Joe Jonas miró por encima de
su hombro y vio cómo la lluvia azotaba el ventanal del restaurante Beachway
mientras Selena Dudley le llenaba la taza de café.
—Gracias —murmuró con tono
ausente y se giró hacia la barra al escuchar la voz de Selena—. ¿Disculpa?
Sostenía la jarra de café
hirviendo en una mano y miraba por la ventana hacia la calle. Era una mujer
delgada, atractiva, pelirroja, de pelo rizado y con los ojos verdes más
deslumbrantes que Joe había visto en toda su vida.
—Estaba hablando del tiempo
—señaló.
—Sí —admitió con tristeza—.
Es una auténtica noche de perros.
—Ha sido un invierno muy
extraño —reflexionó Selena—. No ha nevado, tan solo ha llovido. Y ahora esta
tormenta. Pero ¿qué otra cosa se podía esperar en el trescientos cincuenta
aniversario de la fundación de este lugar?
Joe se encogió de hombros.
No era supersticioso y nunca había concedido mucho crédito a las historias
sobrenaturales que habían pasado de una generación a otra en Moriah's Landing.
A pesar de todo se alegraba por haber rechazado el puesto de guarda de
seguridad en la fiesta que esa noche celebraban en la mansión Pierce. No tenía
miedo de los fantasmas, pero hubiera odiado tener que recorrer el perímetro de
la finca para expulsar a intrusos, mirones o enfrentarse a algunos de los
gorilas del pueblo que habrían intentado aguar la fiesta al no haber sido
invitados.
Y él sabría reconocerlos
perfectamente porque había sido como ellos en el pasado. Había sido miembro
fundador de la pandilla de inadaptados que solían deambular por los muelles,
cubiertos de tatuajes, provistos de cadenas y siempre en busca de alguna
bronca. Había incluso llegado a lucir una de aquellas insignias, símbolo de
rebeldía, con un inoportuno orgullo que casi le había costado su futuro. Pero
ahora llevaba otra clase de insignia. Y nadie estaba más sorprendido del rumbo
que había tomado su vida que el propio Joe.
Pensó con cierta ironía que
era curioso cómo una noche a la intemperie podía cambiar la perspectiva de un
hombre. Había aprendido mucho durante sus años en Boston, algunos de los cuales
lo habían cambiado para siempre y otros de los que prefería no acordarse. Trató
de pensar que lo único importante era el presente.
—Antes solíamos llamar a
esta clase de tormenta una «crea viudas» —dijo Shamus McManus mientras se
giraba hacia la ventana.
Shamus era un marinero de
temporada que una vez había coincidido en el mismo barco con el padre de Joe.
Hacía años que Joe conocía al viejo McManus. Además de ellos dos, el único
cliente del restaurante era Marley Glasgow. Vestido con un impermeable
amarillo, estaba sentado al final de la barra, encorvado sobre su taza de café.
Parecía totalmente absorto en sus propios pensamientos. Glasgow debía de rondar
los cuarenta, pero parecía mucho mayor. Era un tipo grande y fuerte, de
carácter bastante agrio y sin otros ingresos conocidos que los esporádicos
trabajos que conseguía en el embarcadero.
—Perdimos a muchos hombres
buenos en el mar en noches como esta —estaba diciendo Shamus, e hizo una
pausa—. Una noche así podría sacar de su tumba a McFarland Leary.
— ¡Vamos, Shamus! —Y Joe
soltó una carcajada—. No me digas que crees en ese viejo cuento de fantasmas.
—Tengo sesenta y cinco años,
muchacho —indicó con absoluta seriedad—. Cuando un hombre ha vivido tanto como
yo, ve cosas.
— ¿Has visto al espectro de
Leary? —preguntó Joe desafiante.
—Es posible —señaló con
indiferencia—. Dicen que se levanta cada cinco años. Y ya ha pasado ese tiempo
desde la última vez.
Levantó la vista hacia el
exterior como si esperase que el fantasma de Leary se asomara a la ventana. Por
primera vez durante toda la noche, Glasgow levantó los ojos de su café. Su
mirada era tan intensa que joe se preguntó si aquel tipo no habría perdido el
juicio.
—Leary cayó presa del
demonio y esa ha sido la perdición de los hombres desde el principio de los
tiempos —dijo.
— ¿Y qué clase de demonio?
—preguntó Joe con escepticismo.
—Fue seducido por una mujer.
—Confío en que no estarás
insinuando que todas las mujeres son diabólicas —apuntó Selena desde detrás de
la barra con cierto resentimiento. Al ver que Glasgow no rectificaba,
continuó—. Si las mujeres somos tan malas, ¿por qué son los hombres
responsables de las mayores atrocidades de este mundo? ¿Por qué la mayoría de
los asesinos en serie son casi siempre hombres? ¿Puedes explicármelo?
—La mayor parte de los
hombres matan por culpa de una mujer —dijo Glasgow.
— ¡Eso es ridículo! —exclamó
Selena, que miró a Joe para buscar su apoyo.
—Leary era sospechoso de ser
un brujo y se lo colgó —apuntó Shamus—. Regresa cada cinco años porque tiene un
trabajo pendiente en este pueblo.
—Sí —murmuró
Glasgow—.Venganza.
—No es venganza —explicó
Shamus con el ceño fruncido—. Está buscando al hijo de su impía unión con una
bruja. Y a los descendientes de su hijo.
—Creo que me he perdido,
Shamus —Joe sacudió la cabeza—. ¿El espíritu de Leary acecha nuestro pueblo
cada cinco años porque está buscando a sus «ta-ta-ta-ta-taranietos»?
—Así es, y no es el único
que busca su estirpe —dijo Shamus—. ¿Nunca te has parado a pensar por qué
tantos científicos se instalan en Moriah's Landing?
—No, la verdad es que no
—admitió, divertido por los chismes del viejo, y movió el taburete para
sentarse de cara a Shamus—. ¿Sugieres que tiene algo que ver con los
descendientes de McFarland Leary?
—Y de la bruja —recordó.
—Ten cuidado, viejo
—advirtió Glasgow—. Si sigues metiendo las narices donde nadie te llama puede
que te lleves un disgusto.
— ¿Eso es una amenaza,
Marley Glasgow?
Shamus se cuadró, preparado
para recoger el guante lanzado por Glasgow. Pero este era al menos veinte años
más joven y mucho más pesado, por lo que Joe decidió intervenir antes de que
las cosas se le escaparan de las manos.
—La tormenta está empeorando
—comentó—. Quizá deberíamos retirarnos.
—Creo que tienes razón, Joe
—Selena le dirigió una sonrisa agradecida—. Estaba pensando en pedir permiso al
jefe para cerrar antes esta noche.
—¿Vas a echarnos a la calle
en una noche como esta? —Glasgow la miró ceñudo.
—Solo falta una hora para el
cierre —apuntó Selena—. A las diez tendrías que marcharte de todas formas.
— ¿Y si me niego?
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