Papá no estaba mejor al siguiente día.
O el día después de ese.
Regresó al trabajo al final de la semana, pero
estaba segura de que no era la única que notó que llevó las resacas con él.
Parecía que siempre había cerveza o whiskey alrededor de la casa ahora. Siempre
estaba desmayado en el sofá o encerrado en su habitación. Y nunca me lo
mencionó. Como si no lo notara. ¿Se suponía que debía ignorarlo? ¿Pretender que
no era un problema?
Quería decir algo. Quería decirle que se detuviera.
Que estaba cometiendo un error enorme. Pero ¿cómo? ¿Cómo una chica de
diecisiete años convence a su padre de que ella sabe lo que es mejor? Si
trataba de detenerlo, quizás se pondría a la defensiva. Quizás pensaría que lo
he abandonado también. Quizás se molestaría conmigo.
Desde que papá había dejado de tomar antes de que yo
naciera, realmente no sabía mucho acerca del proceso completo de sobriedad.
Supe que tuvo un padrino una vez. Un tipo alto, calvo de Oak Hill al que mamá
siempre le enviaba tarjetas de navidad cuando era una niña. Papá ya no habla
más de él, y yo estaba segura de que, aún si lo intentara, no sería capaz de
encontrar su número. Si lo hiciera, ¿qué diría? ¿Cómo funcionaba todo eso del padrino?
Me sentía impotente e inútil, y más que todo,
avergonzada. Sabía que, con mamá ausente, era mi trabajo hacer algo. Sólo que
no tenía idea de lo que ese algo era.
Así que en las semanas después de que mi mamá dejara
Tennessee, pasé la mayor parte del tiempo evitando a mi papá en la casa.
Realmente nunca lo había visto ebrio en mi vida, así que no sabía que esperar.
Todo lo que tenía eran los detalles de conversaciones que había escuchado por
casualidad cuando era una niña. Él había sido una persona violenta una vez.
Tenía temperamento. No podía imaginarme esto viniendo de mi padre, pero no
quería empezar a hacerlo en algún momento pronto. Así que me quedé en mi
habitación, y él se quedó en la suya.
Me seguía diciendo que esto pasaría. Mientras tanto,
había mantenido su pequeño secreto para mí misma. Por suerte para mí, mamá era
lo suficientemente crédula para creerme cada vez que le decía que todo estaba
bien por teléfono, a pesar de mis menos que buenas habilidades para la
actuación.
Honestamente, pensé que esconder mis secretos de Selena
sería lo más difícil. Siempre podía ver a través de mí, después de todo. Traté
evitándola al principio, ignorando sus llamadas e inventando excusas cuando me
pedía que saliéramos. Nunca la llamé para lo
de la Noche de Chicas que había sugerido en el baño.
Estaba segura de que me bombearía con preguntas en el segundo en que me tuviera
sola, así que siempre traté de usar a Miley, la pobre ignorante, como
parachoques. Pero al pasar una semana, tuve esta extraña sensación de que Selena se
estaba alejando de mí.
Llamó menos y menos.
Dejó de preguntarme si quería ir al Nest los fines
de semana.
Hasta cambió asientos con Jeanine
en el almuerzo, poniéndose al otro lado de la mesa – tan lejos de mí como fuera
posible. Una o dos veces, la había pillado brindándome miradas malvadas.
Quería saber cuál era su maldito problema, pero
tenía miedo de confrontarla. Sabía que si realmente hablásemos de ello, no
sería capaz de seguir mintiendo acerca de papá. No a ella. Pero era su secreto,
su vergüenza, no era mía para contarla. No dejaría que nadie, ni siquiera Selena,
lo supiera.
Así que tuve que dejar pasar su rareza extrema por
un tiempo.
Joseph
era la única cosa llenándome esas semanas. Una parte de mi estaba horrorizada
de mí misma, pero ¿qué podía decir? Necesitaba ese escape –esa altura— más que
nunca, y siempre estaba a una corta distancia. Una dosis tres o cuatro veces
por semana era todo lo que necesitaba para mantenerme cuerda.
Dios, era como una endemoniada drogadicta. Quizás mi
cordura ya se había largado hace mucho tiempo.
— ¿Qué harías sin mí? —preguntó una noche. Estábamos
enredados en las sábanas de seda de su cama gigante. Mi corazón todavía estaba
palpitando por la altura de lo que acababa de hacer, y no me estaba ayudando
colocando sus labios muy cerca de mi oído.
—Vivir una vida feliz...feliz, —murmuré—. Quizás
hasta sería...optimista...si no estuvieras alrededor.
—Mentirosa. —Mordió el lóbulo de mi oreja
juguetonamente—. Serías completamente miserable. Admítelo, Duffy.
Soy el viento tras tus alas.
Mordí mi labio, pero aún así no pude contener la
risa –y justo cuando estaba recuperando el aliento, también. —Acabas de imitar
a Bette Midler*...en la cama. Estoy comenzando a cuestionarme tu sexualidad, Joseph.
Joseph me
miró con un brillo desafiante en su ojo. —Oh, ¿en serio? —Sonrió antes de mover
su boca de vuelta a mi oído y susurrando, —Ambos sabemos que mi masculinidad
nunca se ha puesto en duda...pienso que solamente estás cambiando el tema
porque sabes que es verdad. Soy la luz de tu vida.
—Tú... —luché en busca de palabras mientras Joseph
presionaba su boca en el hueco de mi cuello. La punta de su lengua se movió
abajo hacia mi hombro e hizo que mi cerebro se pusiera todo confuso. ¿Cómo se
supone que iba a poder discutir bajo estas condiciones? —Como digas. Solo te
estoy usando, ¿recuerdas?
Su risa sonó apagada contra mi piel. —Eso es
gracioso, —dijo, con sus labios todavía apoyados sobre mi clavícula—. Porque
estoy muy seguro de que tú ex está fuera de la ciudad ahora mismo. —Una de sus
manos se deslizó entre mis rodillas—. Aún así sigues aquí, ¿cierto? —Sus dedos
empezaron a deslizarse de arriba hacia abajo en mi muslo interno, haciéndome
difícil el pensar en una respuesta. Parecía gustarle esto, porque se rió de
nuevo—. No creo que me odies, Duffy. Pienso que te gusto mucho.
Me retorcí sin control mientras las manos de Joseph
bailaron por el interior de mi pierna. Quería desesperadamente discutirle, pero
estaba enviando corrientes eléctricas por mi espina dorsal.
Finalmente, cuando pensé que iba a explotar, su mano
se movió a mi cadera y empujó su boca lejos de mi hombro. —Oh, gracias a Dios.
—Susurré mientras él alcanzaba un condón en la gaveta de la mesita de noche,
sabiendo qué venía después.
—Supongo que es una buena cosa que no me importe
tenerte alrededor, —dijo con esa sonrisa arrogante—. Ahora, déjame responderte
todas esas dudas que dices tener acerca de mi sexualidad.
Mi cabeza se llenó de nubes de nuevo.
Pero no podía negar que las cosas se estaban
saliendo mucho de control. Se me hizo dolorosamente claro el viernes en la
tarde en inglés que algo no estaba bien.
La Sra. Perkins estaba pasando unos ensayos viejos
que había agarrado y hablando acerca de algún libro de Nora Roberts que acababa
de terminar —totalmente inadvertida de que de que nadie la estaba escuchando—
cuando se detuvo frente a mi escritorio. Me brindó esta grande y tonta sonrisa,
como la sonrisa de una abuela orgullosa. —Tu ensayo estuvo maravilloso, —me
susurró—. Una perspectiva tan interesante de Hester. Usted y el Sr. Jonas
son un excelente equipo. —Luego me tendió una carpeta marrón y palmeó mi
hombro.
Abrí la carpeta mientras se alejaba, un poco
confundida acerca de lo que había dicho. Dentro había un papel que reconocí
instantáneamente. El Escape de Hester: Un análisis por Demi Lovato y Joseph Jonas. En la esquina superior izquierda, la Sra. Perkins
había
garabateado nuestra nota en tinta roja brillante. Un
noventa y ocho. Una A. No pude evitar sonreír al ensayo. ¿Realmente había
pasado un mes y medio desde que habíamos escrito esto en la habitación de Joseph?
¿Desde la primera vez que habíamos dormido juntos? Me sentí como si hubieran
pasado décadas. Hasta milenios. Miré a través del salón hasta él, y mi sonrisa
se desvaneció.
Estaba hablándole a Louisa Farr. No, no sólo hablando.
Hablar solo implica la vibración de las cuerdas vocales, y había mucho más que
eso sucediendo. La mano de él estaba en la rodilla de ella. Las mejillas de
ella se estaban tornando rojas. Le estaba brindando su sonrisa linda,
arrogante.
¡No! Sonrisa repulsiva. ¿Desde cuando pienso que
esta muestra de arrogancia es linda? ¿Y qué fue este raro retortijón que sentí
en mi estómago?
Miré lejos cuando Louisa comenzó a jugar con su cuello, una señal
definitiva de coqueteo.
Perra.
Me sacudí, sorprendida y un poco preocupada. ¿Qué
estaba mal conmigo? Louisa
Farr no era una perra. Seguro, era una animadora de muy
buen gusto —co capitana del equipo Skinny— pero Selena nunca decía nada malo acerca de
ella. La chica solo estaba hablando con un chico guapo. Todas hemos hecho lo
mismo. Y no era como si Joseph estuviera apartado o algo. No era como si estuviera
comprometido con nadie.
Como yo...
¡Oh Dios! Pensé, dándome cuenta del significado de
mi retortijón en la barriga. Oh Dios, estoy celosa. ¡Estoy jodida y seriamente
celosa! ¡Oh, mierda!
Decidí que estaba enferma. Tenía fiebre o SPM** algo
estaba perjudicando gravemente mi estabilidad mental, porque no había manera en
el infierno de que estuviera celosa de que un hombre—perro como Joseph
estuviera flirteando con alguien más. Quiero decir, esa era su naturaleza. El
mundo realmente habría parado de girar si Joseph no flirteara con chicas pobres e
ingenuas. ¿Por qué habría de estar celosa? Eso era ridículo. Así que debo estar
enferma. Tenía que estarlo.
— ¿Estás bien, Demi? —preguntó Miley.
Ella giró alrededor de su escritorio para mirarme—. Te ves como furiosa. ¿Estás
molesta o algo?
—Estoy bien. —Pero mis palabras salieron a través de
mis dientes apretados.
—De acuerdo, —dijo Miley. Era tan crédula como mi madre—.
Escucha, Demi, en serio pienso que deberías hablar con Selena.
Está algo molesta, y pienso que ustedes necesitan mucho tener un acercamiento.
¿Quizás hoy? ¿Después de clases?
—Sí... lo que sea. —Pero no estaba escuchando.
Estaba muy ocupada buscando maneras de mutilar la cara perfecta de Louisa.
SPM. Esto era definitivamente un mal caso de SPM.
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