viernes, 28 de diciembre de 2012

Un Refugio Para El Amor Capitulo 11





Ella nunca había visto tanta intensidad en sus ojos. Bajo aquel escrutinio, se sintió azorada. No había adelgazado todos los kilos que había ganado durante el embarazo de Elizabeth, y la mayoría de los días, aquellos kilos de más hacían que se sintiera más mujer. Le gustaba. Sin embargo, en aquel momento ya no estaba tan segura.
—Supongo que... no soy la misma que antes...
A él le tembló ligeramente la voz.
—Eres perfecta. Y después de cómo te traté hace diecisiete meses, e incluso ahora mismo, cuando te he acusado de intentar obligarme a que me casara contigo, deberías haberme prohibido acariciarte.
A ella se le encogió el corazón. Joseph era muy duro consigo mismo, más de lo que ella habría podido ser jamás.
—Joseph no...
—Pero tú me dejas que te acaricie y que te haga el amor, porque tienes un corazón generoso —le dijo, y se colocó sobre ella sin apartar la mirada de sus ojos—. Y por ese motivo, te estaré eternamente agradecido.
—Sería incapaz de rechazarte —susurró Demi.
—Deberías hacerlo — Joseph entró en su cuerpo y cerró los ojos—. Dios sabe que deberías.
—No puedo —respondió Demi, y le agarró las nalgas—. Deseo esto tanto como tú.
Él abrió los ojos.
—Entonces, además de ser demasiado generosa, eres una tonta, una tonta más grande que yo. Y me voy a aprovechar de eso, Demi. Una vez más —dijo. Empujó con ímpetu y cerró de nuevo los ojos—. Qué dulce. Oh, Demi.
Demi hundió los dedos en su carne y lo mantuvo dentro de ella. Sí, el preservativo hacía que las cosas fueran distintas, los separaba de una manera injusta. Ella lo quería carne contra carne, tan cerca como habían estado antes. Pero no podía tener aquello, y lo que sí podía tener era verdaderamente bueno, también. Joseph llenaba el vacío que la había torturado desde que él se había marchado.
Él abrió los ojos, ardientes de deseo. Su voz estaba llena de pasión contenida.
—Cuando estoy dentro de ti, me parece que soy el dueño del mundo.
Ella deslizó las manos hacia arriba y acariciándole los músculos tensos de la espalda, llegó hasta sus hombros, su cuello y su rostro.
—Y yo —respondió, con una sonrisa temblorosa—. Creía que esto iba a ser rápido y furioso.
—Lo será en cuanto me mueva. Sólo quería saborear esta parte, la primera vez que empujo profundamente y estoy inclinado sobre ti así, mirándote a los ojos, observando cómo se te oscurecen y brillan, y cómo se te sonrojan las mejillas. Y cómo tus pecas comienzan a resaltar.
—¿Mis pecas resaltan?
—Sí, y yo lo he echado mucho de menos. He echado de menos todo lo tuyo, Demi. Tus infusiones de hierbas, lo mandona que eres....
—No soy mandona.
Él se rió.
—Sí lo eres.
—Yo he añorado tu risa.
—Y yo tus suaves gemidos de felicidad —respondió Joseph, y se apoyó en los codos, para rozarle los pechos con el torso—. Enlaza tus dedos con los míos —murmuró—, como lo hacíamos antes.
Ella sabía exactamente lo que quería. Aquél había sido su modo favorito de hacer el amor. Demi deslizó las manos bajo las de Joseph, de forma que estuvieran palma con palma, entrelazadas. Él la agarró con fuerza.
—He echado de menos cómo abres la boca, sólo un poco, sin darte cuenta, cuando yo comienzo a embestir —él se echó hacia atrás y volvió a empujar—. Como si quisieras estar abierta por completo —dijo, y comenzó a moverse rítmicamente.
—Yo he echado de menos tu mirada cuando estás cerca del orgasmo —susurró ella, sin aliento—. Pareces un guerrero fiero.
Él se movía cada vez más vigorosamente, y tenía la voz ronca.
—Entonces ahora debo de parecer muy fiero.
—Sí. Magnífico.
Él le estaba agarrando las manos con tanta fuerza que casi le hacía daño, pero a Demi no le importaba. Su deseo frenético la conducía al borde del precipicio, con él.
—Oh, Demi... —él tomó aliento mientras se hundía en ella, una y otra vez—. ¿Puedes?
—Estoy contigo, Nat. Ámame. Ámame con fuerza.
Él gruñó.
—Oh, Demi.
Alcanzaron juntos el éxtasis, aferrándose el uno al otro desbocadamente, mientras perdían el control.
Cuando se quedaron quietos, jadeantes y lánguidos, ella le acarició la espalda empapada de sudor.
—Bienvenido a casa —murmuró.
La gente había acusado a Steven Pruitt de ser un listo. Pero en aquel momento, se sentía orgulloso de la etiqueta. De hecho, estaba seguro de que esa cualidad era la llave para convertirse en un hombre muy rico. Algún día, sería él quien se alojaría en el Waldorf. Justo bajo las narices de Russell P. Lovato.
Mientras, tenía que ser paciente. Seguir a Demi no era muy diferente a otros encargos que había tenido. Él nunca había necesitado dormir demasiado, y echar cabezaditas en el banco desde el cual estaba vigilando la entrada del hotel era más incómodo, pero soportable.
A algunos podía parecerles que perseguir a una persona durante seis meses para secuestrarla era demasiado tiempo. Pero ésos no entendían la emoción que producía la caza. Él tampoco lo entendía hasta que había comenzado a seguir a Demi. Cuando había descubierto las sensaciones que podía producirle aquella persecución, había decidido disfrutar de ella tanto como le durara el dinero. Probablemente, nunca más en la vida tendría oportunidad de sentirse como James Bond.
Podría seguir así uno o dos meses más. Qué sensación de poder le provocaba hacerla huir. Había llegado a conocerla bien, probablemente mejor que el tipo con el que había subido a la habitación del Waldorf.
Aquel tipo era algo inesperado, pero Steven no lo consideraba un obstáculo importante. Quizá pudiera resultarle de ayuda, incluso. Era evidente que Demi y él tenían algo, y no había nada como hacer travesuras para que la gente se volviera despreocupada. Eso era todo lo que Steven necesitaba para hacer realidad sus sueños: un momento de despreocupación.
Joseh se despertó al oír que alguien llamaba a la puerta. Se levantó, tambaleándose de la cama, sin saber con seguridad dónde estaba.
—Servicio de habitaciones —respondió una mujer a través de la puerta cerrada.
Entonces lo recordó todo y miró a la cama para ver si Demi  todavía estaba allí, pero la cama estaba vacía. Le entró un ataque de pánico. Después de todo, ella lo había dejado. No había confiado en su palabra, a pesar de que le había dicho que no llamaría a sus padres para decirles dónde estaba.
—¡Vuelva más tarde! —dijo a la camarera.
Después, oyó el agua corriendo en el lavabo y entró en el baño sin llamar. Se encontró a Demi lavándose los dientes tranquilamente. Desnuda.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
—Creía que te habías marchado —respondió Joseph.
Sin esperar su respuesta, la abrazó y la besó, con pasta de dientes incluida. Comenzó a acariciarle los pechos y murmuró contra su boca:
—Vuelve a la cama conmigo.
—Tenemos que llamar al rancho —dijo ella.
—Lo haremos. Pero antes necesito un refuerzo.
—¿Pero llamaremos inmediatamente después? —preguntó ella, excitada.
—Te lo prometo. Por favor, Demi, ven conmigo.
Hicieron de nuevo el amor y cuando terminaron, ella le rodeó la cintura con el brazo y apoyó la mejilla contra su pecho.
—Y ahora que hemos arreglado esto, ¿podemos llamar al rancho?
Él sabía que había llegado el momento. Aunque no estaba precisamente entusiasmado ante la idea de hablar con Sebastian sobre aquello, no podían posponerlo más.
—Está bien.
—Antes de que llames, tengo que decirte una cosa.
A él se le encogió el estómago.
—¿Qué?
—Quería asegurarme de que fuera yo la que te contara lo de Elizabeth, así que no le dije a Sebastian que tú eres el padre. Cuando llames, él se enterará de la noticia.
Joseph hizo un gesto de dolor. Si de antemano ya temía aquella llamada, en aquel momento odiaba la idea de tener que hacerla.

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