miércoles, 20 de marzo de 2013

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 10





 –¿Y si es más grave que eso, Joseph? –dijo ella, se agachó y lo miró de cerca, apuntándole a la cara con la linterna.

 –¿Te importa apuntar a otra parte?
 –No debes moverte si crees que te has lastimado la columna –insistió ella, ignorándolo–. Es lo primero que se aprende en un curso de primeros auxilios.
 –¿Has hecho un curso?

 –No, pero estoy segura de que es así. Tus ojos tienen buen aspecto. Eso es buena señal. ¿Cuántos dedos tengo aquí?
 –¿Qué?

 –Mis dedos. ¿Cuántos hay? Necesito asegurarme de que no te haya afectado a la cabeza…
 –Tres dedos. Y aparta la maldita linterna. Deja que me apoye en ti para ir a tu casa. No creo que pueda volver hasta la mía.
 –No sé si…

 –Mira, mientras piensas si es buena idea o no, me voy a morir de hipotermia. ¡Tengo una contractura! No necesito taparme ni una camilla, aunque te lo agradezco. Solo necesito que me eches una mano.

 –Tu voz suena fuerte. También es buena señal.
 –¡ Demi!
 –De acuerdo, pero no estoy segura…
 –No importa.
Joseph se apoyó en los hombros de ella y se incorporó. Se les hundían los pies en la nieve al caminar, haciendo muy difícil avanzar y mantener el equilibrio. No era de extrañar que no hubiera podido hacer el recorrido él solo.

Joseph andaba encorvado, con la mano en los riñones y cara de dolor. Demi lo había envuelto con los manteles, a pesar de que él había tratado de resistirse. Mientras, la linterna iluminaba el camino, sembrándolo de sombras espectrales.

 –Podría intentar llamar a una ambulancia… –sugirió ella, sin aliento, pues era un hombre muy corpulento y le estaba costando ayudarlo.
 –No sabía que fueras tan aprensiva.

 –¿Qué esperabas? Se suponía que ibas a venir a cenar tranquilamente…
 –¿No ves que no es posible caminar tranquilamente con esta nieve?
 –¡Deja de hacerte el gracioso! ¡Ibas a venir a cenar y vas y me llamas para contarme que has decidido cortar un árbol y estás tirado en el suelo, tal vez, con la espalda rota!
 –Siento haberte preocupado…

 –Sí –murmuró ella, furiosa con él por haberla asustado tanto–. Haces bien en disculparte.
 –¿Has preparado algo delicioso para comer?
 –No hables. Debes conservar tu energía.

 –¿Eso también lo enseñan en los cursos de primeros auxilios o se te ha ocurrido a ti?
 Demi se contuvo para no reír. Se dio cuenta de que él estaba haciendo todo lo posible para distraerla de la preocupación, incluso cuando debía de estar muy dolorido. Su generosidad de espíritu la emocionó y se quedó callada, por miedo a romper a llorar.

 –Al fin, hemos llegado –dijo ella y abrió la puerta. Lo llevó hasta el sofá del salón.
 Joseph se dejó caer con un gemido. No tenía la columna rota. Ni nada fracturado. Eso lo había adivinado Demi mientras habían caminado hasta allí.

 Se había hecho una contractura, algo doloroso, pero no terminal.
 –Ahora admítelo, Joseph. Ha sido una estupidez lo que has hecho –lo reprendió ella, mirándolo de brazos cruzados.

 –Conseguí hacer lo que era necesario –replicó él–. He luchado con el árbol y el árbol ha perdido. La contractura es un mal menor.
Demi dio un respingo.

–Tienes que cambiarte de ropa. Está empapada. Voy a traerte algo de mi padre. Te apañarás con eso. Mañana iré a buscarte algo a tu casa –informó ella, resignada a que iban a tener que pasar la noche bajo el mismo techo.
Joseph gimió con los ojos cerrados.

 –Pero, primero, voy a traerte un analgésico. Papá tiene en su botiquín.
 –No uso analgésicos.
 –Peor para ti.

 Su padre era más bajo y más delgado que Joseph. Demi no sabía cómo iban a quedarle sus ropas. Eligió la camiseta más grande que encontró, una sudadera y unos pantalones de chándal.

 –La ropa –anunció ella, de vuelta en el salón, donde la chimenea mantenía el espacio caliente–. Y los analgésicos –añadió y le tendió un par de pastillas con un vaso de agua.
 Con reticencia, él se las tragó.

 –Eres buena enfermera –comentó él y le devolvió el vaso de agua con una sonrisa.

 A Demi no le hacía ninguna gracia. Había sido un estúpido al intentar cortar el árbol bajo la tormenta. Además, en el fondo, odiaba que la viera como una enfermera. Quería que la considerara una mujer frágil y vulnerable, necesitada de protección masculina. Aquellos viejos sentimientos la molestaban en extremo. ¿Cuándo iba a dejarlos atrás de una vez por todas?, se reprendió a sí misma.

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