sábado, 17 de noviembre de 2012

Caperucita Y El Lobo Capitulo 23





—Dobla la cantidad de huevos y tocino, Greta. El Sr. Jonas tiene un invitado. Mejor dicho, una invitada.
Demi se sentó derecha de golpe, esperando toparse con Annette conversando al pie de la cama. No había nadie ahí.
—Nooo. ¿Toda la noche? —La otra mujer habló con un ceñido acento español.
—¡! —Aplaudió emocionadamente—. Creo que es ella —Annette dijo.
—Oh, Dios mío. Ha pasado tanto tiempo. —La mujer puso tres porciones de tocino
junto con las demás, cada una chisporroteaba al contacto con la sartén—. Es un milagro que no botara la casa al tomarla.
¡Ah! Grosero, sonrío Demi, volteando a ver al durmiente Sr. Jonas a su lado.
—Pero cierto.
Esperen. ¿Cómo es que las escuchaba desde la cocina?
—Intercomunicador —se dijo a si misma. En una casa tan grande, probablemente eran tan necesarios como las puertas.

—Greta —Annette advirtió—. Las relaciones sexuales del Sr. Jonas, o la falta de ellas, no son asunto nuestro. —Una momentánea pausa y después risitas.
—Conque insultando al jefe, ¿eh? —Demi pensó—. No es sorpresa que dejara encendida esa cosa. —Ella miró a su alrededor, tratando de localizar la caja, o tal
vez un altavoz en la pared. Como sea. Ella salió de la cama, moviendo cuidadosamente el brazo de Demi de alrededor de su vientre. Tan flácido como una muñeca de trapo, el hombre estaba muerto al mundo.

Ella se quito con la mano un mechón de cabello que le caía sobre el ojo. Él volteó la cabeza y rozó su rostro contra la almohada que ella había usado, él arreglo, y metió la mano debajo de ella, luego se quedo quieto. Sexi y adorable.
—Whoof —dijo ella, sonriendo.
Demi se fue de puntillas hasta el baño y encontró su ropa destrozada y llena de sangre justo donde las habían dejado la noche anterior, la camisa y el pantalón eran basura, pero ella aún podía salvar las bragas y el brasier.
—¿Ya extrañas a Lynn y a los demás? —preguntó la cocinera.
—No…er…No lo creo —dijo Annette.

Demi volvió a la habitación. Ella necesitaba algo de ropa si quería bajar por un poco de esa comida. El olor del tocino estaba haciendo agua su boca. Su estomago gruñó. Ella puso una mano sobre su estomago y se dirigió al armario.
—Camisas de vestir. Vaya sorpresa. —Todas mangas largas, todas de lino, algunas con el cuello doblado, otras con cortos cuellos tipo mandarín, pero ninguna repetida.
—Decisiones. Decisiones.
Ella tomó una simple camisa blanca, de pliegues, con una estilizada apariencia de arrugas y metió los brazos en las mangas.
—Fantástica.

Ella haló el cuello hasta su nariz e inhaló. Olía como a detergente floral, pero debajo de eso, impregnado en la tela, se encontraba el más dulce y terrenal olor de Joseph. Era extraño que una lavada no hubiese quitado su olor completamente.

Ella le sugeriría un mejor detergente. Tal vez, si ella planeaba usar más de sus camisas.
Una olfateada profunda final y ella vago alrededor de la habitación buscando el intercomunicador en lo que se abotonaba. La camisa le quedaba grande, llenándole hasta la mitad del muslo, y las mangas eran una pulgada mas largas que sus manos.

—Hecha a la medida. —La voz suave de Joseph  la hizo saltar. Ella se dio la vuelta para encontrarlo boca arriba, apoyándose sobre los codos, y mirándola. Aún tenía en su rostro la misma mirada de anoche  me-gustaría-algo-de-eso, con una sexi sonrisa de lado para completarla.
Sus mejillas se calentaron. Ella rio.
—¿Te gusta? Pensé que repondría la camiseta que rompiste anoche.
—Tu camiseta ya estaba rota.
—Cubría las partes importantes.
—Y ensangrentadas.
—Pero aún usable.
—Dijiste que podía despedazarla. De hecho, lo disfrutaste.
—Bien. ¿Quieres que me quite esto?
Él se sentó derecho, con los ojos grandes.
—Sí.
Ella se rió ante su impaciencia.
—Después. Huelo comida. ¿No tienes hambre?
—Siempre. —Él le guiñó el ojo.
Demi volvió a sonrojarse. El hombre podía derretir icebergs con esos ojos y esa voz.
—Bueno, yo también. Aunque creo que tu intercomunicador está roto, puedo oír a alguien en la cocina pero no creo que ellas puedan oírme. ¿Dónde está el altoparlante?
—No hay. —Joseph alzó la mano hacia el teléfono a la par de la cama y lo sostuvo
para que ella pudiera ver—. Hablamos por teléfono.
Demi parpadeó viendo el auricular en su mano.
—Pero escuche a Annette y a Greta.
—Mis cocineras. Lo que sea. Nunca las he conocido, pero sé sus nombres. ¿Por qué? ¿Por qué las escuche hablar? ¿Cómo pude hacer eso si no hay intercomunicador? Puedo oler el tocino como si estuviera en la habitación… y los huevos y las tostadas. En este momento, ella está exprimiendo naranjas. —Había una explicación razonable.

Tenía que haberla. Pero algo respecto a decirlo en voz alta hizo que su corazón se acelerara, sus palabras fueran mas rápido, y finalmente comprendiera.
—De acuerdo. Vamos a hablar. —Joseph puso en su lugar el teléfono y le ofreció su mano—. Ven aquí. Quiero explicarte.

—¿Podríamos olvidarnos de eso por ahora? Ya lo sé. Por eso es que vine. —Demi alejó su mano ondeando la de ella desde el final de la cama. ¿Acaso pensaba que estaba bromeando? Ella estaba oyendo a través de las paredes, y los pisos.
Ahora no era el momento para discutir un robo que él había cometido hace veintiún años.
Joseph  dejó caer su mano. Y parpadeó.
—¿Lo sabes?
Ugh. ¡Acaso pensaba él que la Abue no le diría sobre el relicario? ¿Sobre que él estuvo en el accidente? ¿Que más pudo haber puesto ese brillo de culpa en sus ojos, y el suave remordimiento en su voz?

—Puede que seas amigo de la Abue, pero yo soy su sangre —dijo ella—. Sé sobre el medallón. ¿De acuerdo? No estoy molesta. Tampoco estoy contenta con que lo hayas robado, o con que hayas esperado veintiún años para regresarlo. Pero no estoy molesta. Bueno, tal vez un poco. Pero eso no es lo que me hizo venir anoche.
—¿Entonces qué? —Joseph se sentó con una rodilla doblada sobre la cama y la otra colgando en el borde, con las cobijas sobre su cintura.
—¿Qué? ¿Qué me hizo venir acá? Yo… tenía unas preguntas. Sobre el accidente.
Sobre esa noche.

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