miércoles, 17 de octubre de 2012

Durmiendo Con Su Rival Capitulo 4



Joe y él se veían bastante a menudo. Trabaja­ban en el mismo edificio, pero en aquellos días apenas hablaban, al menos no de asuntos impor­tantes.
Abrió la puerta con su llave, la misma llave que tenía desde que era un adolescente. Aquella man­sión tan elegante había sido su hogar durante die­ciocho años.
Joe se detuvo un instante en el vestíbulo de mármol, contemplando su imagen en el espejo de la entrada. Aquella no era una casa fría, carente por completo de emoción, pero tampoco despren­día una sensación de calidez.

Pero, ¿cómo iba ser de otra manera, especial­mente en aquellas circunstancias?
Joe atravesó el salón, pasando al lado de los muebles de estilo Chippendale, las mesas orna­mentales y las estatuas doradas. Los Jonas eran una familia de éxito, pero el dinero no hace a la gente feliz necesariamente.
Encontró a su padre en la salita del jardín, una estructura de acero y cristal adornada con plantas y capullos en flor. A James Jonas, un hombre alto y serio de mandíbula fuerte y anchos hombros, le gustaba la jardinería, y cuidaba de sus flo­res con delicadeza.
Aquel día estaba dedicándose a unos hermosos jazmines cultivados por él mismo. Joe le tiró de la chaqueta y el hombre levantó la vista.

-Hombre, hola -dijo al advertir la presencia de su hijo-. ¿Qué te trae por aquí?
«Tú, mi madre y yo. El pasado. El presente. El dolor», pensó Joe .
-Quería hablar contigo -dijo finalmente.
-¿Sobre qué?
-Sobre mi madre.
-No quiero remover todo otra vez -respondió James negando con la cabeza.
-Pero yo quiero hablar de ello.
-No hay nada de qué hablar. Ya te lo he con­tado todo. Olvídalo de una vez.
¿Olvidarlo? Dos semanas atrás, Joe había des­cubierto un secreto terrible, y ahora la verdad lo perseguía como un fantasma.
-Me has estado mintiendo todos estos años, papá.
Jame se incorporó lentamente. Iba vestido con pantalones vaqueros y camisa también vaquera, pero su aspecto era impecable. Se trataba de un hombre rico y de buen gusto.
-Lo hice para protegerte. ¿Por qué no quieres aceptarlo?
-No es justo -aseguró su hijo.
-La vida no es justa -respondió James echando mano de un tópico que sólo sirvió para hacer sen­tir peor a Joe.
Ambos guardaron entonces silencio. Manaba agua de una de las fuentes ornamentales, imitando el sonido de la lluvia al caer. Joe levantó la vista hacia el techo de cristal y observó una nubes negras que cruzaban por el cielo azul.

-Será mejor que me vaya -aseguró estirándose la chaqueta-. Tengo cosas que hacer.
-No te enfades, hijo -le pidió James mirándolo a los ojos.
Joe observó a su padre. Su cabello rubio co­menzaba ya a convertirse en gris plateado. Él ha­bía heredado los ojos color avellana de su padre, pero su cabello oscuro y su piel de bronce eran de su madre. La mujer de la que no le estaba permi­tido hablar.
No era rabia lo que estaba carcomiendo el alma de Joe. Era dolor.
-No estoy enfadado -aseguró-. Te veré mañana en la oficina. Dale a Faith un beso de mi parte -añadió refiriéndose a su madrastra.

Quería mucho a Faith Jonas. Ella lo había criado desde que tenía diez años, pero tampoco estaba dispuesta a hablar de aquello, porque lo consideraba una traición a su marido.
Joe salió de casa de sus padres y James volvió a concentrarse en sus flores, escondiéndose detrás de sus brillantes colores y sus pétalos de tercio­pelo.

El martes, Demi llevó puesto a la oficina lo que ella consideraba un traje poderoso. La blusa hacía juego con sus ojos, la chaqueta negra se ajustaba a la perfección a su cintura y la falda, muy estrecha, le quedaba justo por encima de la rodilla. Pero sus zapatos eran su arma secreta. Cuando atravesó los amplios pasillos de las oficinas de Lovato, produjeron un sonido de decisión y autoconfíanza que le otorgaban un aire de femenina autoridad.
La planta cuarta del edificio de acero y cristal era el dominio de Demi, y solía mirar por la ven­tana para sacar fuerzas de la visión de la calle.
Y aquel día necesitaba toda la que pudiera darle.
Le echó un vistazo al reloj de pared. Joe esta­ría allí en cualquier momento.
Demi se levantó de su escritorio y permaneció de pie, esperando con impaciencia su llegada. Lle­vaba ensayando aquel momento desde hacía dos días, practicando las palabras y los gestos.

Ahora sabía muchas cosas de Joe Jonas. In­cluso había descubierto un par de cosas sobre su madre. Danielle Jonas, una belleza medio india procedente de la reserva cheyenne, había dejado su hogar para labrarse una carrera como actriz. Cinco años más tarde, abandonó Hollywood para convertirse en esposa y madre, y había muerto en un accidente de coche un mes después del naci­miento de su hijo.
Demi había intentado alquilar las películas de serie B en las que Danielle había participado. Sos­pechaba que Joe había heredado el espíritu aventurero de su madre. No le haría ningún daño analizar todos los aspectos de la personalidad de su oponente.
Su secretaria llamó entonces por el intercomunicador.       .
-¿Sí? -dijo Demi apretando el botón.
-El señor Jonas está aquí.

-Dígale que pase -dijo soltando el aire que te­nía retenido.
Un minuto más tarde, él entró por la puerta vestido con un traje gris y corbata plateada. Lle­vaba el pelo peinado hacia atrás, apartado de la cara. De pronto, Demi pudo ver al nativo ameri­cano que había en él: la riqueza del color de su piel, los pómulos prominentes, los ojos profun­dos... aquel día le parecían más oscuros que dora­dos, y se dio cuenta entonces de que eran de un impresionante color avellana.
Joe compuso una mueca de prepotencia, y ella abrió el cajón del escritorio, sacó una manzana, y se la lanzó.
Lo pillo desprevenido, y él dejó caer el maletín para sujetar la fruta.
-¿La fruta prohibida, señorita Lovato? -pre­guntó él volviendo a componer la misma mueca.
-Considérelo un regalo de despedida.
-¿Es que me voy a algún lado? -se interesó Joe arqueando una ceja.
-A cualquier sitio menos aquí —dijo ella incli­nándose hacia delante-. Ya le he dicho que no pienso trabajar con usted.

Joe recogió su maletín y avanzó unos pasos. Tan seguro de sí mismo como siempre, se sentó en una de las sillas y se dispuso a estudiar la manzana.
-¿Qué está haciendo? -preguntó ella.
-Buscando el gusano.
-No soy tan mala -respondió Demi, sonriendo muy a su pesar.
Joe levantó la vista y ella dejó al instante de sonreír. ¿Por qué tenía que mirarla de aquella ma­nera tan provocadora, tan sensual? Demi casi podía sentir la piel mojada por la lluvia que él tenía en su sueño.
-Todas las mujeres son malas. Y también her­mosas e inteligentes a su manera -dijo Joe-, Me gustan las hembras.
-Eso he oído —respondió Demi dando la vuelta alrededor de su escritorio antes de sentarse en su silla de cuero.

Deseaba parecer más poderosa de lo que en realidad se sentía.
-¿Va a utilizar mi historial amoroso en mi con­tra? -le preguntó él.
-No nos engañemos, señor Lovato: Usted es un jugador. Conduce un Corvette rojo a toda velo­cidad, sale con modelos y hace una marca en su cama después de cada conquista.
-No está mal, pero eso no es del todo cierto -respondió Joe mirándola fijamente-. Porque tengo una cama de hierro, y no es fácil hacer mar­cas en el metal.

Demi contuvo los nervios. Ella también tenía una cama de hierro. La que él había invadido.
-Usted tuvo una aventura amorosa con una es­trella decirle que le doblaba la edad.
Algo se asomó a los ojos de Joe. ¿Dolor? ¿Ra­bia? ¿Orgullo masculino? Demi no estaba segura.
-¿No va usted a defenderse? -preguntó ella, confundida por su silencio.
De pronto, Joe Jonas, el asesor seguro de sí mismo, era imposible de descifrar.

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