No pensé que el timbre que anuncia el final de la
clase fuera a sonar nunca. Cálculo era terriblemente largo y aburrido, e inglés
era horripilante. Me encontré a mí misma mirando a Joseph muchas
veces, ansiosa por sentir de nuevo los efectos adormecedores que provoca en mi
mente sus brazos, manos, y labios.
Sólo recé para que mis amigas no lo notaran. Miley,
por supuesto, me creería si le digo que está imaginando cosas; Selena, por otro lado... bueno, con suerte Selena
estaría muy absorbida con la clase de gramática del Sr. Perkins, ja, ¡sí
claro!, para mirarme. Probablemente me interrogaría por horas y adivinaría todo
lo que había pasado, viendo a través de mis negaciones. De verdad necesitaba
salir de aquí antes de ser expuesta.
Pero para cuando finalmente sonó el timbre, no tenía
prisa por salir.
Miley
entró a la cafetería con su rubia coleta balanceándose tras ella. —¡No puedo
esperar a verlo!
—Lo entendemos, Miley —dijo Selena—. Amas a tu hermano mayor. Es
lindo, en serio, pero has dicho eso como... ¿veinte veces hoy? ¿Treinta quizás?
Miley se
sonrojó. —Bueno, no puedo esperar.
—Por supuesto que no puedes — sonrió Selena—.
Estoy segura de que estará feliz de verte también, pero quizás quieras calmarte
un poquito. —Se detuvo en medio de la cafetería y miró sobre su hombro hacia
mí—. ¿Vienes, D?
—No —dije, agachándome y jugando con los cordones de
mis zapatos—. Tengo que... atar esto. Adelántaros chicas. No aplaceis la
reunión por mí.
Selena me
dirigió una mirada complice antes de asentir y empujar a Miley
hacia adelante. Comenzó una nueva conversación para distraer a Miley
de mi patética excusa. —Háblame de su prometida. ¿Cómo es? ¿Es guapa? ¿Tonta
como un saco de patatas? Quiero los detalles.
Esperé en la cafetería unos buenos veinte minutos,
sin querer tener la oportunidad de encontrármelo en el aparcamiento. Qué
gracioso que, hace menos de siete horas, había estado evitando a un chico
completamente distinto... uno por el que ahora estaba desesperada por ver.
Tan enfermo y retorcido como era, no podía esperar a
estar de vuelta en la habitación de Joseph.
De vuelta a mi propia isla privada. De vuelta a mi mundo de escape. Pero
primero tenía que esperar que Sterling
Gaither saliera del aparcamiento.
Cuando me sentí segura de que él se había ido, salí
de la escuela, poniéndome el suéter. El viento de febrero golpeó mi cara
mientras me movía a través del aparcamiento vacío, la visión de mi coche no me
brindó ninguna comodidad. Me senté en el asiento del conductor, temblando como
una loca y encendí el motor. El viaje a casa pareció durar horas, aunque el
instituto de Hamilton está a sólo cuatro kilómetros de mi casa. Había comenzado
a preguntarme si podía llegar a casa de Joseph unas pocas horas antes, cuando
entré a mi cochera y recordé a mi papá. Oh, genial. Su coche estaba
aparcado allí, pero todavía no debería estar de vuelta del trabajo.
— ¡Maldición! —Gemí, golpeando el volante y saltando
como una idiota cuando sonó la bocina—. ¡Maldición! ¡Maldición!
La culpa se apoderó de mí. ¿Cómo me pude olvidar de
papá? .Mi pobre papá, solo, atrincherado en su dormitorio. Me preocupé mientras
salía del coche y caminaba pensando que estaría en su habitación. Si lo estaba,
¿tendría que tumbar la puerta? ¿Luego qué? ¿Gritarle? ¿Llorar con él? ¿Decirle
que mamá no lo merece? ¿Cuál era la respuesta correcta?
Pero papá estaba sentado en el sofá cuando entré,
con un tazón de palomitas de maíz en su regazo. Dudé en la puerta, sin estar
segura de qué demonios estaba sucediendo. Se veía... normal. No se veía como si
hubiera estado llorando o bebiendo ni nada. Sólo se parecía a mi padre con sus
gruesas gafas de montura y desordenado cabello castaño rojizo. De la misma
manera en que lo veía todos los días de la semana.
—Hola, Abejorro —dijo, mirándome—. ¿Quieres
palomitas? Hay una película de Clint Eastwood en la AMC.
—Um... no gracias. —Miré alrededor de la habitación.
No había vasos rotos. Ninguna botella de cerveza. Como si no hubiera estado
bebiendo nada ese día. Me pregunté si eso era el final. Si la recaída había
terminado. ¿Las recaídas funcionaban de esa manera? No tenía idea. Pero no
podía evitar sentirme precavida—. ¿Papá, estás bien?
—Oh, estoy bien —dijo—. Me desperté tarde esta
mañana, así que llamé al trabajo y les dije que estaba enfermo. No he cogido
ninguno de mis días de vacaciones, así que no es gran cosa.
Miré hacia la cocina. El sobre de Manila todavía
estaba intacto en la mesa de la cocina. Intocable.
Debió seguir mi mirada, o adivinarlo, porque con un
encogimiento de hombros dijo: —Oh, ¡esos estúpidos papeles! Ya sabes, me tenían
en un aprieto. Finalmente pensé en ello y me di cuenta de que sólo son un
error. El abogado de tu madre escuchó que se había ido un poco más de tiempo de
lo usual y soltó la bomba.
— ¿Has hablado con ella?
—No —admitió papá—. Pero estoy seguro de que ese es
el problema. Nada de que
preocuparse abejorro. ¿Qué tal el día?
—Estuvo bien.
Ambos estábamos mintiendo, pero yo sabía que mis
palabras no eran ciertas. Él, por otra parte, parecía genuinamente convencido.
¿Cómo podía recordarle que la firma de mamá estaba en los papeles? ¿Cómo podía
devolverlo a la realidad? Eso sólo lo llevaría a su habitación de nuevo o lo
enviaría en búsqueda de una botella y arruinaría este momento de paz fabricada.
Y no quería ser la que estropeara la sobriedad de mi
papá.
Consternado, decidí mientras subía las escaleras
hacia mi habitación. Estaba simplemente consternado. Pero la negación no iba a
durar mucho. Eventualmente tendría que despertar. Sólo esperaba que lo hiciera
con gracia.
Me estiré en mi cama con mi libro de cálculo en
frente de mí, tratando de hacer una tarea que realmente no entendía. Mis ojos
continuaban saltando al reloj despertador de mi mesita de noche. 3:28...
3:31... 3:37... Los minutos pasaban, y los problemas de matemáticas se
volvieron borrosos, patrones de símbolos indescifrables, como runas antiguas.
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