Era muy tarde y ella seguía levantada, como
él.
Nick Nolan se apartó de la ventana del
dormitorio, negando su curiosidad sobre su nueva vecina. Pero su imagen se le
quedó grabada. Todas las noches paseaba de un lado a otro de la habitación vestida
con un ligero camisón y con un libro en la mano. Una lámpara silueteaba el
movimiento de su largo pelo castaño y las curvas de su cuerpo. Notaba
preocupación en su forma de andar, y eso lo intrigaba. ¿Una estudiante
preparando un examen? Parecía más madura que otras universitarias.
Nick tenía sus propias razones para
estar insomne. Su profesión de abogado era demasiado absorbente. En contra de
sus normas, había aceptado un caso fuera de horas de trabajo, y la cara
desfigurada de la adolescente lo estaba obsesionando. Estaba cansado
físicamente, por una reciente sesión de ejercicio, pero su mente seguía
trabajando en el caso, estimulándolo a pesar de su agotamiento.
En los años que había dedicado a la abogacía Nick
había comprendido la
triste verdad: el sistema judicial americano no siempre cumplía su función. Los
criminales no siempre pagaban las consecuencias.
Lo de esa noche era un ejemplo perfecto. Un
conductor borracho, hijo de un acaudalado y respetado médico, había atropellado
a una adolescente. El conductor sólo había recibido unas palabras de
advertencia del juez, la chica quedaba desfigurada para siempre.
Su trabajo comenzaba entonces. En los juicios
civiles las reglas eran distintas y Nick había desarrollado una habilidad especial
para conseguir que el malo pagara. Aunque en muchos casos habría sido
preferible el linchamiento, Nick había llegado a la conclusión de que golpear a alguien en la cuenta
bancaria era el equivalente adulto a darle una patada a un matón del colegio
donde más le doliera. El malo sufría y la víctima recibía una compensación; Nick
creía que así ayudaba a
equilibrar la balanza de la justicia.
Dio un trago a su cerveza y paseó por la
habitación. Hacía varios años que se había mudado a Fan, un distrito de moda de Richmond,
Virginia, porque no le
apetecía vivir en la periferia. Las casas eran viejas y estaban muy cerca unas
de otras, los comercios eran una mezcla de tiendas antiguas y ultramodernas, y
los vecinos iban desde pensionistas a universitarios. A Nick le gustaba esa ecléctica mezcla.
La vecina de un lado era concejala. El del
otro, un artista que alquilaba la buhardilla de su casa para poder subsistir.
La mujer que veía pasear por la habitación ocupaba esa buhardilla.
Volvió a mirar por la ventana: estaba
envuelta en una toalla. Supuso que acababa de ducharse. Tenía el pelo recogido,
pero sacudió la cabeza y el pelo se derramó como una cascada sobre sus hombros
desnudos.
La toalla cayó al suelo y Nick se olvidó del trabajo por
primera vez en varios meses.
Tenía el cuello largo y grácil, los senos
llenos y exuberantes. Estaba demasiado delgada, pensó, viendo como la luz de la
lámpara jugueteaba con sus costillas y su estrecha cintura. Sus caderas y
muslos dibujaban atractivas curvas.
Verla le hizo recordar lo que se había perdido
por culpa del trabajo. Diablos, pensó, irritado consigo mismo, no era por
escasez de mujeres. Desde que la revista Richmond
Magazine publicó el
maldito artículo que lo nominaba «Soltero del año», había recibido tantas
llamadas que tuvo que cambiar su número de teléfono y eliminarlo de la guía
telefónica.
El problema con las mujeres que revoloteaban
a su alrededor era que como siempre le parecía que faltaba algo. No sabía
exactamente qué, y como no le gustaba aprovecharse de la situación, pasaba
muchas noches solo.
Siguió observando a la mujer y se preguntó
cómo sería el tacto de su piel, qué vería si la mirara profundamente a los
ojos. El deseo comenzó a quemarlo. Intentó parpadear, pero no podía apartar la
vista.
Había cautivado su atención con la misma
facilidad con la que estaba sujetando un frasco que parecía de loción, o
aceite. Ella vertió un poco sobre la mano y comenzó a extendérselo sobre la
piel. Era una fresca noche de noviembre y la ventana no cerraba bien, pero Nick
sintió calor.
Con movimientos descuidados, pero sensuales,
ella masajeó el aceite desde el cuello hasta su torso y senos. Se le erizaron
los pezones y él sintió una rigidez similar. Él hubiera dedicado más tiempo a
esos pezones, acariciándolos con las manos, con la boca.
Ella extendió el aceite desde los hombros
hasta la punta de los dedos, e incluso entre los dedos; eso le pareció
excitante a Nick.
Sus manos continuaron moviéndose espalda
abajo, hasta llegar a su redondo trasero. Él respiró con dificultad. Era lo más
sexy que había
visto nunca. Tenía un cuerpo precioso, pero sobre todo lo afectaba su manera de
tocarse: durante el tiempo suficiente para sentir placer pero sin detenerse.
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