Podría pasarse la
vida entera intentado hacerlo feliz. Podría dedicar toda una vida a romper sus
defensas y a conquistarlo para sí. Una docena de protestas clamaron en su
mente. Miley tenía miedo. Nunca había amado así, y sospechaba que no volvería a
hacerlo. Lo besó por todas esas noches que no compartirían. Lo acarició por
todas las sonrisas que no vería, todas las risas que no escucharía.
Lamió su pecho y
sintió el galope de su corazón contra la mejilla.
—Mi turno de
preguntas —gimió él, cuando ella deslizó las manos bajo el agua hacia su
entrepierna—. ¿Qué haces? —preguntó, como si hubiera percibido su cambio de
actitud, su abandono.
—Me rindo a la
tentación —contestó ella, obligándolo a salir del agua y sentarse en el borde
alfombrado de la bañera. Después inclinó la boca hacia su sexo, y le hizo el
amor como si no existiera el mañana; Miley sabía que vivía de tiempo prestado.
A la mañana
siguiente, Nick besó
a Miley y se marchó a trabajar. Como si fuera una condenada a muerte disfrutando
de su última comida, Miley se permitió quedarse en la cama durante cinco
minutos más, y dejó que los recuerdos de su relación con Nick, invadieran su
mente.
El color azul
claro de las sábanas le recordó sus ojos, aunque no eran suaves en absoluto.
Eran brillantes y resplandecían de inteligencia. Hundió la cabeza en la
almohada e inspiró su especiado aroma. Cerrando los ojos, conjuró el sonido de
su voz, de su risa.
La noche pasada
casi la había convencido de que estaba tan loco por ella como ella por él.
Casi. Su forma de tocarla y mirarla lo sugerían. Pero en el fondo de su mente,
la verdad se erguía destructiva. Sintió una punzada de dolor y se mordió el
labio.
Había roto todas
sus reglas, pero lo peor era que se había enamorado de él. Día a día, milímetro
a milímetro, había permitido que él se apoderara de su corazón. Sus peores
miedos se habían convertido en realidad. Nick tenía una identidad tan fuerte y tan dinámica que
podía consumirla. Él había adquirido demasiada importancia, cada momento del
día invadía su pensamiento, incluso cuando debería estar estudiando.
Sólo podía hacer
una cosa. El corazón le pesaba como un bloque de cemento y sentía una profunda
tristeza vital. Intentó convencerse de que no habían faltado las pistas. Nick le había dicho
que no le gustaban las mujeres liosas y, bien lo sabía Dios, ella era liosa. A
pesar del compromiso ficticio, Nick
había dejado muy claro que no le interesaba involucrarse
sentimentalmente.
La cruda verdad
era que Miley lo amaba, pero él a ella no. Nunca lo haría. Nick se sentía
atraído por ella, muy atraído. Si Miley no tenía cuidado se agarraría a ese
diminuto rayo de esperanza y pasaría el resto de su vida intentando que la
quisiera. Tenía que marcharse.
—De nada sirve
llorar, amiga. Sabías que este día tenía que llegar —murmuró para sí,
repitiéndolo como un mantra.
Se levantó de la
cama, se puso una bata y comenzó a funcionar en piloto automático. Quitó las
sábanas y las echó al cesto de la colada, fregó los cacharros y recorrió la
casa recogiendo sus pertenencias. Sonrió con tristeza al pensar que Nick respiraría
con alivio al encontrar su casa ordenada de nuevo. Al menos no volvería a
tropezarse con los zapatos que ella dejaba en cualquier sitio.
Sentada en la
cocina escribió una nota, la leyó y la tiró a la basura. Los ojos le ardían de
lágrimas. «De nada sirve llorar», repitió, odiando su debilidad.
Impulsivamente,
preparó unos bollos de manzana y canela
y los metió al horno. Mientras se hacían, escribió otra
nota que también acabó en la basura. Cuando iba por el cuarto intento, sonó el
temporizador del horno.
Rugiendo de
frustración, Miley sacó los bollos del horno. No quería irse pero era
inevitable. Garabateó una nota corta y la firmó. Se quitó el anillo y lo dejó
sobre la mesa. Un anillo de amistad, había
insistido él. Se lo volvió a poner y admiró lo bien que encajaba en su dedo.
Cerró los ojos, indecisa. No podía quedárselo, decidió por fin. No quería
recibir más de lo que daba.
Subió las
escaleras, lloró mientras se duchaba e hizo las maletas.
A Nick lo asaltó el
olor a canela en cuanto abrió la puerta. Sonrió. Miley había vuelto a cocinar.
Automáticamente, sorteó la zona de la puerta donde ella solía dejar los zapatos
y fue a la cocina. Estaba limpia y vacía, y sintió desilusión por no verla de
inmediato.
—Miley —llamó,
subiendo las escaleras. Había decidido que tenía que convencerla para que
ampliara el plazo de treinta días. Le gustaba que formara parte de su casa, de
su vida, no quería que se marchara.
Aunque ninguno
de los dos deseaba comprometerse en serio, no había razón para que no siguieran
viviendo juntos. No le importaba cortar con los compromisos sociales de raíz,
si con eso lograba convencerla. Si había razones más profundas motivando su
deseo, no las consideró, limitándose a las puramente lógicas.
El silencio de
la casa lo puso nervioso. Miró en su dormitorio: estaba ordenado, sus
pertenencias no estaban a la vista y le extrañó. Frunció el ceño.
Normalmente la
superficie del tocador estaba llena de cosméticos, había una pila de ropa
doblada sobre una silla y zapatos por toda la habitación. Miley tenía un
problema con los zapatos, pensó. Siempre estaba deseando quitárselos, y
normalmente los dejaba tirados en cualquier sitio.
Su
intranquilidad se acrecentó. Entró en la habitación y abrió el armario. Su ropa
no estaba allí. Abrió los cajones de la cómoda y los encontró vacíos. El
corazón le dio un vuelco.
La comprensión
le dolió como un puñetazo en el estómago.
Se había ido.
Una sucesión de
imágenes del día y la noche anteriores invadió su mente. Nunca se había sentido
tan unido a una mujer. Nunca había percibido tanta honestidad en una mujer.
¿Por qué se había ido?
Anonadado,
volvió a la cocina. Recorrió la habitación a zancadas. ¿Qué había provocado su
marcha?
Nick vio una hoja de papel sobre la mesa. Sobre
ella, el anillo que le había regalado parecía burlarse de él. Levantó la nota y
la leyó.
Querido Nick:
Lo siento mucho, pero no puedo seguir simulando.
Un abrazo,
Miley.
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