Travis frunció el ceño y abrazó a la niña.
—Parece que el secuestrador no sabe nada de la niña —dijo Joseph —. Ni tampoco los padres de Demi. Ahora que Demi ha
estado seis meses separada de Elizabeth, cree que es seguro que vuelva a verla
—dijo Joseph, y bajó la voz—. Lo necesita,
Sebastian. Todo esto ha sido muy difícil para ella.
«Ha sido difícil para todos», pensó Sebastian. «Y no parece
que vaya a mejorar». Sin embargo, quejarse no serviría de nada.
—¿Ha informado a la policía de todo esto?
—No. Eso alertaría a sus padres. Y según ella, se
presentarían al segundo y se llevarían al bebé a Nueva York, a vivir a la finca
familiar. No les resultaría difícil, con toda la artillería legal que tienen. Demi no quiere que eso suceda.
—Yo tampoco querría —respondió Sebastian—. A menos que ésa
fuera la única forma de que Elizabeth estuviera segura.
—Yo preferiría atrapar a ese canalla para no tener que
preocuparme por él —dijo Joseph.
Sebastian dejó escapar un suspiro.
—Al menos, hemos encontrado un punto de acuerdo —comentó, y
después hizo una pausa—. Es muy extraño que ese tipo haya estado siguiéndola
durante tanto tiempo y no haya conseguido atraparla.
—Yo también lo he pensado. O está loco o es un inepto.
—Esperemos que sea un inepto. Supongo que no llevas pistola.
—Ya sabes que odio las armas —respondió Joseph.
—Sí, lo sé. Escucha, ven al Rocking D cuanto antes. Y ten
cuidado. Cuando llegues, encontraremos una solución.
Joseph no respondió durante un momento. Después, carraspeó.
—Eres mucho mejor amigo de lo que me merezco.
Sebastian todavía estaba afectado por la traición de Joseph y tuvo la tentación de darle la razón, pero
entonces recordó todas las historias de su infancia que su amigo le había
contado. Al pensar en la crueldad que había tenido que soportar Joseph a Sebastian le resultó fácil perdonarlo.
—Siempre has sido muy duro contigo mismo, amigo —le dijo—.
Ven a casa y arreglaremos las cosas.
—A casa —repitió Joseph con
la voz ronca—. Así es como yo pienso también en el rancho. Escucha, quiere preguntarte por la niña. Te la paso.
Sebastian se preparó para la conversación.
— ¿Sebastian? —la voz de Demi sonaba
insegura—. ¿Cómo... cómo está?
—Bien —respondió él. Tenía un gran nudo en la garganta—.
Grande. Creciendo mucho. Tiene cuatro dientes ya.
—Cuatro. Vaya.
Sebastian la oyó tragar saliva y su esfuerzo por contener las
lágrimas lo conmovió.
—Debe de haber sido una pesadilla para ti —dijo suavemente.
—Sí —murmuró Demi—. Espero
que me perdones por haberte hecho pasar por todo esto, pero no sabía qué hacer.
Y no sabía que Joseph estaría fuera tanto
tiempo.
—Ninguno lo sabíamos.
—¿De qué color tiene los ojos Elizabeth?
—Azules —respondió Sebastian. Y entonces, lo vio claramente:
eran los ojos de Joseph —. Tiene un mono de
peluche llamado Bruce —añadió, sin saber por qué—. Adora a ese mono.
— ¿De verdad? Ojalá... —a Demi se le escapó un sollozo—. Te
paso... te paso a Joseph—dijo, y se separó
del auricular.
Joseph habló con voz desgarrada por la emoción.
—Estaremos allí lo antes posible. Adiós, amigo.
—Cuídate, Joseph —dijo
Sebastian.
Con el corazón encogido, colgó el teléfono y se volvió hacia
el pequeño grupo que lo estaba esperando en la puerta de la cocina. Todos
tenían una expresión de ansiedad, salvo Elizabeth. Ésta había dejado de
lloriquear y estaba jugando alegremente con el mapache que le había llevado
Travis.
Al ver al bebé, Sebastian sintió una opresión en el pecho. Él
sabía que la vida no podía seguir indefinidamente así. Se había dicho, cientos
de veces, que Demi volvería
un día. Pero cuanto más tiempo tardaba ella, más pensaba Sebastian en que quizá
pudiera desafiar su derecho a recuperar a Elizabeth. Sin embargo, en aquel
momento sabía que ella se había separado de su hija por una buena razón. Se
había sacrificado para proteger a su hija y él no estaba dispuesto a
cuestionarle su papel como madre.
Eso significaba que sus días con Elizabeth estaban contados.
—Creo que será mejor que llamemos a Boone y a Shelby para que
vengan —dijo.
Demi se acurrucó en la cama e intentó no
llorar. Por mucho que lo intentara, no podía imaginarse a su hija con cuatro
dientes. Cuatro. Y con los ojos azules, en vez del color gris e indefinido que
tenía cuando se había visto obligada a separarse de ella.
Elizabeth había cambiado mucho, y ella se había perdido todos
aquellos cambios.
Joseph colgó el teléfono y la rodeó con sus brazos.
—Todo irá bien —dijo con ternura.
—¿De veras? —Preguntó ella con los ojos llenos de lágrimas—.
Ha cambiado mucho... Si alguien se cruzara conmigo por la calle con Elizabeth
en brazos, seguramente yo no reconocería a la niña.
—Claro que sí. Estoy seguro de que no ha podido cambiar
tanto.
Ella tenía un nudo de pena en el estómago.
—Quizá. Aunque en realidad, no es eso lo que realmente me
asusta.
—Entonces ¿qué es?
—Oh, Joseph, después de
todo éste tiempo... ¡es ella la que no me va a reconocer a mí!
Demi deseaba con todas sus fuerzas tomar un
avión y llegar a Colorado antes del anochecer, pero para eso, tendría que usar
su nombre verdadero en el mostrador de la compañía aérea y no podía correr
aquel riesgo.
—Creo que tendrás que alquilar un coche —le dijo a Joseph mientras desayunaban—. Yo lo pagaré encantada...
—No se te ocurra empezar con eso —respondió él, lanzándole
una mirada de dureza.
— ¿Qué?
—No quiero que asumas toda la responsabilidad.
—Pero... yo soy la que debería haber sabido el efecto que
tienen los antibióticos sobre la píldora anticonceptiva —protestó ella—. Si
hubiera sido más lista, esto no habría ocurrido.
—Si hubieras sido más lista, no habrías comenzado a salir
conmigo, para empezar —respondió él con amargura—. Yo debería haberme sentido
orgulloso de decirle a todo el mundo que tú... que te interesaba. En vez de
eso, mantuve lo nuestro en secreto.
—Tú no me obligaste a nada, Joseph. Yo estuve contigo porque quise.
Demi se había dado cuenta de que ninguno de los
dos usaba la palabra amor para describir lo que sentían hacia el otro.
Por su parte, ella dudaba porque no quería que él se sintiera
aún más culpable. Y seguramente, Joseph lo
hacía para mantener la distancia, pese a que resultaba evidente que los dos se
necesitaban, al menos sexualmente. Era posible que él pensara que si afirmaba
que la quería, ella comenzara a dar por hechas ciertas cosas.
—Sin embargo —insistió Joseph —,
si nuestra relación hubiera sido pública, tú habrías podido pedirle consejo a
alguna amiga sobre esos antibióticos.
—Pero entonces Elizabeth no existiría.
—Exacto.
— Joseph... tenemos que
aclarar ciertas cosas. Yo no me arrepiento de un solo minuto de los que he
pasado contigo. Fue un año fabuloso. Y sobre todo, no lamento haberme quedado
embarazada. Aunque supongo que tú no estás muy contento con lo de la niña.
—Supones bien.
—Por esa razón, quiero asumir la responsabilidad en la medida
de lo posible. No quiero que las necesidades de Elizabeth las cubra un hombre
que reniega de su existencia.
— ¡Maldita sea, yo no he dicho eso!
Ella se puso de pie y se apretó el cinturón del albornoz.
—Sí, lo has dicho. ¿Quieres ducharte primero o me ducho yo?
Tenemos que ponernos en camino.
—No hasta que hayamos resuelto esto —respondió Joseph. Apartó
la bandeja del desayuno y se levantó de la silla—. Al decir que reniego de su
existencia, parece que la odio, o que me resulta incómoda. Y eso no es cierto.
Lo que más temo es haber traído al mundo a una niña por accidente, sin tener
ninguna confianza en mis habilidades como padre.
Así que volvían a aquello... Sin embargo, las cosas habían
cambiado desde la última vez que habían mantenido esa discusión.
—Si es así, ¿qué estabas haciendo en un país en guerra,
cuidando huérfanos?
Él hizo un gesto de dolor y después elevó la voz.
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