viernes, 19 de octubre de 2012

Durmiendo Con Su Rival Capitulo 5


Demi esperó a que Joe respondiera, pero él se li­mitó a quedarse allí sentado mirándola fijamente.
-¿Y bien? -preguntó ella finalmente, incapaz de seguir manteniéndole la mirada.
Jo  parpadeó por fin, y los iris de sus ojos se llenaron de chispas de color ámbar.
-¿Qué quiere que le diga? Entonces yo sólo te­nía veintidós años.
¿Y eso qué significaba? ¿Que se había enamo­rado de verdad, o que era demasiado joven y de­masiado salvaje como para controlar sus deseos se­xuales?
-¿Cómo va usted a limpiar la reputación de Lovato cuando la suya propia no está lo que se dice impoluta? -insistió Demi, negándose a dejar escapar el tema.
-Estoy más que cualificado para sacar a Lovato de este lío -aseguró Joe estirando los hombros.
-Y yo también —respondió ella, aunque era consciente de que en parte había sido culpa suya.
- ¿De veras?

Joe se colocó el maletín sobre el regazo y lo abrió. Con un rápido movimiento de muñeca co­locó un fajo de periódicos sensacionalistas sobre el escritorio de Demi.
Los titulares le atravesaron el pecho como un mazazo.
Una maldición misteriosa destruye el imperio del he­lado.
La mafia actúa en Boston. ¿Conseguirán sobrevivir los Lovato, de origen siciliano?
Fruta de la pasión contra pasión mortal. ¿Quién ha intentado asesinar a un hombre inocente?
-Ya los he leído -se defendió Demi-. Y no son más que mentiras. Esa maldición es una tontería, mi familia no tiene ninguna relación con la mafia, y el hombre que sufrió una reacción alérgica a la pimienta se recuperó sin ninguna secuela.

-Tal vez, pero no basta con negar los hechos. ¿Qué plan tiene usted para defenderse de la mala prensa, señorita Lovato? Ese es un trabajo muy ar­duo.
Demi apartó los periódicos y su úlcera pareció cobrar vida, produciéndole un dolor intenso que le resultaba familiar.
-Tengo pensado organizar un concurso -res­pondió-. Algo que atraiga el interés del público.
-¿Un concurso de qué tipo? ¿Para elegir el nombre de la maldición?
-Se trataría de crear un nuevo sabor de helado -dijo Demi mirándolo con los ojos entornados-. Lovato invitará al público a crear un sabor que rem­place a la fruta de la pasión. El ganador del concurso y el nuevo sabor atraerán la atención de la prensa.

Joe permaneció sentado en silencio, valo­rando su idea.
-Es una estupenda herramienta de marketing-dijo finalmente-, pero es demasiado pronto para organizar un concurso. Primero necesitamos algo más jugoso. Un gran escándalo, algo que le haga olvidar a la prensa el desastre de la pimienta.
-Y supongo que usted ya ha pensado en el es­cándalo perfecto.
-Para ser sincero, todavía no -confesó Joe pasán­dose la mano por un mechón rebelde-. Pero cuando lo encuentre, usted será la primera en saberlo.
-No me gusta la idea -le dijo Demi-. Lo único que haremos será reemplazar una sarta de menti­ras por otra mentira. No me parece bien.
-Pues lo siento. Es la única manera. Créame, ya me he visto en esta situación otras veces -aseguró él agarrando uno de los periódicos-. Y dígame, ¿de qué va ese asunto de la maldición?
-¿No se supone que ya debería estar al tanto? -inquirió Demi, llevándose la mano al estómago para tratar de calmar el dolor.
—Quiero escucharlo de su boca, conocer su punto de vista.
-Ya le he dicho que es una tontería -respondió ella levantándose del asiento y dirigiéndose hacia el mueble bar-. ¿Quiere beber algo?

Joe negó con la cabeza, y Demi se sirvió un vaso de leche.
-Es bueno para el cuerpo —comentó ella al ob­servar que Joe miraba la leche con curiosidad.
-Eso parece —respondió él deslizando la mirada por sus curvas con masculina aprobación.
«No me mires así», pensó Demi para sus aden­tros. «No coquetees conmigo. No me mires con esos ojos de cama».
Pero Joe lo hizo. La miró. Muy de cerca. Del mismo modo en que la había mirado en su sueño, unos segundos antes de desnudarla.
Ninguno de los dos habló. Se quedaron mirán­dose fijamente el uno al otro, atrapados en uno de esos extraños y sensuales momentos.
Joe desvió por fin la vista y ella se llevó el vaso de leche a los labios, permitiendo que el líquido blanco se deslizara suavemente por su garganta.
-La maldición —le recordó Joe con voz un tanto ronca.
Demi tomó asiento y trató de recuperar su habi­tual compostura. No pudo evitar pensar que aque­lla atracción imposible sí que era una maldición.

-Todo empezó con mi abuelo -comenzó a de­cir-. Dejó plantada a una chica que quería casarse con él, y en su lugar se fugó para casarse en se­creto con mi abuela el día de San Valentín. Enton­ces, la otra chica lanzó una maldición contra ellos y sus descendientes. Juró que la desgracia caería sobre ellos el día de su aniversario, convirtiendo San Valentín en una fecha terrible.
-Entonces, ¿por qué eligió usted el catorce de febrero para presentar la fruta de la pasión? —Pre­guntó Joe—. Me parece un poco arriesgado.
-Porque estaba decidida a demostrar que la mal­dición no existía. Además, un sabor llamado «fruta de la pasión» era una buena promoción para el día de San Valentín -aseguró Demi antes de darle otro sorbo a su leche-. O así debió haber sido.

-Me ha mentido, señorita Lovato —dijo Joe guardando los periódicos en su maletín-. Usted no piensa que la maldición sea una tontería. Ahora cree en ella.
-No soy una mujer supersticiosa, pero debí haber sido más cauta -se defendió Demi tratando de disimular su sentimiento de culpabilidad—. A lo largo de los años han ocurrido hechos desafortu­nados en mi familia el día de San Valentín, pero siempre me parecieron coincidencias.
-No se preocupe por eso -aseguró Joe-. Yo re­pararé el daño.
-No, yo lo haré -respondió Demi.
Él se encogió de hombros y le dedicó una de esas sonrisas lentas y sensuales suyas, que la hizo recordar que había soñado con él.
Cuando Joe se levantó para marcharse, Demi escuchó un imprevisto golpe de lluvia azotando las ventanas que tenía a su espalda.
Una lluvia fresca, dura y masculina.

En cuanto Joe se hubo marchado, Demi fue derecha al despacho de su hermano. Nicholas os­tentaba el prestigioso cargo de director general de Helados Lovato.
-Quiero que despidas a Joe Jonas -le es­petó nada más entrar.
Nicholas, que estaba sentado tras su escritorio, estiró sus anchos hombros y la miró como el pode­roso hombre de negocios que era.
-¿Por qué?
«Porque he soñado con él», deseaba decirle. «Porque ha invadido mi cama y mi cabeza».
-Porque le va a causar a esta empresa más daño que beneficio.
-¿Cómo es eso?
-Está pensando en inventarse un gran escán­dalo para despistar a la prensa.
-A eso es a lo que se dedica, Demi. Es asesor, y además, de los mejores. Él confía en sus instintos.
 -¿Y qué pasa con mis instintos?

 -Tú eres una mujer inteligente y muy capaz, pero él es un experto en esta materia.
Demi se sentó frente a su hermano y agarró una goma de borrar de su escritorio, deseando poder lanzársela. Él era ocho años mayor, y siempre la había tratado como a una niña. Solía llamarla «pelo de espagueti» porque se le escapaban los ri­zos de la coleta como espirales de pasta.

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