra manera. Sus esperanzas infantiles habían sido muy
poco realistas, al fin y al cabo. Un hombre rico que vivía en una gran mansión
poco había tenido que ver con su vecinita más joven y pobretona.
Sin embargo, al llegar a Kent, cada vez
recordaba más sus sentimientos hacia él en el pasado.
Demi llegó con las maletas hasta una
fila de taxis cubiertos por la nieve.
Joseph le había informado de que habían
secado el agua, pero había causado muchos daños, que ella debería valorar para
comunicárselo a su compañía de seguros.
También, le había informado de que
había encendido la calefacción para que, cuando llegara, no se quedara
congelada. También sabía que él se había ido a Singapur para unas reuniones de
trabajo.
Cuando Demi pensaba en cómo había terminado
su amistad, no podía evitar sentir un nudo en la garganta. Entonces, se
recordaba a sí misma la terrible noche donde había quedado como una tonta. Si
hubiera sido más fuerte y más madura, habría podido superarlo y seguir
manteniendo su relación con él. Pero no había podido.
Para ella había sido una dura lección. Y no
pensaba tropezar más veces con la misma piedra. Mirando por la ventanilla del
taxi, Demi se acomodó, preparándose para el viaje de una hora que la llevaría a casa
de su padre.
Hacía mucho que no iba a Kent. Su padre y ella
habían pasado las vacaciones en Mallorca, dos semanas de sol y mar, y cada seis
semanas, lo invitaba a visitarla en París. Le encantaba poder permitírselo.
También, había quedado de vez en cuando con Daisy, la madre de Joseph, en Londres. Y le
había dado respuestas evasivas cuando Daisy había querido saber por qué su hijo
y ella ya no se veían.
Al pensar que Joseph había estado
dentro de su casa, se estremeció un poco. A veces, recordaba su aroma,
masculino y limpio, y se quedaba sin aliento. Esperaba que su olor no se
hubiera quedado en la casa. Estaba cansada y tenía demasiado frío como para
estar abriendo las ventanas para ventilar.
–El informe del tiempo ha dicho que seguiremos
así una semana –informó el conductor del taxi cuando llegaron, señalando la
carretera llena de nieve.
–No durará mucho –vaticinó ella, sin darle
importancia–. Tengo que estar de regreso en Londres pasado mañana.
–Trae mucha ropa para quedarse solo un par de
días –comentó el hombre, llevando su maleta hacia la puerta.
–Pienso dejar aquí algunas cosas –repuso ella,
pagó y entró en casa.
Su forma de vestir había cambiado mucho en los
últimos años. Se había dejado seducir por la moda parisina. Había perdido peso
y su figura atraía silbidos y miradas de extraños. Por eso, ya no le daba
vergüenza ponerse ropas que resaltaran sus curvas. Su pelo rebelde había sido
domado gracias a las expertas tijeras de su peluquero. Todavía lo llevaba
largo, pero con capas estratégicas que resaltaban sus rizos.
La cerradura de la puerta principal estaba
abierta. Dentro, estaba oscuro. Jennifer entró, cerró los ojos y respiró hondo,
disfrutando de la calidez que la envolvía antes de encender y tener que
enfrentarse a los daños que el agua hubiera causado.
Entonces, abrió los ojos y allí estaba él.
Apoyado en la puerta que daba a la cocina,
iluminado por una débil luz que salía de dentro..
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