Durante generaciones, el escándalo
había perseguido a los Jonas como un
espíritu vengador. A veces, Joseph Jonas
tenía la sensación de que el único sentido de la existencia de su familia era
proporcionar material para las murmuraciones de Honoria, Georgia. Aunque, hasta
la fecha, se había considerado inmune a la maldición.
Alumno sobresaliente en el
instituto, estrella local del equipo de baloncesto, ganador de una beca
universitaria y licenciado con honores, se había trasladado de la Facultad de Derecho a
Washington, donde no había tardado en darse a conocer como un, joven y pujante
hombre de Estado. Tenía dos bellos hijos frutos de un matrimonio con una mujer
distinguida de una vieja familia de Virginia y, en general, siempre se había
considerado feliz y realizado.
Joseph había
logrado esquivar el legado de su familia durante treinta y un años. Pero
acababa de descubrir, muy a su pesar, que ningún Jonas
podía rehuir indefinidamente el escándalo. Por fin estaba aprendiendo a
no hacer caso de los cotilleos, aunque nunca se había resignado a aceptarlos.
Por el rabillo del ojo, vio que
Martha Godwin y Nellie Hankins lo estaban mirando mientras él empujaba un
carrito de la compra por el pasillo central. Sus bocas se movían rápidamente y Joseph no tenía la menor duda de que era él el
tema de conversación... aunque, a diferencia de los chismosos de Washington,
ellas no conocían los desagradables detalles de la muerte de su esposa un año
atrás.
—Vamos, Sam —dijo Joseph—. No te retrases.
Su hijo de cinco años se había
detenido a examinar una caja particularmente atractiva:
— ¿La compramos, papá?
—No creo que sea buena idea, hijo —
respondió Joseph, rechazando la caja de
cereales de chocolate—. Y ahora, venga, que Abbie tiene hambre.
—Yo también —Sam abandonó los
cereales y corrió tras su padre y su hermana—. Quiero un Diver menú. Esta
semana regalan coches de carrera.
Joseph
miró el carrito, repleto de alimentos nutritivos, y suspiró ante la petición
diaria de su hijo: una hamburguesa seca con patatas grasientas, acompañadas por
un juguete barato. Trataba de no ceder al capricho de su hijo más de dos veces
al mes.
—Esta noche no, Sam.
Desde su sitio en el carrito de la
compra, Abbie balbuceó algo incomprensible. Joseph
sonrió distraídamente hacia su hija, de catorce meses, y rebasó a las mujeres
cotillas, con la esperanza de que se conformaran con hablar de él, pero no con
él. Tal vez, si fingía no verlas...
—Joseph,
cariño.
Habría soltado una palabrota si su
hijo no hubiera estado delante. Resignado a iniciar una conversación, se dio
media vuelta.
—Buenas tardes, señora Godwin —la
saludó Joseph sin sonreír.
Nellie Hankins se había esfumado.
Ningún miembro de los Hankins se dejaría ver cerca de un McBride... de resultas
de otro viejo escándalo.
Martha Godwin, bendecida con tanto
tacto como un tornado, se interpuso entre Joseph
y la cajera del supermercado.
— ¿Cómo te ha ido? Hace mucho que
no se te ve por aquí.
—He estado ocupado, señora Godwin.
Su rostro adoptó una expresión que Joseph detestaba, pero que había tenido que
soportar a menudo a lo largo del último ' año: compasión.
—Pobrecillo. Debe de ser muy
difícil para ti tratar de educar a estas dos criaturas tan adorables tú solo.
Sam apretó la cara contra la pierna
de su padre. Odiaba ser el centro de atención de desconocidos. Abbie balbuceó y
agitó un puño con energía.
— ¡Hola, preciosa! —dijo la señora
Godwin con voz de bobalicona.
Abbie soltó un eructo que resumía
el sentir de Joseph.
—Perdone, los chicos tienen hambre.
Adiós.
Empujó el carro de manera que la
obligó a echarse a un lado.
—Espero que hayas puesto en su
sitio a esa vieja arpía —comentó la cajera del supermercado con una
satisfacción que denotaba la frecuencia con que era víctima de las
murmuraciones de Martha.
Sin molestarse siquiera en
contestar, Joseph esperó con impaciencia a
escapar del supermercado y regresar a la maravillosa privacidad de su hogar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario