martes, 26 de marzo de 2013

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 11





–Te dejaré solo para que te cambies. E iré a preparar la comida.
 Antes de que se fuera, Joseph la tomó de la mano para que lo mirara.
 –Quiero que sepas que te agradezco mucho tu ayuda.

 Demi no dijo nada porque, mientras hablaba, él le estaba frotando la muñeca con el pulgar. Ella se quedó sin respiración, presa del deseo.
 –No sé qué habría hecho sin ti.

 –No pasa nada –repuso ella con voz ronca y se aclaró la garganta, pensando si debía apartar la mano.
 –Sé que no esperabas encontrarme aquí, pero yo me alegro de haber estado. Te he echado de menos.

Demi quiso gritarle que no debía usar palabras como esa, que encendían las fantasías más inapropiadas en su cerebro.

 –¿Tú me has echado de menos o has estado tan ocupada que ni te has acordado de mí?
 –Yo… no sé qué esperas que diga… Joseph… –balbuceó ella–. Claro… me acordaba de ti de vez en cuando y esperaba que estuvieras bien. Pensaba haberte escrito más correos electrónicos, siento no haberlo hecho…

Joseph se quedó mirándola en silencio con expresión indescifrable.
 –Bueno, te dejo para que te cambies.
 –Voy a esperar a secarme primero un poco. Así me costará menos quitarme la ropa mojada.
 –Bueno.

 Demi estaba cada vez más nerviosa, mientras él no dejaba de mirarla con esos increíbles ojos azules suyos.
 –Siéntate un rato y sécate antes de ponerte a cocinar –sugirió él.
 –Tal vez… unos minutos más… –dijo ella y se sentó junto al fuego.

 Joseph había ganado cierto aire de madurez en los últimos cuatro años. Su ascenso en el mundo de los negocios había sido meteórico. Demi lo sabía porque, en una ocasión, había leído todo lo que había disponible sobre él en Internet. Había ampliado sus negocios más allá de la compañía que había heredado, comprando empresas en quiebra y haciéndolas resurgir. Aun así, no había caído en las redes del matrimonio. ¿Por qué? ¿Estaba tan centrado en el trabajo que las mujeres eran solo algo accesorio para él? ¿O, tal vez, prefería salir con muchas en vez de comprometerse con una?

Demi sintió la urgencia de saltar por encima del escudo protector que ella misma se había forjado y preguntárselo. Pero se contuvo, al recordar la última vez que se había tomado demasiadas confianzas con él.

 –Has crecido –comentó Joseph con suavidad–. Ya no eres tan abierta y transparente.
 –La gente crece –replicó ella de forma abrupta.
 –¿Te hizo daño este tipo?

Durante unos segundos, Demi no comprendió a quién se refería, hasta que se dio cuenta de que estaba hablando de Patric.
 –¡Es mi mejor amigo!

 –No sé muy bien qué quieres decir con eso –observó él, mirándola con intensidad–. ¿Estabas enamorada? ¿Te rompió el corazón? Porque pareces mucho más cínica que hace años. Sí, ya sé que la gente cambia, pero ahora eres mucho más recelosa que antes.

Demi se quedó sin palabras. Igual Joseph sabía que había estado loca por él de adolescente, pero era obvio que ignoraba la profundidad de sus sentimientos. ¡Incluso a ella le había sorprendido lo profundos que habían sido! Cuando había empezado a salir con otros hombres, se había dado cuenta de lo mucho que le había afectado su rechazo. Y esos mismos sentimientos del pasado… estaban volviendo a revivir.
¡Lo último que Demi necesitaba era que él se diera cuenta!

 –Quiero a Patric –afirmó ella, tensa–. Y no quiero que me psicoanalices. Sé que estarás aburrido, ahí inmovilizado, pero puedo traerte el ordenador para que trabajes.

 –Tengo el ordenador en mi casa y no quiero que atravieses la tormenta para ir a buscarlo. Ya he trabajado bastante por hoy, de todos modos. Puedo permitirme un poco de tiempo libre.
 –A tu madre le gustaría escuchar eso. Cree que trabajas demasiado.
 –Pensé que nunca hablabas de mí con mi madre –señaló él con una sonrisa.
Demi meneó al cabeza y se levantó.

 –Voy a preparar algo de comer. Cámbiate cuando quieras.
 –¿Qué hay en el menú?

 –Lo que yo te sirva –repuso ella y se giró. Cuando oyó cómo él se reía a sus espaldas, tuvo que contenerse para no reír también.

 Sin poder dejar de pensar en él, Demi se puso a preparar una salsa con tomates, champiñones y nata, para acompañar unos espaguetis.

Joseph la molestaba y la irritaba como nadie había podido hacer. Pero también la hacía reír y la seducía. Eso solo quería decir una cosa. No había superado sus sentimientos y él seguía teniendo un influjo poderoso sobre ella, al contrario de lo que había esperado.

Cuando lo imaginó recostado en el sofá del salón, una cálida excitación comenzó a apoderarse de ella, muy a su pesar.
Le llevó una bandeja y él se sentó para sostenerla.

 –Los analgésicos me están haciendo efecto –indicó él y empezó a comer.
A mitad de la cena, Joseph anunció que ya estaba casi seco. Con generosidad, informó de que no haría falta que lavara su ropa, aunque ella tampoco se lo había ofrecido.
 –Tengo mucha más en casa –afirmó él–. Para varios días.
Demi lo miró, frunciendo el ceño.
 –¿Cuánto tiempo planeas quedarte?

 –¿Quién sabe? Aunque el tiempo mejore y deje de nevar, no podremos salir de aquí durante un par de días más. Está demasiado profunda para conducir y, tal y como estoy, no puedo ponerme a despejar el camino con la pala. De todas maneras, no creo que deje de caer durante las próximas veinticuatro horas. O más, según el informe meteorológico.

 –Bueno, hablas como un pájaro de mal agüero –opinó ella, le quitó la bandeja, la colocó encima de la suya y se volvió a sentar, exhausta. Había sido un día agotador.

 –Yo lo llamo ser realista. Y eso me lleva al siguiente punto. No puedo volver a mi casa.
Voy a necesitar ayuda para ponerme en pie. Intento hacerme el fuerte, pero apenas puedo moverme.

Ella no lo había recibido con muchas ganas al principio, era cierto, se dijo Joseph. Pero había algo entre los dos, ya fuera amistad, atracción… Desde luego, él sentía algo cuando la miraba. Y cuando la escuchaba reír o la sorprendía mirándolo de reojo. Le gustaba verse obligado a quedarse allí, esa era la verdad.

 Demi no supo si creerlo. Joseph era un hombre fuerte. Siempre había alardeado de no ponerse enfermo y de no tener que ir nunca al médico. Si decía que le dolía, no era probable que estuviera mintiendo.

Por otra parte, él no parecía lamentar las circunstancias en absoluto. De hecho, para alguien presa del dolor, parecía bastante contento.
En cualquier caso, no podía mandarlo de vuelta a su casa en ese estado, aunque tenerlo allí la llenara de aprensión.

Después de cuatro años evitándolo, se había ganado una dosis concentrada de Joseph.
 –Por lo que parece, voy a tener que ir buscarte ropas para una estancia indefinida, además del ordenador… y voy a tener que alimentarte y darte de beber…
 –No hace falta que muestres tanto entusiasmo.
 –No es esto lo que yo esperaba cuando vine.

 –No –dijo él con tono seco–. Porque no esperabas encontrarme.
 –Pero me alegro de haberlo hecho –admitió ella a regañadientes–. Cuatro años es mucho tiempo. Casi me olvido de tu aspecto.
 –¿Y es como lo recordabas?
 –Pareces mayor –contestó ella, sin preocuparse por dañar su enorme ego.
 –Muy amable –repuso él con una sonrisa–. Ahora vas a tener que hacerme otro favor, me temo.

 –Quieres café. O té. U otra cosa para beber. Y quieres un postre dulce. Tal vez una tarta casera. ¿Acierto?
 –¿Sabes hacer tartas? –preguntó él–. Sé que no eres muy amiga de la cocina… –añadió, sosteniéndole la mirada.

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