viernes, 2 de noviembre de 2012

Durmiendo con Su Rival Capitulo 18




Joe sacó las llaves y hurgó en la cerradura. Consiguió hacer contacto, y la puerta se abrió.
Entraron juntos en el vestíbulo, entrelazados el uno en el otro. Él cerró la puerta con la pierna.
Y entonces los asaltó un momento de lucidez. La interpretación había terminado. Nadie podía verlos en aquel momento.
Joe dio un paso atrás y se pasó la mano por el cabello. Demi trató de concentrarse en su casa, pero sólo distinguió un conjunto de antigüedades y un laberinto de color.
-Dime que deseas lo mismo que yo, Demi -susu­rró Joe mirándola con tal intensidad que ella se quedó sin respiración-. Dime que no soy yo solo.
Demi sintió un escalofrío.
-Dímelo -suplicó él con la voz entrecortada por el deseo.
-No eres tú solo, Joe. Yo deseo lo que tú de­seas.
Lo deseaba desesperadamente. Lo deseaba tanto que le dolía.
-Y ahora, dime que después no importará lo que haya ocurrido -continuó él acercándose más-. Que no lo utilizarás en mí contra.

-Te lo prometo -respondió Demi, deseando de corazón no implicarse emocionalmente, no sentir después la necesidad de seguir con él.
Joe acortó la escasa distancia que los separaba y ella cayó en sus brazos. El la abrazó en silencio durante un instante, luego se miraron a los ojos y perdieron el control.
Joe le desabrochó de un plumazo la blusa, arrancándole de cuajo los botones. Ella le sacó la camisa y le bajó la cremallera. Él le desabrochó el sujetador, ella le bajó los pantalones.
Luego, ambos se quitaron los zapatos y estuvie­ron a punto de caerse por la premura con que lo hicieron. Y en medio de todo aquello, se las arre­glaron para seguir besándose con las bocas enlaza­das, las lenguas bailando, los pulmones implo­rando un soplo de aire.
Cuando Demi estuvo desnuda, Joe inclinó la cabeza y le saboreó los pezones, llevándose pri­mero uno y luego otro a la boca, succionándolos, llenándola de placer con su calor.
Y luego se deslizó hacia abajo. Y más abajo todavía.

Finalmente, Joe se puso de rodillas y la miró. Demi le devolvió la mirada, cautivada por su belleza, por el brillo dorado que desprendían sus ojos.
Ella le acarició la mejilla, sintiendo aquel inicio de barba que le confería sombras a su rostro, otorgándole un aire misterioso a cada una de sus oscu­ras facciones.
Demi recorrió con un dedo la línea masculina de sus labios. Pero cuando él le mordisqueó el dedo, sintió una repentina sensación de peligro.
Se suponía que aquel no era un romance verda­dero. Se suponía que aquello no tenía que ocurrir.
-Demasiado tarde -musitó Joe, como si le hu­biera leído el pensamiento.
-Lo sé -respondió ella hundiéndole las manos en el cabello.
Tenía ganas de él. Lo necesitaba con urgencia.
Él introdujo la lengua entre sus piernas y Demi se excitó. Y se humedeció. Y se sintió en la gloria.
Joe la tenía sujeta por las caderas, inmovili­zada. Pero ella luchó contra la inmovilidad y se re­volvió en busca de la boca de su amante.

La boca de su amante. El solo hecho de pensar en aquellas palabras la hacía estremecerse.
Los besos de Joe eran salvajes y apasionados. Él seguía saboreándola, y Demi supo que estaba tan excitado como ella.
El deseo que Joe tenía de que ella llegara al climax era casi tan poderoso como la sensación que él le provocaba. Era un estremecimiento sen­sual que le recorría la espina dorsal, llenándole el estómago de mariposas que aleteaban.
Joe... -susurró Demi.
Él intensificó la presión de sus besos, aumen­tando la intensidad de la temperatura, de la exci­tación, del poderío sexual que estaba desplegando sobre ella.
Demi pensó que aquel hombre sería su perdición. Que le robaría la voluntad, haciéndola de­sear más y más de él.

Emitió una plegaria silenciosa, pidiéndole al cielo que le mantuviera la cordura. Pero un segundo más tarde sintió la fuerza de un orgasmo atravesándola, y arrancándole el último atisbo de control.
Cuando terminó, Demi estaba derretida en una piscina de seda.
Joe se puso de pie. Lo único que deseaba era a Demi, la mujer que le confundía las emociones, le hacía perder los nervios y lo obligaba a sentirse como un depredador.
-Puede que esto vaya rápido -dijo Joe-. Tal vez no pueda contenerme.
Pero no dejes de tocarme -respondió Demi in­clinándose hacia él-. Por favor, no te pares.
-No lo haré.

«No pararé nunca», pensó, dándose cuenta de la locura de aquella idea. Cuando hicieran pú­blico el final de su romance, la dejaría marchar.
Joe deslizó las manos por su cintura hacia sus caderas, atrayéndola hacia sí. Era extraordinaria­mente bella, esbelta y sin embargo llena de curvas. El ángel que él le había regalado le colgaba entre los pechos, y los diamantes brillaban sobre su piel dorada. Los pezones, rosados y erectos por sus ca­ricias, parecían dos perlas.
Joe la besó, y sus lenguas se encontraron. Demi soltó un suspiro de rendición. Parecía agotada, su­mergida en el remanso posterior a un orgasmo de los que hacían época.
Joe sonrió, complacido por haber sido él el causante de aquella sensación.
-¿Lo que veo reflejado en tu cara es orgullo masculino? -preguntó Demi.
-No lo dudes.

Joe la llevó hacia una mesa que había en el vestíbulo. Tumbarse sobre ella en el duro suelo de madera estaba fuera de toda cuestión, pero no creía que pudiera aguantarse hasta el dormito­rio. Ni siquiera hasta el salón, donde al menos una alfombra les proporcionaría algo de comodi­dad.
La colocó sobre la mesa y le abrió las piernas. Aquella pieza antigua y pulida tenía encima un ja­rrón de flores que la doncella de Joe cambiaba cada semana, y su fragancia le entró por las fosas nasales como si fuera un afrodisíaco.
Joe sintió en el pecho una punzada de culpa­bilidad. A las mujeres les gustaban las camas sua­ves y mullidas. Les gustaba el romanticismo: velas, bombones y ramos de rosas. Desde luego, los ja­rrones de flores decorativos no contaban.

Demi se mordió el labio inferior y lo miró. Joe entró en ella y ella se enroscó a su alrededor, cá­lida y húmeda. Él gimió y luego se quedó parali­zado, maldiciendo su premura. Al instante si­guiente la embistió con tanta fuerza que la hizo gritar, pero Joe sintió que ella no quería que ba­jara el ritmo. Demi apretó las piernas a su alrede­dor y lo abrazó con ellas como si le fuera la vida. Inclinó la cabeza hacia atrás, y, con su cabello en­tre las manos, Joe evocó la imagen de Eva ten­tando a Adán con una manzana, la imagen de una mujer que ponía a un hombre de rodillas.

«Pero yo ya me he puesto de rodillas», pensó Joe. Ya le había dado placer a ella. Ahora era el momento de tomar lo que Demi estaba dispuesta a ofrecerle.
El peligro. La tentación. Sexo caliente y tó­rrido.
Ella lo acarició mientras Joe se movía, mien­tras hundía su cuerpo ardiente en el suyo. Le aca­rició los hombros y le pasó las manos por el torso. Las yemas de sus dedos danzaron sobre los múscu­los de su estómago.

No dejaban de mirarse a los ojos, y Joe luchó contra el deseo que sentía de vaciarse dentro de ella. Quería unos minutos más, unos segundos más antes de llegar al éxtasis.
La mesa se movía bajo la presión de su acto amoroso. El jarrón de flores se tambaleaba. Joe se deslizaba de sensación en sensación, ciego a todo. A todo excepto a su deseo.
Demi le clavó las uñas en la espalda, y él recibió con alegría aquella muestra de pasión. De alguna manera, sabía que ella nunca le había hecho eso a ningún hombre. Demi nunca se había sentido así de liberada, así de salvaje.

Joe empujó con más fuerza, más profunda­mente, hasta que su cuerpo se puso rígido y se convulsionó entre los brazos de Demi. Ella hundió la cara en su cuello y emitió un sonido sensual, pero él estaba demasiado abstraído como para sa­ber si Demi había alcanzado el éxtasis con él.
Joe sólo era consciente de su deseo desparra­mado sobre ella, tan cálido y fluido como el cli­max que le recorría las venas.

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