Demi no se lo impidió y
lo acompañó a la puerta. Intercambiaron comentarios sobre el mal tiempo y Joseph propuso volver
allí para cenar, pues sería más fácil para él atravesar la distancia entre sus
casas bajo el temporal.
Ella esbozó una sonrisa forzada y cerró la
puerta, sintiéndose fatal por no ser capaz de dejar atrás el pasado.
Se pasó el resto del día limpiando, recogiendo
y guardando ropas viejas. Sacó un montón de cosas para tirar de su cuarto. En
el fondo del armario, encontró los zapatos que se había puesto en la noche de
la fatídica cena y no pudo evitar recordar.
A continuación, trabajó en el ordenador.
Quería aprovechar que todavía tenía conexión a Internet, antes de que la
tormenta la cortara.
Se esforzó en no mirar el reloj, tratando de
convencerse a sí misma de que le daba igual que Joseph fuera a cenar o
no. Bueno, aunque no le sentaría mal un poco de compañía. Comer pasta a solas,
rodeada de nieve, no era una perspectiva muy atractiva. También, intentó
hacerse creer que no le importaba si él se había ofendido porque había
rechazado su oferta de ayuda.
Sin embargo, sabía que se estaba engañando a
sí misma.
Estaba deseando volver a verlo. Como una
adicta atraída por el objeto de su adicción, echaba de menos la forma en que Joseph la hacía sentir.
A las seis, sonó su móvil y pensó,
decepcionada, que sería él para avisar de que había cambiado de idea.
SI ME llamas para decirme que no
vas a venir a cenar, no te preocupes. No hay problema. ¡Todavía no he terminado
mi trabajo! Además, quiero escribir a algunas amigas…
– Demi, calla.
–¿Cómo te atreves?
–Tienes que escucharme. Vístete con ropa de
abrigo, sal de casa y dirígete a la parte de atrás de tu jardín.
–¿Qué pasa? Me estás asustando.
–He tenido un accidente.
–¿Qué? –Gritó ella, presa del pánico–. ¿Qué
quieres decir?
–Ha habido vientos muy fuertes antes de que
vinieras. Se han caído algunas ramas y un árbol está a punto de caer sobre el
poste de la luz.
–¿Te has tropezado con una rama?
–¡No seas ridícula! ¿Es que crees que soy tan
patoso? Cuando me fui de tu casa, trabajé un poco y, luego, pensé que sería
buena idea intentar cortar el árbol para que no cayera sobre los cables de la
luz.
De pronto Demi recordó un día en
que Joseph apenas había tenido dieciséis años y se había subido a un árbol, sierra en
mano, para cortar una rama quebrada, mientras sus padres le habían gritado que
se bajara de inmediato. Él siempre había sido temerario y amante de los retos.
Y a ella le había fascinado.
–¡No puedo creer que seas tan estúpido! –le
reprendió ella–. ¡Ya no tienes dieciséis años! Dame cinco minutos y no te
muevas.
Lo vio entre la nieve que no cesaba de caer,
tumbado en el suelo. ¿Y si se le había roto algo o si se había golpeado en la
cabeza? Podía morir sin avisar. Demi había oído que eso le había
pasado a alguien, en alguna parte.
No había forma de que un médico pudiera llegar
hasta allí. Incluso un helicóptero tendría problemas en atravesar la tormenta.
–¡No te muevas! –Gritó ella, llevando dos
manteles en la mano–. Puedes taparte con esto. Voy a buscar ese tablón que usa
mi padre para empapelar las paredes. Podemos usarlo como camilla.
–No seas tan melodramática, Demi. Solo necesito que
me ayudes a ponerme en pie. La nieve está tan blanda que no puedo. Creo que
tengo una contractura en la espalda.
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