–Dudo que tus novias estuvieran a
gusto en estas condiciones. La nieve y los tacones de aguja no son compatibles.
Y yo no soy una mujer, sino una amiga.
–Gracias por recordármelo –murmuró él–. Casi
lo olvido…
Demi tomó aliento. ¿Qué significaba
eso?
No. Se negaba a perder el tiempo especulando
sobre las cosas que él decía o intentando leer entre líneas. Aquello no iba a
conducir a ninguna parte y, de todos modos, a ella qué más le daba. ¡Había
dedicado cuatro años de su vida a dejarlo atrás!
–Tal vez, esta noche podamos cenar juntos. O
igual puedo ir a tu casa –concedió ella–. Es mejor compartir la comida, ¿no
crees?
–Puedo cocinar para ti –se ofreció él con voz
cálida–. Así, añadiría algo más a la lista de cosas que no hago con más mujeres
que contigo.
¿Estaba coqueteando ella?
–Si quieres, hazlo –repuso Demi con tono
cortante–. Si no, también podemos dejarlo para mañana. Tienes mi número de
móvil, ¿verdad?
–Creo que es una de las cosas que omitiste
darme cuando te fuiste…
Su encanto, que antes la volvía loca, estaba
comenzando a resultarle irritante a Demi.
–Pues intercambiemos los números, por si hay
un cambio de planes. Si veo que no he terminado todo lo que quiero hacer, te
llamaré.
–¿Vas a llamar a John para contarle lo que ha
pasado?
–No.
¿Cómo iba a decirle a su padre que estaba
atrapada en medio de una tormenta de nieve con Joseph?, se dijo Demi. Su padre había
estado al tanto de lo cautivada que había estado por él de adolescente. Ella
había sido tan joven y tan ingenua…
no había podido ocultar sus sentimientos.
Pero no le había hablado nunca de la última cena que había tenido con Joseph. Al menos, no le
había contado los detalles. Aunque su padre habría adivinado que no había
salido bien, pues al día siguiente ella había estado callada y huidiza. Luego,
se había marchado a París y no había vuelto a ver a su amigo de la infancia.
–No. Hiciste bien al comunicarte conmigo y
dejar a mi padre al margen de esto. No ve a Anthony a menudo y quiero que
disfrute de sus vacaciones. Además, la combinación de transporte es muy mala
ahora mismo. Le resultaría muy difícil regresar y yo creo que puedo
arreglármelas sola.
–¿Cómo te sientes? –quiso saber él.
–¿De qué hablas? –preguntó ella, frunciendo el
ceño.
–Al estar al mando.
–No estoy al mando de nada –farfulló ella y
bajó al cabeza, dudando si era un cumplido o una crítica–. Bueno, ahora estoy
al mando, tal vez –se corrigió–. Mi padre es mayor. Va a cumplir sesenta y ocho
el mes que viene y cada vez se cansa más. Cuando pasamos mucho tiempo caminando
por París, se resiente un poco, aunque no quiera aceptarlo.
–¿Y qué vas a hacer al respecto?
–¡No estoy diciendo que mi padre sea un
inútil!
–Solo me preguntaba durante cuánto tiempo
piensas seguir en París…
–Ese es un tema muy complejo para resolverlo
ahora –replicó ella, conteniéndose para no confiarle sus preocupaciones. Patric
era un buen amigo, pero no la conocía tan bien como Joseph, que la había
visto crecer y conocía a su padre mejor que nadie.
–¿Lo es? –Dijo él y se encogió de hombros con
una sonrisa–. ¿Estoy adentrándome en terreno personal otra vez?
–Claro que no –negó ella, incómoda–. Yo… sí,
bueno… he estado pensando en que, tal vez, ya sea hora de volver a Inglaterra…
–Pero te preocupa que, al volver, encuentres
dificultades para establecerte y mantener la misma forma de vida –adivinó él–.
Esto no es París.
–He hecho muchos amigos –se apresuró a añadir
ella–. Conozco mi trabajo y me pagan muy bien… ¡Ni siquiera sé si podré
encontrar un empleo aquí! Según las noticias, cada vez hay más paro.
–Además, odias el cambio y lo más grande que
has hecho jamás ha sido ir a París y construir una nueva vida allí…
–Deja de hablar del pasado. Ya no soy la misma
persona –protestó ella. Sin embargo, era cierto que nunca le habían gustado los
cambios. Siempre había tenido problemas para adaptarse. La escuela secundaria
había sido todo un reto, por ejemplo. Pero le había ido bien. Lo mismo le había
pasado en la universidad. Y París, como Joseph decía, había sido un gran paso.
Regresar a Inglaterra sería otro.
–No, eres distinta –comentó él en voz baja–.
No me importaría darte trabajo, Demi. Hay muchas oportunidades en mi
empresa para alguien que hable bien francés y con tu experiencia. También, hay
pisos disponibles para empleados. Podría buscarte uno…
–¡No, gracias! –negó ella. Nada le apetecía
menos que quedar a merced de los favores de Joseph Jonas. En París,
había podido ser ella misma. Y no quería ni imaginarse cómo sería su vida
trabajando con él. Tendría que verlo cada dos por tres con una de sus rubias de
silicona y soportar que se inmiscuyera en sus asuntos privados cuando saliera
con alguien–. Quiero decir que es una oferta muy generosa, pero no he tomado
todavía la decisión de volver. Y, cuando lo decida, querré hacerlo por mí
misma. Estoy segura de que mi jefe me dará una buena carta de recomendación…
–señaló y esbozó una sonrisa amplia y fingida.
–Seguro que sí –repuso él,
sintiéndose impotente y un poco irritado.
–He conseguido ahorrar un poco, además. Creo
que seré capaz de comprarme mi propia casa pronto. No en Londres, claro. Tal
vez, en Kent. Puedo trabajar en Londres, porque es ahí donde están las grandes
compañías, mucha gente viaja a diario desde aquí a la capital. Así que… gracias
por la oferta de un piso, pero no tienes por qué ser caritativo conmigo.
–Bien. Creo que es hora de que me vaya.
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