Demi se encogió de hombros y se fue a
cambiar. Se dio una ducha rápida y, en menos de media hora, volvió a la cocina,
vestida con unos pantalones de chándal grises y una sudadera, con el pelo
recogido en una cola de caballo.
Siempre habían bromeado juntos de lo mal
cocinero que era Joseph. Él solía meterse con el padre de Demi, que adoraba
cocinar, diciéndole que eso era cosa de mujeres. A ella le encantaban esas
pequeñas bromas entre los dos hombres y el modo en que Joseph solía guiñarle un
ojo, para buscar su complicidad.
Sin embargo, cuando entró, comprobó que él
había hecho una tortilla con muy buen aspecto. Había una ensalada preparada y
pan cortado.
–Supongo que no soy la única que ha cambiado
–señaló ella desde la puerta.
–¿Me crees si te digo que he dado un curso de
cocina?
Demi se encogió de hombros.
–¿Sí? –replicó ella, se sentó y miró a su
alrededor–. El agua no ha causado tantos desperfectos como esperaba. He echado
un vistazo antes de darme la ducha. Por suerte, el piso de arriba está intacto.
Hay unas cuantas manchas en el sofá del salón e imagino que habrá que tirar las
alfombras.
–¿Ya hemos terminado de ponernos al día con
nuestras vidas? –preguntó él y le tendió un plato para que se sirviera
ensalada. A continuación, se sentó a la mesa, frente a ella.
Demi pensó que esa era la razón por
la que lo había estado evitando todos esos años. Ese hombre era demasiado.
–No hay mucho más que contar, Joseph. El trabajo es lo
más importante de mi vida en París. Si quieres que te describa mi piso, puedo
hacerlo, pero no creo que te resulte muy interesante.
–Has cambiado.
–¿Qué quieres decir?
–Apenas te reconozco. En el pasado, solías
disfrutar de hablar y reír conmigo.
Demi sintió que la furia crecía
dentro de ella porque él no había cambiado. Seguía siendo el mismo tipo
arrogante y seguro de sí mismo.
–¿Por qué iba a reírme si todavía no has dicho
nada gracioso, Joseph?
–¡A eso me refería! –Exclamó él y
levantó las manos en un gesto de frustración–. O tu personalidad ha cambiado o
tu trabajo en París es tan estresante que te ha quitado el sentido del humor.
¿Qué es, Demi?
Puedes ser sincera conmigo. Siempre has sido
honesta y abierta. ¿Es que tu empleo te está cobrando un precio demasiado alto?
–Te gustaría que te dijera eso, Joseph, lo sé. Quieres
que te diga que me siento perdida y que no soy capaz de manejarme en mi
trabajo.
–Eso es ridículo.
–¿Ah, sí? Si te dijera que lo estoy pasando
muy mal y que no puedo más, podrías mostrarme tu preocupación.
Podrías rodearme con tus brazos y darme un
pañuelo para que llorara. Pero mi empleo es maravilloso y, si no se me diera
bien, no me habrían ascendido.
–¿Es eso lo que crees? ¿Que soy tan ruin que
me alegraría de tu fracaso?
Demi suspiró y apartó
el plato.
–Sé que no eres ruin, Joseph, y no quiero
discutir contigo –afirmó ella, se puso en pie y empezó a fregar los platos,
pensando en algo neutro que decir para suavizar la tensión.
–¡Deja eso!
–No quiero. Mañana va a ser un día muy largo y
no quiero tener que ocuparme de la cocina. Por cierto, gracias por hacer la
comida. Ha sido un detalle.
Joseph murmuró algo inaudible y empezó
a ayudarla a secar los platos. Demi sintió su cercanía como una
corriente eléctrica. Estar en su presencia la privaba de su inmunidad y la
asustaba, pero no iba a rendirse con tanta facilidad a aquellos sentimientos.
Así que optó por iniciar una conversación superficial. Le contó que a su padre
le gustaba mucho París.
–Una vez, me dijo que su sueño había sido
viajar por todo el mundo con mi madre y que, cuando mi madre murió, su sueño
murió con ella.
–Sí, la última vez que vine a pasar el fin de
semana, lo encontré esperando un taxi y leyendo una guía de viajes sobre el
Louvre.
–¿De veras? –dijo Demi, riendo.
Al escucharla, Joseph se quedó
paralizado. Se dio cuenta de que todavía recordaba aquella risa, como la letra
de una canción que nunca se olvidaba. De pronto, quiso saber mucho más de ella.
Una oleada de curiosidad lo impulsó a seguir indagando.
–Le has ofrecido a John una vida nueva
–comentó él, secó el último plato y se apoyó en la mesa–. Creo que se ha dado
cuenta de lo que se había estado perdiendo todos estos años. Al irte a París,
lo has obligado a salir de su agujero. Me da la sensación de que, pronto, hasta
París se le quedará pequeño.
–No solo nos quedamos en París –explicó ella–.
Hemos estado recorriendo Europa –añadió, emocionada por lo que Joseph le había dicho
respecto a ofrecerle una nueva vida a su padre. Con comentarios como ese, se
abrían sus recuerdos sobre todo lo que habían compartido a lo largo de los
años. En realidad, él la había visto crecer.
–De hecho, cuando el tiempo mejore, vamos a ir
a Praga. Es una ciudad preciosa. Creo que le gustará.
–¿Ya la conoces?
–Estuve una vez.
–¿Qué ha sido de la chica que nunca salía de
su pueblo, a excepción de aquel viaje que hiciste con la escuela para esquiar?
¿Te acuerdas?
Demi se acordaba muy bien. El padre
de Joseph había muerto justo
entonces y él había estado muy ocupado haciéndose cargo de la empresa que había
heredado. Ella había estado seis o siete semanas sin verlo y, cuando al fin lo
había hecho, le había contado entusiasmada todas las historias de su viaje.
–Sí, claro que sí.
–¿Y con quién fuiste a Praga? –quiso saber
él–. Yo he estado dos veces. Es una ciudad muy romántica –comentó y se giró
para rellenar la cafetera, esperando su respuesta.
Demi frunció el ceño.
Su primer impulso fue responderle que su vida privada no le incumbía. Pero, si
lo hacía, él no pasaría por alto su falta de educación y volvería a preguntarle
por el tema que ella más deseaba evitar: su último encuentro.
–Sí. Es una ciudad muy romántica. Me gusta
mucho. Me encanta su arquitectura. Parece un lugar suspendido en el tiempo, ¿no
crees?
–¿Y con quién fuiste? ¿O es un secreto?
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