Demi Lovato notó un hormigueo de ansiedad en el
estómago mientras esperaba en JFK el vuelo de las cinco y cuarenta y cinco
procedente de Londres. Después de diecisiete meses separados, debía
reencontrarse con Joseph Jonas, el hombre al
que había querido y al que todavía quería, disfrazada de vagabunda. Después
tenía que hablarle de Elizabeth, la niña que él no sabía que había concebido,
el bebé al que ella había dejado en Colorado para garantizar su seguridad.
La embarazosa verdad era que alguien la perseguía desde hacía
meses. Pensaba en ello, como si hubiera contraído una enfermedad mortal, que ya
no le permitiera seguir siendo madre. En su infancia y adolescencia, se había
sentido ahogada por los intentos de su padre millonario de protegerla de
posibles secuestros. Se había marchado de casa y había desdeñado una vida de
coches blindados y guardaespaldas, insistiendo en que podía vivir tranquila y
anónimamente sin todo aquello. El hecho de haberse equivocado la enfurecía.
A unos metros, una mujer estaba arrullando a un bebé. Demi sentía un profundo dolor cada vez que veía a
una madre con su hijo. Por su propio bien, no debería mirarlos, pero no podía
dejar de torturarse. Aquél bebé debía de tener unos ocho meses, como Elizabeth,
a juzgar por el trajecito que llevaba. Demi no
podía imaginarse que su propia hija tuviera aquel tamaño. Cuando la había
dejado en el rancho Rocking D, Elizabeth era diminuta, sólo tenía dos meses. Demi no había pensado nunca que su separación
pudiera durar tanto tiempo. Por suerte, Joseph había
vuelto, y eso significaba que ella podría ver pronto a su bebé.
Demi hizo todo lo posible por mitigar
su dolor. Se concentró en el
hecho de que al menos, Elizabeth estaba a salvo. Ella sabía que podía contar
con que sus amigos Sebastian, Travis y Boone protegieran a la niña hasta que Nat volviera y entre todos, decidieran lo que
debían hacer. ida de la aduana. A Demi se le
aceleró el pulso al pensar en el encuentro que se avecinaba. Todavía no había
decidido cómo iba a acercarse a él. Pensar en Joseph
Jonas le provocaba tantas emociones que apenas sabía cómo controlarlas.
Uno de esos sentimientos era la ira. Se había enamorado
locamente de aquel hombre, pero durante el año que había durado su relación, él
había insistido en que la mantuvieran en secreto. Sólo su secretaria, Bonnie,
la mujer que encarnaba el significado de la palabra discreción, sabía que Joseph y ella habían estado juntos.
Demi debería haberse dado cuenta de lo que indicaba aquel deseo de
mantener las cosas en secreto, pero el amor era ciego y había aceptado la explicación
de Joseph de que sus amigos eran unos
entrometidos y que él no quería ninguna interferencia en su relación hasta que
los dos supieran adonde iba. Él sabía perfectamente adonde iban las cosas,
pensó Demi amargamente. A ninguna parte.
Ojalá pudiera odiarlo por aquello. Lo había intentado con
todas sus fuerzas. En vez de eso, no podía dejar de rememorar la noche en que
habían roto. «No debería haber permitido que perdieras el tiempo conmigo. No
merecía la pena».
Después, Joseph la había
dejado, había abandonado su negocio inmobiliario y a sus amigos para marcharse
a un país diminuto, asediado por la guerra, a trabajar de voluntario en los
campos de refugiados. Además de todas las cosas que sentía hacia Joseph, Demi tenía que lidiar con la culpabilidad. Si ella
no lo hubiera presionado para que terminaran con el secreto de aquella relación
y se casaran, él no se habría marchado del país. Se habría quedado en Colorado,
con ella.
Sin embargo, Joseph se
había visto impulsado a escapar y se había marchado a un lugar donde reinaba la
violencia, y donde el frente de batalla cambiaba día a día. Había pasado
diecisiete meses en peligro, y si lo hubieran herido o incluso matado, ella
habría tenido que cargar con la culpa.
Además, también se culpaba por haber tenido a la niña: él le
había dicho que no quería hijos. Ella necesitaba contarle que tenían una hija,
por si acaso quien la estaba siguiendo con el claro propósito de secuestrarla
conseguía salirse con la suya. Pero antes de decirle nada de aquello, tendría
que convencerlo de quién era. La peluca oscura, la ropa enorme y las gafas
gruesas no le resultarían familiares a Joseph.
Y una vez que él hubiera averiguado que esa vagabunda era ella, ¿qué le diría
en primer lugar?
«Joseph, tenemos una hija.
Se llama Elizabeth». Demasiado brusco. Un hombre que había dicho que no quería
tener hijos, seguramente, necesitaba más preparación antes de recibir aquella
noticia. «Joseph,
voy disfrazada de vagabunda porque me persigue un secuestrador». Demasiado,
demasiado pronto. Él acababa de volver de esquivar balas. Se merecía un poco de
paz y tranquilidad antes de que ella le contara todo aquello, además de decirle
que tenía que proteger a Elizabeth, quisiera o no.
A Demi se le encogió el
estómago.
Un hombre alto, con barba y pelo largo, apareció entre la
riada de pasajeros. Llevaba una chaqueta de cuero gastada, pantalones vaqueros
y botas. Del hombro le colgaba una mochila muy parecida a la que llevaba ella
misma. Demi lo observó mientras se movía
entre la multitud con un paso muy familiar. La forma de andar de Joseph.
Miró con detenimiento su rostro, su barba castaña, y se le
aceleró el corazón. La boca. Ella había pasado horas admirando aquella boca
finamente cincelada, clásica como las bocas de las esculturas de Rodin que su
padre atesoraba. Había pasado horas besando aquella boca y disfrutando de sus
besos. Era Joseph.
Pese a la ira y la culpabilidad, Demi sintió
que la alegría más pura recorría sus venas al verlo.
Joseph.
Estaba allí. Estaba bien.
De repente, todo lo que había pensado y decidido pasó a un
segundo plano. Tenía que llegar a él, abrazarlo y dar gracias porque hubiera
vuelto sano y salvo. Sus pesadillas habían comenzado el día en que se había
enterado de dónde estaba y desde entonces, la CNN había sido su única fuente de
información.
Por mucho que se hubiera aconsejado a sí misma que debía
conservar la calma cuando lo viera, distaba mucho de sentir tranquilidad. Tenía
ganas de llorar de gratitud por su regreso. Joseph
era como un oasis en medio del desierto en el que se había convertido su vida
sin él.
Lo devoró con la mirada mientras dejaba escapar un suspiro de
felicidad. Gracias a Dios, tenía buen aspecto. Estaba bronceado y el pelo le
brillaba. Estaba tan atractivo que Demi no
pudo evitar preguntarse si habría salido con alguna mujer desde que se había
ido. Seguramente, alguna se habría enamorado profundamente de aquel enorme y
guapo vaquero que había ido a su país a ayudar. Demi
sabía que eso podía suceder con mucha facilidad y sintió una punzada de
dolor en el corazón.
Pero que él tal vez hubiera encontrado otro amor no era
asunto suyo. Joseph era libre de hacer lo que quisiera. Diecisiete
meses era mucho tiempo para que un hombre soltero y saludable de treinta y tres
años no tuviera relaciones sexuales.
Ella no se lo preguntaría, pero con sólo pensarlo sentía
ganas de llorar.
Se acercó y concentró la mirada en su rostro, intentando que
él la mirara también. Antes había una conexión mágica entre los dos, y quizá,
si conseguía que Joseph se fijara en ella,
éste la reconocería a pesar de su disfraz. Se quedaría asombrado, claro, y
posiblemente incluso se preguntara si ella se había vuelto loca en su ausencia.
En cierto modo, así era. Loca de preocupación y de amor. De
amor. Pero no podía decirle que todavía lo quería. Debía tener muchísima
prudencia en aquel punto, a menos... a menos que él también se hubiera vuelto
un poco loco. Aunque ella había intentado por todos los medios sofocar aquella
esperanza, no lo había conseguido.
Por fin, Joseph la miró y
ella abrió la boca para llamarlo. No, no se había equivocado. Era él. Pero sus
ojos azules, que una vez estuvieron llenos de buen humor, eran dos pedazos de hielo.
Demi se preguntó qué habría visto Joseph en aquellos campos de refugiados que había
dejado aquella huella en su mirada.
Él no la reconoció y siguió recorriendo la terminal. Ella
debía alcanzarlo y hacerle saber lo del bebé antes de que Joseph llamara
a Rocking D. En el rancho, quien respondiera a su llamada le diría
inmediatamente que había dejado allí a Elizabeth. Aunque ella no hubiera dado
el nombre del padre, Joseph lo comprendería
todo en cuanto le dijeran la edad del bebé. Y ella no podía permitir que
averiguara la verdad de esa manera.
Tenía que apresurarse a alcanzarlo. Lo siguió esquivando
maletas, gente y carros motorizados, sin perderlo de vista mientras él se
dirigía a la salida. Sabía que él tenía pensado atender algunos negocios antes
de volar hacia Colorado. Su secretaria, la única persona con la que Joseph se había
puesto en contacto antes de volver, se lo había dicho.
Bonnie no sabía nada del bebé ni del secuestrador. Pensaba
que estaba ayudando a Demi a organizar una
bienvenida sorpresa para Joseph. Durante el
año en el que habían estado juntos en secreto, Bonnie había arreglado muchas
citas para ellos, y parecía que disfrutaba de su papel de casamentera.
Cuando se separaron, Bonnie llamó a Demi
para sugerirle que intentara arreglar las cosas. Ella se había negado,
convencida de que Joseph siempre había considerado su relación algo
pasajero, razón por la cual lo había mantenido todo en secreto. Pero cuando su
embarazo se confirmó, había llamado a Bonnie y se había enterado de que Joseph estaba fuera del país y que no había forma
de localizarlo. Desde entonces, había hecho uso de su amistad con la secretaria
para averiguar exactamente cuándo volvía Joseph.
La escalera mecánica, abarrotada de gente con sus maletas, le
impidió alcanzar a Joseph. Estaba segura de que tomaría un taxi a su hotel,
así que decidió que ella tomaría otro y lo abordaría en el vestíbulo. Eso sería
lo mejor. Quizá pudieran beber algo en el bar del hotel mientras hablaban de
las opciones que tenían. Lo siguió hasta la fila de taxis y observó cómo subía
al primero y cerraba la puerta. Ella se acercó al siguiente y con una rápida
expresión de agradecimiento, declinó el ofrecimiento del taxista de ayudarla
con su mochila.
—Tengo mucha prisa —dijo al conductor, mientras se sentaba en
el asiento trasero.
—De acuerdo —respondió el taxista, y se acomodó tras el
volante—. ¿Adonde vamos?
—Siga a ese taxi —le ordenó ella, señalando al que se llevaba
a Joseph.
Él se giró en el asiento y la miró fijamente.
— ¿Está bromeando?
— ¡No, no estoy bromeando! —respondió ella, asustada al ver
que el otro taxi se alejaba—. ¡A aquel! ¡Y no lo pierda!
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