—Será mejor que tenga dinero —farfulló el taxista mientras
comenzaba a seguir al taxi de Joseph—. Espero que no sea una loca que ha visto
demasiadas películas de James Bond, o la llevaré directamente a la comisaría
más próxima y la entregaré a la policía.
—Tengo dinero —respondió Demi entre
dientes mientras observaba cómo se acercaban ligeramente al otro taxi—. Por
favor, no lo pierda. Es ese taxi que tiene un arañazo en el maletero. ¿Lo ve?
Está cambiando de carril.
—Ya veo que ha cambiado de carril, señora. No empecé a
conducir ayer. ¿Sabe al menos quién va en ese taxi?
—Sí.
—Sí, claro. Probablemente, se cree que es Elvis.
—Sé quién va en ese taxi. Necesito hablar con él.
— ¿Por qué? ¿Quién es?
Muchas veces, de niña, Demi había
observado cómo su madre se enfrentaba a las preguntas que no quería responder.
Erguía la espina dorsal y hablaba con autoridad, como si hubiera nacido para
ello. Demi nunca había probado aquella
técnica, pero decidió intentarlo.
Se puso muy derecha, alzó la barbilla y dijo:
—Creo que eso no es de su incumbencia.
Sin embargo, el esfuerzo no le sirvió de nada.
—¡Por supuesto que lo es! ¡La estoy llevando en mi taxi! Y le
agradecería que no usara ese tono de superioridad, a menos que esté a punto de
decirme que es usted prima hermana de los Rockefeller, cosa que dudo mucho.
«Cerca», pensó Demi pero
no lo dijo. Parecía una vagabunda, y quizá el éxito de su madre a la hora de
esquivar preguntas impertinentes no sólo tuviera que ver con su tono de voz,
sino también con su ropa elegante y la posición que ocupaba en la sociedad. En
el fondo, Demi pensaba que aunque su madre
fuera vestida con harapos, sería capaz de conseguir que la gente hiciera su
voluntad. Había mantenido a su hija y a su marido a raya durante muchos años.
Suspiró. Necesitaba darle una explicación al taxista del
motivo por el que estaban siguiendo a otro taxi... si quería evitar que la
dejara en la cuneta.
—El hombre que va en ese taxi es mi ex novio —dijo—. He
cambiado desde la última vez que nos vimos y no me ha reconocido, pero necesito
hablar con él.
—Quizá él no quiera hablar con usted.
—Quizá no —reconoció ella—, pero tengo algo que decirle, algo
que debe saber.
—Ah, vaya, ya sé a qué se refiere. A unas pataditas en la
barriga, ¿no?
Demi no pudo responder otra cosa que la verdad.
—Más o menos.
—Pobre desgraciado. Pero el que la hace, la paga. ¿Tiene idea
de adonde va ese tipo?
—Supongo que a un hotel.
El taxista suspiró.
—Muy bien. Lo alcanzaré.
—Gracias —respondió Demi.
Se apoyó en el respaldo del asiento mientras se acercaban a
los rascacielos brillantes de Manhattan. Por costumbre, fijó la vista en la
Franklin Publishing Tower, que resplandecía entre el cielo y la tierra como una
de las gargantillas de diamantes de su madre.
Últimamente, sólo tenía conversaciones breves con sus padres.
Los llamaba cada dos semanas. Ellos pensaban que estaba viajando para conocer
el país. De todas formas, no había tenido ninguna conversación sobre algo
importante con ellos durante los últimos años, y no los había visto desde que
se había marchado de casa.
No aprobaban su decisión de abandonar su mundo e intentar
crear su propia vida, y su actitud hacia ella había sido muy seca desde que Demi se había ido a Colorado. Su situación en
aquel momento, con una niña nacida fuera del matrimonio y perseguida por un
posible secuestrador, sólo serviría para confirmar lo que ellos pensaban: que
por sí misma, no conseguiría otra cosa que meterse en líos. Demi no quería darles la oportunidad de que le
dijeran que ya se lo habían advertido.
El taxista la miró por el espejo retrovisor.
—Parece que ese tipo no va al centro, como pensaba usted —le
dijo—. Parece que se dirigen hacia Hudson Parkway. ¿Quiere que continúe
siguiéndolo?
—Sí —respondió ella. Sin embargo, aquel camino la estaba
poniendo nerviosa. Lo conocía muy bien. Pero era sólo una coincidencia que la
primera vez que ponía los pies en Nueva York desde que había salido de la finca
de sus padres, Joseph la condujera hacia
Hudson Valley, directamente hacia Franklin Hall.
—Como ya le he dicho, espero que tenga dinero —dijo el
conductor—. Me parece que ese tipo se dirige a Vermont. ¿De veras quiere que
continuemos?
—Sí, por favor.
Mientras dejaban atrás Manhattan, ella apenas podía creer la
dirección que estaban tomando. Habían pasado Hudson Parkway y habían comenzado
a seguir un camino que era muy familiar para ella, junto al río. Si continuaban
así, llegarían a las mismas puertas de la finca de sus padres. Cuando por fin
llegaron a pocos metros de Lovato Hall, Demi no podía dejar de preguntarse por qué motivo
habría ido allí Joseph.
—Por favor, pare bajo aquel árbol —le pidió al taxista—. Voy
a bajarme aquí.
— ¿Qué va a hacer? —Le preguntó él, en un tono de
desconfianza—. No puedo dejarla aquí, en la oscuridad. Y usted no puede seguir
a ese tipo ahí dentro. Tienen una puerta automática y probablemente, habrá
perros doberman corriendo por ahí. No debería haberla traído. ¿Es usted una
psicópata o algo por el estilo?
Demi estaba temblando con la inyección de adrenalina que había
supuesto acercarse de nuevo a Franklin Hall, pero intentó mantener la calma.
—Puedo entrar a la casa —respondió—. Yo vivía aquí y conozco
el código de la puerta.
—¡Y un cuerno!
—Mire, se lo demostraré. Déjeme pagarle lo que le debo,
primero —dijo. Miró al taxímetro y le dio unos cuantos billetes al hombre,
además de una generosa propina.
Él no se quedó muy contento, de todas formas, al ver el
dinero.
—Permítame que la lleve de vuelta a Manhattan, ¿de acuerdo?
Ni siquiera se lo cobraré. Pero no puedo dejar a una mujer en medio de una
carretera perdida como ésta. Si leyera en el periódico que le ha ocurrido algo,
jamás me lo perdonaría.
Demi observó cómo las luces traseras del otro taxi desaparecían
por el camino que conducía hacia la puerta de la casa.
—Está bien, acérquese ahora a la puerta. Le demostraré que
puedo abrirla.
—Yo la acercaré, pero usted no podrá abrir. Conozco al tipo
de gente que vive en esta zona, en una finca de esta clase, y usted no es de
esas personas.
—A veces, las apariencias engañan —dijo ella, y abrió la
puerta del taxi—. Puede quedarse aquí hasta que yo abra la verja, y después
vuélvase a la ciudad. De ese modo, sabrá que estoy a salvo.
—¿Y si la atacan los perros?
—No hay perros. Al menos, no los había la última vez que
estuve aquí — Demi salió del taxi y se colgó
la mochila del hombro—. Gracias por traerme hasta aquí —dijo, y cerró la
puerta.
Él bajó la ventanilla y sacó la cabeza.
—Demuéstreme que sabe abrir la puerta. Cuando veamos que no
puede, la llevaré de vuelta a Nueva York. No haré preguntas, de veras.
Ella se volvió y sonrió.
—Gracias. Es usted muy amable, pero no será necesario
—respondió Demi.
Aún no estaba segura de lo que iba a hacer cuando estuviera
dentro de la finca, pero aquél era su primer paso. Recordó el código en cuanto
se vio frente al teclado numérico y apretó las cifras sin titubear. Las puertas
se abrieron lentamente.
—Vaya, demonios —dijo el taxista, atónito—. ¿Quién es usted?
—Eso no tiene importancia — Demi le
sonrió de nuevo—. Adiós.
—Esto sí que se lo voy a contar a los chicos.
Ella se estremeció.
—Por favor, no. No se lo cuente a nadie —rogó. Demi no sabía si el hombre que la estaba siguiendo
estaba cerca en aquel momento.
—Mire, si la policía me interroga porque ocurra algo malo,
entonces...
—No tendrán que interrogarlo. Por favor, le suplico que no
cuente nada a los demás taxistas. ¿Podría prometérmelo?
—Sí, se lo prometo. Será mejor que entre. Las puertas vuelven
a cerrarse.
—De acuerdo. Adiós.
—Cuídese.
Ella se dio la vuelta y atravesó la puerta antes de que se
cerraran de nuevo con un sonido metálico que le recordaba una sensación de
claustrofobia muy familiar. Una vez más, estaba prisionera en Lovato Hall.
porque la dejas ahiiiiiii....
ResponderEliminarSIGUELA PLEASE
MARATHÓN.....
MARATHÓN......
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