Eran casi las ocho cuando Joseph llamó al timbre de Demi.
Vivía a pocas manzanas de él, aunque su bungaló era considerablemente más
pequeño que el dúplex de cuatro dormitorios que Joseph
había comprado al regresar a Honoria diez meses antes.
Jamás pensó que acabaría en el
umbral de su casa.
Llamó al timbre de nuevo. Podía oír
música en el interior. Música rock a todo volumen. No lo extrañaba que no oyese
el timbre. Llamó una vez más y, de pronto, la música se detuvo.
— ¡Ya va! —dijo Demi. Abrió la puerta y, tras una breve pausa,
ladeó la cabeza y se plantó una mano en la cintura—. ¡Vaya, Joseph Jonas! ¡Qué raro verte por aquí!
La última vez que Joseph había visto a Demi
esta cursaba el segundo año del instituto, mientras que él ya era alumno
preuniversitario. Aunque lo había reconocido de inmediato, Joseph sabía que había cambiado mucho desde
entonces. Ella, en cambio, apenas había cambiado, salvo el color del pelo. Los
años habían sido muy generosos con Demi.
Se tomó un momento para estudiarla.
El cabello le caía despeinado sobre la cara, sofocada y bruñida con gotas de
sudor. Llevaba una toalla alrededor del cuello, una camiseta turquesa,
pantalones cortos negros y unas zapatillas de deporte caras. Tenía varios
pendientes en ambas orejas, pero ninguna otra joya. Y no estaba maquillada.
Aquel estilo informal, en general,
nunca le había gustado. Pero, en el caso de Demi,
resultaba de lo más seductor. Siempre se había sentido atraído hacia ella, por
mucho que se hubiera esforzado en contenerse.
Lo cual, al parecer, tampoco había
cambiado.
La miró a la cara y se vio
reflejado en los ojos verdes de Demi.
— ¿Interrumpo algo?
—Ful contacto —Demi se secó la cara con un extremo de la toalla—.
¿Quieres practicar un poco?
—No, gracias —rehusó él con
educación.
—La última vez que nos vimos creo
que te pregunté si querías esconderte conmigo en el gimnasio para magrearnos un
poco —comentó Demi, sonriente—. Y estoy
segura de que aceptaste.
Joseph se
aclaró la garganta, reticente a dejarse arrastrar por sus indiscreciones
juveniles. Recordaba perfectamente la primera vez que la había besado en el
gimnasio. Como recordaba haberle dicho que aquello no podía volver a suceder.
Aunque había vuelto a ocurrir en un par de ocasiones.
—La razón por la que estoy aquí...
Demi
rió... tal como se había reído de él hacía casi quince años.
—Ya sé por qué estás aquí —dijo
ella—. Y no tiene nada que ver con nuestro pasado.
—No. Quería...
—Pasa, Joe.
Necesito beber —lo interrumpió Demi, echándose
a un lado de la entrada.
Nadie más lo había llamado Joe. No
se lo habría permitido a ninguna otra persona. Pero, de alguna manera, siempre
le había parecido natural que Demi lo
llamase así.
—No puedo quedarme mucho —dijo él,
mirando el reloj—. Mi madre está con los niños y...
—No tardaremos mucho.
Tenía dos opciones: seguirla a la
cocina o quedarse solo en el umbral. Miró de reojo hacia su coche y,
finalmente, entró en el búngalo y cerró la puerta.
No lo sorprendió que la decoración
de la casa de Demi fuera tan alegre y poco
convencional como ella. Un conjunto abigarrado de colores y tejidos se
mezclaban y competían con diversos objetos que Demi
había coleccionado. Detuvo la mirada en una Estatua de la Libertad de plástico de
unos quince centímetros, en una figurita de porcelana de Marilyn Monroe y luego
observó una de las muchas fotografías enmarcadas de la habitación, en la que Demi aparecía junto a un famoso humorista de la
televisión. Al lado, había una instantánea de Jamie
pegada a una actriz ganadora de un Osear.
Había más, pero no se detuvo a
mirarlos todos. Ni permitiría sentirse impresionado.
Después de todo, la carrera de Demi como actriz en Nueva York había durado menos
de diez años y, en esos momentos, estaba enseñando teatro en el instituto. Al
igual que él, Demi había terminado justo
donde había empezado.
Se preguntó si su regreso habría
sido más dichoso que el de él.
Sin molestarse en preguntarle si
quería algo, Demi sacó una botella de agua
fría, llenó dos vasos y le entregó uno a Joseph.
Ella se bebió la mitad del suyo de un solo trago; luego dejó el vaso en la
encimera.
—Antes de que sueltes el discurso
que tendrás meticulosamente preparado, quiero decirte que no hace falta. Estaba
cerca cuando tu hijo se cayó al agua esta tarde y me tiré a sacarlo. Cualquier
-otra persona habría hecho lo mismo.
—Pero no lo hizo ninguna otra
persona —replicó él—. Has salvado la vida de Sam, Demi
puedo encontrar la manera de expresarte mi gratitud.
—Dejémoslo en gracias y de nada,
¿te parece?
—No es suficiente —contestó Joseph—. No después de lo que has hecho.
—Simplemente, me alegro de haber
estado ahí —Demi se encogió de hombros.
—Yo también —dijo él, emocionado.
—Vamos al salón —Demi agarró su vaso.
De nuevo, tuvo que seguirla para no
quedarse solo. Dio un sorbo de agua y dejó el vaso sobre la encimera justo
antes de salir de la cocina.
—Demi...
Esta se quitó las zapatillas y se
hizo un ovillo sobre el sofá, invitándolo con un gesto de la mano a que tomara
asiento en una silla cercana.
—Tus hijos son adorables, Joseph.
—Gracias —contestó él sin saber qué
más decir. Ya le había dado las gracias, en la medida en que Demi le había dejado, que era todo cuanto había
pretendido hacer.
—¿Qué edad tienen?
—Sam cumplió cinco años el mes
pasado. Abbie tiene catorce meses.
—He oído que tu mujer murió el año
pasado. Lo siento.
No tenía intención de hablar de su
difunta esposa, de modo que se limitó a asentir con la cabeza en respuesta a la
sincera simpatía que había apreciado en la voz de Demi.
— ¿Eres buen padre? —le preguntó
esta seriamente, como si esperara que él pudiese contestar sí o no sin vacilar.
—Lo hago lo mejor que puedo. —Tu niñera...
—La he despedido esta noche.
—¿La has despedido? —Demi parpadeó.
—Ha dejado que mi hijo casi se
ahogue. Dice que no lo vio caerse al agua. La había avisado de que no sabe
nadar.
—Estaba jugando con Abbie. Parecía
encariñada con ella.
—Sí, con Abbie era buena —concedió
Trevor—. Pero no conectaba con Sam. Como no lograba comunicarse con él, tendía
a no prestarle atención. Tengo dos hijos. Necesito que alguien cuide de ambos
mientras trabajo.
Demi lo
miró a la cara.
—Siempre fuiste un poco intolerante
con los fallos de los demás.
—Tratándose de la seguridad de mis
hijos, siempre exigiré la perfección respondió él con sequedad, curiosamente
dolido por la crítica de Demi.
—Por supuesto.
Joseph no
supo cómo interpretar la expresión que acompañó a aquellas palabras.
—Y mañana me aseguraré de que ese
socorrista incompetente pierda su trabajo también.
—Ojala no lo hagas. Es joven.
Estaba totalmente impactado por lo que ha pasado esta tarde. Estoy seguro de
que estará mucho más atento a partir de ahora.
—No en la piscina donde nadan mis
hijos.
—Qué raro —dijo Demi con suavidad—, recuerdo que eras estirado y
arrogante; pero nunca te consideré un idiota.
—Jamie,
mi hijo casi se ahoga por su culpa!
—Cometió un error. Muy grande, lo
reconozco; pero creo que se merece una segunda oportunidad. ¿Pretendes que me
crea que tú nunca te has equivocado, Joseph Jonas?
—No —contestó este con acritud—. No
pretendo que lo creas.
—Dale al chico otra oportunidad.
Regáñalo si quieres, pero no hagas que lo despidan.
Incluso de jóvenes, incluso a
sabiendas de que Demi solo le ocasionaría
problemas, esta siempre había sido capaz de manejarlo.
—Está bien —Joseph suspiró—. No pediré que lo echen. Pero espero que tengas
razón y haga mejor su trabajo en adelante.
—Lo hará le aseguró Demi.
—Te tomo la palabra Joseph la miró cambiar de postura. Así, con las
piernas dobladas, los pantalones ofrecían una intrigante vista de sus muslos.
Irritado por la reacción de su cuerpo ante aquella panorámica, optó por mirarla
a la cara. Oí que habías vuelto. La verdad es que me sorprendió.
Vine en marzo concretó ella. Mi
tía, que sigue enseñando en el colegio, me informó de que en el instituto
estaban buscando un profesor de teatro para lo que quedaba del segundo
semestre. La profesora anterior no tenía pensado marcharse hasta dentro de un
par de años, pero cuando le diagnosticaron un cáncer a su marido, dejó el
puesto para cuidar de él. Necesitaban a alguien urgentemente y yo estaba
disponible.
—¿Y piensas quedarte ahora que ha
terminado el curso, o vas a volver a Broadway?
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