viernes, 2 de noviembre de 2012

Durmiendo Con su Riva Capitulo 20



-Todavía no hemos acabado el uno con el otro, Joe.
Demi le deslizó la mano por el torso y luego apretó el pulgar contra su ombligo. La respiración de Joe se hizo más agitada mientras se le tensa­ban todos los músculos abdominales. Ella lo miró a los ojos y vio en ellos reflejos dorados mientras jugueteaba con sus calzoncillos, introduciendo los dedos en la goma elástica.
-Estoy muy excitado -reconoció Joe con voz ronca.
-Lo sé. Yo también -respondió Demi ayudán­dole a sacarse los calzoncillos.
-Demi... -susurró él rodando sobre la cama mien­tras ella se quitaba a toda prisa la ropa interior.
Joe utilizó los dientes, la lengua, toda la boca para excitarla. Le dejó marcas por todo el cuerpo, succionándole el cuello y mordiéndole los hom­bros. Demi podía sentir los círculos de calor, los anillos de fuego.

No eran capaces de hacer el amor sin volverse locos, y ella se dejó llevar por aquella locura. Demi entró en él, esta vez colocada encima, y lo cabalgó.
Joe se agarró al cabecero mientras ella lo mon­taba, moviéndose arriba y abajo, embistiéndolo, fundiéndolo.
Se miraron a los ojos, y sus miradas se queda­ron enganchadas mientras sus caderas hacían lo mismo. Entonces, Joe soltó el cabecero para abrazarla, para que ambos alcanzaran el climax en los brazos uno del otro.
Y cuando eso ocurrió, Demi se dejó llevar, sa­biendo que ella también era adicta a Joe.
Más tarde, aquella misma noche, Joe llevó a Demi a casa. No se había atrevido a pedirle que se quedara, que durmiera a su lado. Aquello le pare­cía demasiado tierno, demasiado amoroso. Dema­siado comprometido.
Pero ahora que estaba aparcado frente a la casa de piedra, no quería dejarla marchar. Y eso le daba muchísimo miedo.

-Vamos, te acompañaré a la puerta —dijo apa­gando el motor del coche.
-Gracias. ¿Quieres entrar a tomar algo?
Joe dudó unos instantes, sin saber muy bien qué decir. ¿Qué ocurriría si acababa quedándose a dormir con ella? Entonces, quedaría atrapado por la intimidad que había estado tratando de evitar.
«Dile que no», le advirtió una voz interior.
-De acuerdo -se escuchó decir a sí mismo.
Una copa no le haría ningún daño. Se la toma­ría rápido.
Ambos se acercaron a la puerta de la casa de piedra y Demi abrió con sus llaves.
-Gracias a Dios, los reporteros se han mar­chado.
-Sí. Ya hemos tenido suficiente por un día.

Joe estaba deseando abrazarla, y, para evitarlo, se metió las manos en los bolsillos del abrigo.
Entraron en la casa y subieron las escaleras. Todo el edificio estaba en silencio, por lo que Joe dio por hecho que las hermanas de Demi ya se ha­bían acostado.
Su apartamento estaba oscuro, y cuando ella encendió una luz, Joe se quedó inmóvil como una estatua.
De pronto, deseaba dormir en su cama, desper­tarse a su lado por la mañana, hacer el amor al alba y tomarse un café con cruasanes antes de vol­ver a hacerlo en la ducha.
Joe casi podía sentir el calor del agua, el vaho, el...
-¿Cerveza?
-Lo siento, ¿cómo dices?
-Que si quieres una cerveza.
-¿Tienes algo más fuerte?
-Mira tú mismo en el mueble bar -respondió  Demi quitándose la chaqueta antes de colocarla en el respaldo de una silla.
-Me tomaré un tequila -dijo Joe tras echar un vistazo a las bebidas.
Quería tomarse algo de un plumazo, algo que apartara su mente de una cama caliente. Y de una mujer aún más caliente.
Yo iré a la cocina a servirme un vaso de leche y algo de comer -dijo Demi-. Mi úlcera me lo pide. ¿Tú tienes hambre?
-Yo no, gracias -respondió él-. Pero sí me to­maré otra copa.
Joe se sirvió otro tequila, preguntándose por qué lo hacía. ¿Acaso estaba esperando a que lo in­vitaran a quedarse a pasar la noche?

Sí. Aquello era exactamente lo que esperaba. Joe trató de sacudirse su sentimiento de culpa. No era ningún delito. Después de todo, eran amantes. Y Demi se había mostrado conforme con seguir adelante con la relación al menos hasta la fiesta, en la que todo terminaría. 
Mientras la esperaba, le echó un vistazo a su co­lección de películas de vídeo. A Demi le gustaban los clásicos de Hollywood, en los que aparecían da­mas y gángsteres. Joe le alababa el gusto, pero cuando se encontró inesperadamente con una cinta de serie B del oeste, rodada a finales de los sesenta, se le formó un nudo en la garganta.
No quería pasar por aquello. Al menos no esa noche.
Invadido por un dolor repentino, Joe terminó su bebida y contempló fijamente la carátula de la película. Conocía a fondo aquel film. Antes se sen­tía muy orgulloso de él, pero desde hacía algún tiempo le provocaba dolor.

Demi regresó al salón con un sandwich a medio morder, un vaso de leche y una servilleta en una bandeja que dejó sobre la mesa.
-No sabía que tuvieras una de las películas de mi madre -comentó él tratando de aparentar nor­malidad.
-Iba a contártelo. La compré hace tiempo, nada más conocerte -reconoció Demi agarrando su sandwich-. Sentía curiosidad por ella.
-¿Por qué? -preguntó él girando la película, fingiendo todavía indiferencia.
-Porque es tu madre, y quería ver si os parecíais -respondió Demi sentándose en el sofá-. Te pare­ces muchísimo a ella, Joe. No sólo físicamente, sino también en los gestos. Y en la sonrisa. Tenía mucho encanto. Siento que la perdieras, Joe.
-Yo era sólo un bebé —respondió él, apretando con fuerza los dientes para tratar de contener su emoción.
-Es muy triste -comentó Demi dándole un sorbo a su vaso de leche-. Para tu padre tuvo que ser muy duro perder a su mujer nada más nacer su hijo.

Durante un instante, Joe sintió la tentación de contarle la verdad a Demi. Quería confiar en ella, revelarle toda la historia, tan dolorosa. Pero el tor­mento que sufría su corazón le impedía admitir lo que su madre había hecho.
-La muerte nunca es fácil -respondió des­viando la mirada-. Pero mi padre encontró a otra persona y volvió a casarse.
-Te he puesto triste, ¿verdad? -preguntó Demi captando por fin el dolor que desvelaban los ges­tos de Joe.
-No pasa nada -contestó él, que lo último que deseaba era su compasión-. ¿Qué me dices de ti? ¿Tienes mejor el estómago?
Demi asintió con la cabeza y le dedicó una son­risa cargada de dulzura. Joe resistió la tentación de tomarla en brazos y llevarla a la cama para aco­modarse dentro de ella. No le parecía bien acos­tarse con Demi sólo para calmar su dolor.

-Será mejor que me vaya -dijo entonces.
-Si te quieres quedar aquí, eres bienvenido —contestó ella.
-Creo que no es una buena idea. Se está ha­ciendo tarde, y mañana tenemos que madrugar los dos.
-¿Estás seguro, Joe? -insistió Demi mientras lo acompañaba a la puerta.
-Si, lo estoy.
Joe la besó fugazmente en la frente y se mar­chó a su casa con el corazón lleno de congoja.

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