martes, 19 de marzo de 2013

Química Perfecta Capitulo 23




Demi

    Llego al aparcamiento de la biblioteca echando humo y me detengo junto a los árboles situados al fondo. Lo último que me preocupa ahora es el proyecto de química.
Joe está esperándome, apoyado contra su moto. Saco las llaves del contacto y me acerco a él hecha una furia.

    - ¿Cómo te atreves a darme órdenes? -le grito. Me siento completamente rodeada de personas que intentan controlarme. Mi madre... Colin. Y ahora Joe. Ya es suficiente-. Si crees que puedes amenazarme para...

    Sin decir una palabra, Joe me quita las llaves de las manos y se acomoda en el asiento del conductor de mi Beemer.

    - Joe, ¿qué crees que estás haciendo?
    - Sube.
    Enciende el motor. Va a largarse de aquí y a dejarme plantada en el aparcamiento de la biblioteca.
    Aprieto los puños y me desplomo en el asiento del pasajero. Una vez dentro, Joehace rugir el motor.
    - ¿Dónde está mi foto con Colin? —le pregunto, mirando el salpicadero. Estaba ahí hace un minuto.
    - No te preocupes, te la devolveré. No estoy de humor para tenerlo delante mientras conduzco.
    - ¿Sabes por lo menos como conducir un coche de marchas? -le pregunto con tono cortante.

    Sin parpadear ni bajar la vista un segundo, mete la primera y el coche sale del aparcamiento con un chirrido de ruedas. Mi Beemer sigue sus indicaciones como si estuviera totalmente sincronizado con él.
    - Esto puede considerarse un robo, ¿sabes? -Al ver que no obtengo respuesta, añado- Y un secuestro.

    Nos detenemos en un semáforo. Miro los coches que nos rodean y doy gracias por tener uno alto, porque así nadie pueda vernos.
    - Has subido voluntariamente -dice Joe.
    - Es mi coche. ¿Y si nos ve alguien?

    Sé que mis palabras lo han sacado de quicio porque cuando el semáforo se pone en verde los neumáticos chirrían con fuerza. Va a romperme el motor a propósito.
    - ¡Para! -le ordeno-. Llévame a la biblioteca.

    Pero no me hace caso. Guarda silencio mientras nos deslizamos a través de barrios desconocidos y carreteras desiertas, tal y como hacen los protagonistas de las películas cuando van al encuentro de peligrosos traficantes de drogas.

    Genial. Voy a presenciar mi primer trapicheo. Si me detienen, ¿vendrán mis padres a pagar la fianza? Me pregunto cómo le explicaría mi madre algo así a una de sus amigas.

    Tal vez me envíe a un campamento militar para delincuentes. Apuesto a que así se cumplirían todos sus deseos: mandar a Shelley a una residencia y a mí a un campamento militar.

    Mi vida sería una mierda, más de lo que ya lo es.
    No pienso meterme en ningún rollo ilegal. Soy yo quien decide mi destino, no Joe. Me agarro a la manija de la puerta.

    - Déjame salir de aquí o te juro que salto.
    - Llevas puesto el cinturón de seguridad -me dice, haciendo una mueca-. Relájate. Llegaremos en dos minutos.
    Reduce una marcha y aminora la velocidad al entrar en una especie de aeropuerto abandonado y desierto.

    - Vale, hemos llegado -dice mientras levanta el freno de mano.
    - Sí, muy bien. ¿Y dónde estamos? Odio tener que decírtelo, pero el último lugar habitable que hemos pasado está a unos cinco kilómetros. No voy a salir del coche, Joe. Puedes ir a hacer tus trapicheos tú solo.

    - Si me quedaba alguna duda de que fueras rubia natural, acabas de disiparla -me dice-. Como si fuera a llevarte a ver a un camello. Sal del coche.
    - Dame una buena razón por la que debería hacerlo.

    - Porque si no lo haces, voy a sacarte a rastras. Confía en mí, nena.
    Se guarda las llaves en el bolsillo trasero de los pantalones y sale del coche. Al comprender que no tengo muchas opciones, le sigo.
    - Escucha, si querías hablar de nuestro proyecto sobre los calentadores de manos, podríamos haberlo hecho por teléfono.

    Nos encontramos en la parte posterior del coche. De pie, uno frente al otro, en mitad de ninguna parte.

    Hay algo que ha estado corroyéndome todo el día. Ya que no tengo más remedio que estar aquí con él, le pregunto:
    - ¿Nos besamos anoche?
    - Sí.
    - Pues parece que no fue muy memorable, porque no recuerdo nada.
Joe estalla en carcajadas.
    - Estaba de coña. No nos besamos -dice, acercándose a mí-. Cuando lo hagamos, lo recordarás. Toda la vida.

    Ay, madre. Ojalá sus palabras no me provocaran este temblor en las rodillas. Sé que debería estar asustada, sola con un pandillero en medio de un lugar desierto y hablando de besos. Sin embargo, no tengo miedo. En lo más profundo de mi ser sé que Joe no sería capaz de hacerme daño, ni de obligarme a hacer nada que yo no quiera.

    - ¿Por qué me has secuestrado? -le pregunto.
    Me coge de la mano y me lleva al asiento del conductor.
    - Sube.

    - ¿Por qué?
    - Voy a enseñarte a conducir como es debido, antes de que destroces el motor de tanto maltratarlo.
    - Pensaba que estabas enfadado conmigo. ¿Por qué me ayudas?
    - Porque quiero.
    Vaya. Aquello era lo último que esperaba. Se me está empezando a derretir el corazón.
    Hace mucho tiempo que nadie se preocupa lo suficiente por mí como para hacer algo desinteresadamente. Aunque...
    - No lo harás porque quieres que te lo devuelva con otro tipo favores, ¿verdad?
Joe niega con la cabeza.
    - ¿De veras?
    - De veras.
    - ¿Y no estás enfadado conmigo por nada de lo que he hecho o he dicho?
    - Me siento frustrado. Contigo. Con mi hermano. Con un montón de cosas.
    - Entonces, ¿por qué me has traído aquí?

    - No preguntes si no estás preparada para escuchar la respuesta, ¿vale?
    - Vale -contesto antes de acomodarme en el asiento del conductor y esperar a que se siente a mi lado.
    - ¿Estás preparada? -pregunta en cuanto se instala y se abrocha el cinturón del asiento del copiloto.
    - Sí.
    Se inclina e introduce las llaves en el contacto. Bajo el freno de mano, enciendo el motor y se trae cala el coche.

    - No lo has puesto en punto muerto. Si no pisas bien el embrague cuando metas una marcha, el coche se te calará.
    - Ya lo sé -digo, sintiéndome completamente estúpida-. Es que me estás poniendo nerviosa.

Joe lo pone en punto muerto.
    - Pisa el embrague con el pie izquierdo, coloca el derecho sobre el freno y mete la primera -me ordena.
    Aprieto el acelerador y, cuando suelto el embrague, el coche empieza a avanzar a trompicones.
    Joe apoya la mano en el salpicadero para sujetarse.
    - Frena.
    Detengo el coche y pongo el punto muerto.
    - Tienes que encontrar el punto de fricción.
    - ¿El punto de qué? -pregunto mirándole.
    - Si, ya sabes, cuando el embrague encaja -dice y mientras habla, utiliza las manos como si fueran dos pedales-. Lo sueltas demasiado rápido. Consigue el equilibrio y quédate ahí... siéntelo. Inténtalo de nuevo.

    Vuelvo a meter la primera y suelto el embrague mientras piso con suavidad el acelerador.
    - Mantenlo... -dice-. Siente el punto de fricción y permanece ahí.
    Suelto el embrague un poco más y piso el acelerador, pero no del todo.
    - Creo que lo tengo.

    - Ahora suelta el embrague y no presiones el acelerador hasta el fondo.
    Lo intento, pero el coche avanza a trompicones y se vuelve a calar.
    - Has soltado el embrague demasiado rápido. Debes hacerlo más despacio. Inténtalo de nuevo -ruega, como si tal cosa. No está enfadado, ni frustrado, ni a punto de darse por vencido-. Tienes que pisar más el acelerador. No lo machaques, solo dale un poco de juego para que empiece a moverse.

    Sigo las indicaciones de Joe y esta vez el coche avanza con suavidad. Estamos en la pista de aterrizaje, y no avanzamos a más de quince kilómetros por hora.
    - Pisa el embrague -me ordena, y entonces pone la mano sobre la mía y me ayuda a meter la segunda. Intento no pensar en la suave caricia y en el calor que desprende su mano.

    Aquello no va mucho con su personalidad. Intento concentrarme en la tarea que me ocupa.
    Joe es muy paciente, y me da instrucciones detalladas acerca de cómo cambiar a un engranaje menor hasta detenernos al final de la pista de aterrizaje. Sus dedos siguen rodeándome la mano.

    - ¿Fin de la lección? -pregunto.
    Joe se aclara la garganta antes de responder:
    - Sí.
    Aparta la mano de la mía y, acto seguido, se pasa los dedos por su oscuro cabello, haciendo que los mechones le caigan sueltos sobre la frente.
    - Gracias -le digo.

    - Sí, bueno, así no me sangrarán los oídos cada vez que enciendes el motor en el aparcamiento del instituto. No lo he hecho para quedar como un buen tipo.
    Ladeo la cabeza e intento hacer que me mire. Pero no lo consigo.
    - ¿Por qué es tan importante que los demás te vean como a un mal tipo? Dime.

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