Su voz la llenó de melancolía. Lo quería. No importaba cuánto
hubiera intentado ahogar esos sentimientos. El sonido de su voz desencadenó una
riada de recuerdos tiernos, lujuriosos, explosivos. El corazón comenzó a
latirle desbocadamente cuando las puertas del taxi se abrieron y la luz del
techo se encendió. Si cualquiera de los dos miraba hacia atrás, la vería.
Pero no lo hicieron. El motor se puso en marcha y Demi descubrió otra cosa muy desagradable. Desde
allí, percibía todo el olor del humo del coche. Maravilloso. Era posible que se
asfixiara.
El taxi comenzó a moverse y se puso en camino. A los pocos
minutos, el taxista y Joseph empezaron a
conversar y ella alzó un poco la cabeza para mirar por la ventanilla y saber
cuándo llegaban a la ciudad. Tenía muchas ganas de llegar porque el humo la
estaba mareando.
—Ahí está la Lovato Tower
—dijo el taxista—. Dicen que la oficina de Lovato ocupa todo el último piso.
Por lo visto, es un despacho enorme con una vista de trescientos sesenta grados
sobre Manhattan.
Ella conocía aquel despacho. Demi
cerró los ojos y agudizó los sentidos para concentrarse en la
conversación del taxista. Quizá el hombre consiguiera que Joseph dijera algo que a ella pudiera interesarle.
—Ya he oído hablar de ese despacho.
Le había oído hablar a ella. Joseph
bera la única persona que conocía su pasado y cuando la había abandonado, Demi había perdido mucho más que un amante. Había
perdido a la única persona con la que podía hablar sin tener que cuidar cada
una de las palabras que pronunciaba.
—Ese Demi debe de ser un
trapichero —dijo el taxista, que evidentemente estaba intentando sacarle algún
chismorreo—. Y supongo que también será un hueso duro de roer.
«No lo sabe usted bien», pensó
Demi. «Intente tener una opinión
distinta a la suya y verá lo que le ocurre».
—Alguien me había dicho que es difícil llevarse bien con Demi —dijo Joseph —, pero a mí me ha parecido un hombre
razonable.
Demi abrió los ojos de golpe. ¿Joseph
pensaba que su padre era razonable? ¿Qué especie de chaquetero era? Sintió que
su dolor de cabeza se intensificaba.
—Entonces ¿ustedes dos se han entendido bien? —preguntó el
taxista.
—Eso creo —respondió Joseph —. Alguien con tanto poder como él le puede caer
mal a la gente, pero a mí me ha parecido un hombre decente que intenta hacer lo
que está bien.
Demi no sabía qué era peor, el humo del coche o el hecho de que Joseph alabara a su padre. Las dos cosas la
estaban poniendo enferma.
—Y también creo que la persona que me dijo que era difícil
llevarse bien con él probablemente tenía algunos problemas de autoridad que
resolver —añadió Joseph.
¿«Problemas de autoridad»? ¿Qué demonios sabía él de eso? Demi emitió automáticamente un sonido de protesta,
antes de recordar que debía permanecer callada y escondida en el asiento
trasero. Se tapó la boca con la mano, pero era demasiado tarde.
— ¡Dios Santo! —Exclamó el taxista—. ¡Hay alguien ahí!
— ¡Usted siga atento a la carretera! ¡Yo me encargaré! —dijo Joseph. Se
pasó al asiento trasero y agarró a Demi por
las solapas de la chaqueta.
Ella estaba demasiado asombrada como para hablar.
Joseph tiró de ella hasta conseguir que se sentara en el suelo y a Demi se le cayeron las gafas del disfraz. Volvió a
ponérselas e intentó no vomitar. El humo había hecho que se mareara de verdad.
—Dios Santo, es una mujer —dijo
Joseph, estupefacto.
— ¿Y qué hace una mujer en mi taxi? —Preguntó el conductor
con histerismo—. ¿Va armada?
—No lo sé —dijo Joseph con
la respiración entrecortada—. ¿Está armada?
Ella sacudió la cabeza.
—No —dijo él al taxista. Mientras su respiración se calmaba,
la observó atentamente, como si estuviera intentando descifrar un acertijo.
—Voy hacia la comisaría más cercana —dijo el taxista.
—No, aún no —respondió Joseph
con más tranquilidad—. Déjeme ver si averiguo qué está haciendo aquí —dijo, y
miró a Demi —. ¿De dónde ha salido usted?
Ella no confiaba en que pudiera abrir la boca para hablar sin
vomitar, así que se quitó las gafas y lo miró.
Él la miró también, fijamente. Entonces, sin apartar sus ojos
de ella, subió el brazo libre y encendió la luz del techo del vehículo.
Demi parpadeó, deslumbrada, pero cuando lo miró de nuevo, se dio
cuenta de que él la había reconocido.
— ¿Demi? —susurró Joseph.
Ella asintió. Después se subió al asiento, bajó la ventanilla
y vomitó.
Un interminable y humillante rato después, Demi estaba finalmente encerrada en el cuarto de
baño de la habitación de hotel de Joseph. Farfullando
imprecaciones, se desnudó, se quitó la peluca y se metió en la ducha. De todas
las formas de reencontrarse con Joseph que hubiera podido imaginar, ninguna incluía una
vomitona.
Afortunadamente, sólo había manchado un lateral del taxi y la
manga de su propio abrigo. Y en el barullo que había seguido a aquel incidente, Demi se había
sentido demasiado avergonzada como para pararse a averiguar si Joseph estaba contento de verla o no.
En el baño, se tomó tiempo para deleitarse con el lujoso
jabón y champú del hotel, y después se extendió loción hidratante por el
cuerpo. Hacía tiempo que no disfrutaba de un tratamiento de cinco estrellas
como aquel. En su huida, había intentando no tocar su fondo fiduciario en
absoluto, pero al verse obligada a dejar su trabajo, había tenido que sacar
algo de dinero de aquella cuenta. Había gastado con rabia aquellos dólares,
porque eran de su padre.
Así que no se podía decir que sus alojamientos de los últimos
meses hubieran sido de primera clase. Más bien, de quinta o sexta.
Conociendo a Joseph y su
falta de pretensiones, lo normal habría sido que se alojara en un hotel de
precio medio, pero por razones desconocidas para
Demi, le había pedido al taxista que los llevara al Waldorf. Quizá lo
hubiera hecho por ella.
Después de aquella ducha tan reconfortante, pensó que no
quería ponerse algo arrugado y con olor a moho de lo que llevaba en la mochila.
Se imaginó saliendo del baño para hablar con Joseph
con un jersey enorme de cuello alto, deformado y viejo, y se imaginó
teniendo la misma conversación con Joseph,
pero llevando el albornoz blanco del hotel. Aquella conversación ya iba a ser lo
suficientemente difícil sin tener mal aspecto, así que se envolvió en una
toalla y abrió una rendija de la puerta.
— ¿Joseph?
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