martes, 18 de diciembre de 2012

Un Refugio para el Amor Capitulo 1





Demi Lovato notó un hormigueo de ansiedad en el estómago mientras esperaba en JFK el vuelo de las cinco y cuarenta y cinco procedente de Londres. Después de diecisiete meses separados, debía reencontrarse con Joseph Jonas, el hombre al que había querido y al que todavía quería, disfrazada de vagabunda. Después tenía que hablarle de Elizabeth, la niña que él no sabía que había concebido, el bebé al que ella había dejado en Colorado para garantizar su seguridad.

La embarazosa verdad era que alguien la perseguía desde hacía meses. Pensaba en ello, como si hubiera contraído una enfermedad mortal, que ya no le permitiera seguir siendo madre. En su infancia y adolescencia, se había sentido ahogada por los intentos de su padre millonario de protegerla de posibles secuestros. Se había marchado de casa y había desdeñado una vida de coches blindados y guardaespaldas, insistiendo en que podía vivir tranquila y anónimamente sin todo aquello. El hecho de haberse equivocado la enfurecía.

A unos metros, una mujer estaba arrullando a un bebé. Demi sentía un profundo dolor cada vez que veía a una madre con su hijo. Por su propio bien, no debería mirarlos, pero no podía dejar de torturarse. Aquél bebé debía de tener unos ocho meses, como Elizabeth, a juzgar por el trajecito que llevaba. Demi no podía imaginarse que su propia hija tuviera aquel tamaño. Cuando la había dejado en el rancho Rocking D, Elizabeth era diminuta, sólo tenía dos meses. Demi no había pensado nunca que su separación pudiera durar tanto tiempo. Por suerte, Joseph había vuelto, y eso significaba que ella podría ver pronto a su bebé.
Demi hizo todo lo posible por mitigar 
su dolor. Se concentró en el hecho de que al menos, Elizabeth estaba a salvo. Ella sabía que podía contar con que sus amigos Sebastian, Travis y Boone protegieran a la niña hasta que Nat volviera y entre todos, decidieran lo que debían hacer. ida de la aduana. A Demi se le aceleró el pulso al pensar en el encuentro que se avecinaba. Todavía no había decidido cómo iba a acercarse a él. Pensar en Joseph Jonas le provocaba tantas emociones que apenas sabía cómo controlarlas.
Uno de esos sentimientos era la ira. Se había enamorado locamente de aquel hombre, pero durante el año que había durado su relación, él había insistido en que la mantuvieran en secreto. Sólo su secretaria, Bonnie, la mujer que encarnaba el significado de la palabra discreción, sabía que Joseph y ella habían estado juntos.

Demi debería haberse dado cuenta de lo que indicaba aquel deseo de mantener las cosas en secreto, pero el amor era ciego y había aceptado la explicación de Joseph de que sus amigos eran unos entrometidos y que él no quería ninguna interferencia en su relación hasta que los dos supieran adonde iba. Él sabía perfectamente adonde iban las cosas, pensó Demi amargamente. A ninguna parte.
Ojalá pudiera odiarlo por aquello. Lo había intentado con todas sus fuerzas. En vez de eso, no podía dejar de rememorar la noche en que habían roto. «No debería haber permitido que perdieras el tiempo conmigo. No merecía la pena».

Después, Joseph la había dejado, había abandonado su negocio inmobiliario y a sus amigos para marcharse a un país diminuto, asediado por la guerra, a trabajar de voluntario en los campos de refugiados. Además de todas las cosas que sentía hacia Joseph, Demi tenía que lidiar con la culpabilidad. Si ella no lo hubiera presionado para que terminaran con el secreto de aquella relación y se casaran, él no se habría marchado del país. Se habría quedado en Colorado, con ella.

Sin embargo, Joseph se había visto impulsado a escapar y se había marchado a un lugar donde reinaba la violencia, y donde el frente de batalla cambiaba día a día. Había pasado diecisiete meses en peligro, y si lo hubieran herido o incluso matado, ella habría tenido que cargar con la culpa.

Además, también se culpaba por haber tenido a la niña: él le había dicho que no quería hijos. Ella necesitaba contarle que tenían una hija, por si acaso quien la estaba siguiendo con el claro propósito de secuestrarla conseguía salirse con la suya. Pero antes de decirle nada de aquello, tendría que convencerlo de quién era. La peluca oscura, la ropa enorme y las gafas gruesas no le resultarían familiares a Joseph. Y una vez que él hubiera averiguado que esa vagabunda era ella, ¿qué le diría en primer lugar?

«Joseph, tenemos una hija. Se llama Elizabeth». Demasiado brusco. Un hombre que había dicho que no quería tener hijos, seguramente, necesitaba más preparación antes de recibir aquella noticia. «Joseph, voy disfrazada de vagabunda porque me persigue un secuestrador». Demasiado, demasiado pronto. Él acababa de volver de esquivar balas. Se merecía un poco de paz y tranquilidad antes de que ella le contara todo aquello, además de decirle que tenía que proteger a Elizabeth, quisiera o no.
A Demi se le encogió el estómago.

Un hombre alto, con barba y pelo largo, apareció entre la riada de pasajeros. Llevaba una chaqueta de cuero gastada, pantalones vaqueros y botas. Del hombro le colgaba una mochila muy parecida a la que llevaba ella misma. Demi lo observó mientras se movía entre la multitud con un paso muy familiar. La forma de andar de Joseph.

Miró con detenimiento su rostro, su barba castaña, y se le aceleró el corazón. La boca. Ella había pasado horas admirando aquella boca finamente cincelada, clásica como las bocas de las esculturas de Rodin que su padre atesoraba. Había pasado horas besando aquella boca y disfrutando de sus besos. Era Joseph. Pese a la ira y la culpabilidad, Demi sintió que la alegría más pura recorría sus venas al verlo. Joseph. Estaba allí. Estaba bien.
De repente, todo lo que había pensado y decidido pasó a un segundo plano. Tenía que llegar a él, abrazarlo y dar gracias porque hubiera vuelto sano y salvo. Sus pesadillas habían comenzado el día en que se había enterado de dónde estaba y desde entonces, la CNN había sido su única fuente de información.
Por mucho que se hubiera aconsejado a sí misma que debía conservar la calma cuando lo viera, distaba mucho de sentir tranquilidad. Tenía ganas de llorar de gratitud por su regreso. Joseph era como un oasis en medio del desierto en el que se había convertido su vida sin él.
Lo devoró con la mirada mientras dejaba escapar un suspiro de felicidad. Gracias a Dios, tenía buen aspecto. Estaba bronceado y el pelo le brillaba. Estaba tan atractivo que Demi no pudo evitar preguntarse si habría salido con alguna mujer desde que se había ido. Seguramente, alguna se habría enamorado profundamente de aquel enorme y guapo vaquero que había ido a su país a ayudar. Demi sabía que eso podía suceder con mucha facilidad y sintió una punzada de dolor en el corazón.
Pero que él tal vez hubiera encontrado otro amor no era asunto suyo. Joseph  era libre de hacer lo que quisiera. Diecisiete meses era mucho tiempo para que un hombre soltero y saludable de treinta y tres años no tuviera relaciones sexuales.
Ella no se lo preguntaría, pero con sólo pensarlo sentía ganas de llorar.
Se acercó y concentró la mirada en su rostro, intentando que él la mirara también. Antes había una conexión mágica entre los dos, y quizá, si conseguía que Joseph se fijara en ella, éste la reconocería a pesar de su disfraz. Se quedaría asombrado, claro, y posiblemente incluso se preguntara si ella se había vuelto loca en su ausencia.
En cierto modo, así era. Loca de preocupación y de amor. De amor. Pero no podía decirle que todavía lo quería. Debía tener muchísima prudencia en aquel punto, a menos... a menos que él también se hubiera vuelto un poco loco. Aunque ella había intentado por todos los medios sofocar aquella esperanza, no lo había conseguido.

Por fin, Joseph la miró y ella abrió la boca para llamarlo. No, no se había equivocado. Era él. Pero sus ojos azules, que una vez estuvieron llenos de buen humor, eran dos pedazos de hielo. Demi se preguntó qué habría visto Joseph en aquellos campos de refugiados que había dejado aquella huella en su mirada.
Él no la reconoció y siguió recorriendo la terminal. Ella debía alcanzarlo y hacerle saber lo del bebé antes de que Joseph llamara a Rocking D. En el rancho, quien respondiera a su llamada le diría inmediatamente que había dejado allí a Elizabeth. Aunque ella no hubiera dado el nombre del padre, Joseph lo comprendería todo en cuanto le dijeran la edad del bebé. Y ella no podía permitir que averiguara la verdad de esa manera.

Tenía que apresurarse a alcanzarlo. Lo siguió esquivando maletas, gente y carros motorizados, sin perderlo de vista mientras él se dirigía a la salida. Sabía que él tenía pensado atender algunos negocios antes de volar hacia Colorado. Su secretaria, la única persona con la que Joseph se había puesto en contacto antes de volver, se lo había dicho.
Bonnie no sabía nada del bebé ni del secuestrador. Pensaba que estaba ayudando a Demi a organizar una bienvenida sorpresa para Joseph. Durante el año en el que habían estado juntos en secreto, Bonnie había arreglado muchas citas para ellos, y parecía que disfrutaba de su papel de casamentera.
Cuando se separaron, Bonnie llamó a Demi para sugerirle que intentara arreglar las cosas. Ella se había negado, convencida de que Joseph siempre había considerado su relación algo pasajero, razón por la cual lo había mantenido todo en secreto. Pero cuando su embarazo se confirmó, había llamado a Bonnie y se había enterado de que Joseph estaba fuera del país y que no había forma de localizarlo. Desde entonces, había hecho uso de su amistad con la secretaria para averiguar exactamente cuándo volvía Joseph.
La escalera mecánica, abarrotada de gente con sus maletas, le impidió alcanzar a Joseph. Estaba segura de que tomaría un taxi a su hotel, así que decidió que ella tomaría otro y lo abordaría en el vestíbulo. Eso sería lo mejor. Quizá pudieran beber algo en el bar del hotel mientras hablaban de las opciones que tenían. Lo siguió hasta la fila de taxis y observó cómo subía al primero y cerraba la puerta. Ella se acercó al siguiente y con una rápida expresión de agradecimiento, declinó el ofrecimiento del taxista de ayudarla con su mochila.
—Tengo mucha prisa —dijo al conductor, mientras se sentaba en el asiento trasero.
—De acuerdo —respondió el taxista, y se acomodó tras el volante—. ¿Adonde vamos?
—Siga a ese taxi —le ordenó ella, señalando al que se llevaba a Joseph.
Él se giró en el asiento y la miró fijamente.
— ¿Está bromeando?
— ¡No, no estoy bromeando! —respondió ella, asustada al ver que el otro taxi se alejaba—. ¡A aquel! ¡Y no lo pierda!

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