–Te dejaré solo para que te
cambies. E iré a preparar la comida.
Antes de que se fuera, Joseph la tomó de la mano
para que lo mirara.
–Quiero que sepas que te agradezco mucho tu
ayuda.
Demi no dijo nada porque, mientras
hablaba, él le estaba frotando la muñeca con el pulgar. Ella se quedó sin
respiración, presa del deseo.
–No sé qué habría hecho sin ti.
–No pasa nada –repuso ella con voz ronca y se
aclaró la garganta, pensando si debía apartar la mano.
–Sé que no esperabas encontrarme aquí, pero yo
me alegro de haber estado. Te he echado de menos.
Demi quiso gritarle que
no debía usar palabras como esa, que encendían las fantasías más inapropiadas
en su cerebro.
–¿Tú me has echado de menos o has estado tan
ocupada que ni te has acordado de mí?
–Yo… no sé qué esperas que diga… Joseph… –balbuceó ella–.
Claro… me acordaba de ti de vez en cuando y esperaba que estuvieras bien.
Pensaba haberte escrito más correos electrónicos, siento no haberlo hecho…
Joseph se quedó mirándola
en silencio con expresión indescifrable.
–Bueno, te dejo para que te cambies.
–Voy a esperar a secarme primero un poco. Así
me costará menos quitarme la ropa mojada.
–Bueno.
Demi estaba cada vez más nerviosa,
mientras él no dejaba de mirarla con esos increíbles ojos azules suyos.
–Siéntate un rato y sécate antes de ponerte a
cocinar –sugirió él.
–Tal vez… unos minutos más… –dijo ella y se
sentó junto al fuego.
Joseph había ganado cierto aire de
madurez en los últimos cuatro años. Su ascenso en el mundo de los negocios
había sido meteórico. Demi lo sabía porque, en una ocasión, había leído todo lo que había disponible
sobre él en Internet. Había ampliado sus negocios más allá de la compañía que
había heredado, comprando empresas en quiebra y haciéndolas resurgir. Aun así,
no había caído en las redes del matrimonio. ¿Por qué? ¿Estaba tan centrado en
el trabajo que las mujeres eran solo algo accesorio para él? ¿O, tal vez,
prefería salir con muchas en vez de comprometerse con una?
Demi sintió la urgencia
de saltar por encima del escudo protector que ella misma se había forjado y
preguntárselo. Pero se contuvo, al recordar la última vez que se había tomado
demasiadas confianzas con él.
–Has crecido –comentó Joseph con suavidad–. Ya
no eres tan abierta y transparente.
–La gente crece –replicó ella de forma
abrupta.
–¿Te hizo daño este tipo?
Durante unos segundos, Demi no comprendió a
quién se refería, hasta que se dio cuenta de que estaba hablando de Patric.
–¡Es mi mejor amigo!
–No sé muy bien qué quieres decir con eso
–observó él, mirándola con intensidad–. ¿Estabas enamorada? ¿Te rompió el
corazón? Porque pareces mucho más cínica que hace años. Sí, ya sé que la gente cambia,
pero ahora eres mucho más recelosa que antes.
Demi se quedó sin
palabras. Igual Joseph sabía que había estado loca por él de adolescente,
pero era obvio que ignoraba la profundidad de sus sentimientos. ¡Incluso a ella
le había sorprendido lo profundos que habían sido! Cuando había empezado a
salir con otros hombres, se había dado cuenta de lo mucho que le había afectado
su rechazo. Y esos mismos sentimientos del pasado… estaban volviendo a revivir.
¡Lo último que Demi necesitaba era que
él se diera cuenta!
–Quiero a Patric –afirmó ella, tensa–. Y no
quiero que me psicoanalices. Sé que estarás aburrido, ahí inmovilizado, pero
puedo traerte el ordenador para que trabajes.
–Tengo el ordenador en mi casa y no quiero que
atravieses la tormenta para ir a buscarlo. Ya he trabajado bastante por hoy, de
todos modos. Puedo permitirme un poco de tiempo libre.
–A tu madre le gustaría escuchar eso. Cree que
trabajas demasiado.
–Pensé que nunca hablabas de mí con mi madre
–señaló él con una sonrisa.
Demi meneó al cabeza y
se levantó.
–Voy a preparar algo de comer. Cámbiate cuando
quieras.
–¿Qué hay en el menú?
–Lo que yo te sirva –repuso ella y se giró.
Cuando oyó cómo él se reía a sus espaldas, tuvo que contenerse para no reír
también.
Sin poder dejar de pensar en él, Demi se puso a preparar
una salsa con tomates, champiñones y nata, para acompañar unos espaguetis.
Joseph la molestaba y la
irritaba como nadie había podido hacer. Pero también la hacía reír y la
seducía. Eso solo quería decir una cosa. No había superado sus sentimientos y
él seguía teniendo un influjo poderoso sobre ella, al contrario de lo que había
esperado.
Cuando lo imaginó recostado en el
sofá del salón, una cálida excitación comenzó a apoderarse de ella, muy a su
pesar.
Le llevó una bandeja y él se
sentó para sostenerla.
–Los analgésicos me están haciendo efecto
–indicó él y empezó a comer.
A mitad de la cena, Joseph anunció que ya
estaba casi seco. Con generosidad, informó de que no haría falta que lavara su
ropa, aunque ella tampoco se lo había ofrecido.
–Tengo mucha más en casa –afirmó él–. Para
varios días.
Demi lo miró,
frunciendo el ceño.
–¿Cuánto tiempo planeas quedarte?
–¿Quién sabe? Aunque el tiempo mejore y deje
de nevar, no podremos salir de aquí durante un par de días más. Está demasiado
profunda para conducir y, tal y como estoy, no puedo ponerme a despejar el
camino con la pala. De todas maneras, no creo que deje de caer durante las
próximas veinticuatro horas. O más, según el informe meteorológico.
–Bueno, hablas como un pájaro de mal agüero
–opinó ella, le quitó la bandeja, la colocó encima de la suya y se volvió a
sentar, exhausta. Había sido un día agotador.
–Yo lo llamo ser realista. Y eso me lleva al
siguiente punto. No puedo volver a mi casa.
Voy a necesitar ayuda para
ponerme en pie. Intento hacerme el fuerte, pero apenas puedo moverme.
Ella no lo había recibido con
muchas ganas al principio, era cierto, se dijo Joseph. Pero había algo
entre los dos, ya fuera amistad, atracción… Desde luego, él sentía algo cuando
la miraba. Y cuando la escuchaba reír o la sorprendía mirándolo de reojo. Le
gustaba verse obligado a quedarse allí, esa era la verdad.
Demi no supo si creerlo. Joseph era un hombre
fuerte. Siempre había alardeado de no ponerse enfermo y de no tener que ir nunca
al médico. Si decía que le dolía, no era probable que estuviera mintiendo.
Por otra parte, él no parecía
lamentar las circunstancias en absoluto. De hecho, para alguien presa del
dolor, parecía bastante contento.
En cualquier caso, no podía
mandarlo de vuelta a su casa en ese estado, aunque tenerlo allí la llenara de
aprensión.
Después de cuatro años
evitándolo, se había ganado una dosis concentrada de Joseph.
–Por lo que parece, voy a tener que ir
buscarte ropas para una estancia indefinida, además del ordenador… y voy a
tener que alimentarte y darte de beber…
–No hace falta que muestres tanto entusiasmo.
–No es esto lo que yo esperaba cuando vine.
–No –dijo él con tono seco–. Porque no
esperabas encontrarme.
–Pero me alegro de haberlo hecho –admitió ella
a regañadientes–. Cuatro años es mucho tiempo. Casi me olvido de tu aspecto.
–¿Y es como lo recordabas?
–Pareces mayor –contestó ella, sin preocuparse
por dañar su enorme ego.
–Muy amable –repuso él con una sonrisa–. Ahora
vas a tener que hacerme otro favor, me temo.
–Quieres café. O té. U otra cosa para beber. Y
quieres un postre dulce. Tal vez una tarta casera. ¿Acierto?
–¿Sabes hacer tartas? –preguntó él–. Sé que no
eres muy amiga de la cocina… –añadió, sosteniéndole la mirada.
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