—No le diga que ha venido a vernos —dijo Adele—. Por favor.
Quizá piense que le hemos pedido que la encuentre.
—No se preocupe, no lo haré.
Russell se levantó de la butaca.
—Pero si quiere el dinero para su fundación, tendrá que
decirnos dónde está cuando la localice.
Joseph lo miró fijamente. Aquello parecía justo, pero él no podía
aceptar el trato. Antes tenía que hablar con Demi y
averiguar por qué se había marchado de aquella forma.
—No puedo prometerle eso. Intentaré convencerla de que salga
de su escondite para que ustedes no tengan que preocuparse por ella, pero en
estas circunstancias, quizá deba retirar mi petición de patrocinio.
—No, no lo haga —dijo Russell, con el fantasma de una sonrisa
en los labios—, pero no puede culparme por intentar presionarlo.
Joseph sonrió también.
—No, es verdad.
—Mis contables se pondrán en contacto con usted en su oficina
de Colorado dentro de unos cuantos días.
— ¿Y si Demi averigua que
lo estamos ayudando con la fundación? Sabrá que tenemos relación...
Joseph ya había oído suficiente. Había aprendido que la vida podía
ser corta y brutal, y no tenía tiempo para juegos.
—Miren, el bienestar de esos huérfanos es demasiado
importante como para permitir que Demi interfiera
con la recaudación de fondos. A menos que se haya convertido en alguien diferente
a la persona que yo conocí, no querrá interferir, sea cual sea su situación
personal. Y yo tengo intención de averiguar cuál es.
—Parece que está muy seguro de que lo va a conseguir —dijo
Adele.
—Estoy seguro —respondió Joseph.
No quería pensar en ninguna otra posibilidad.
La ha llamado Demi —dijo
Adele—. ¿Ahora quiere que la llamen así?
Joseph la miró.
—No. Yo... yo la llamo así —dijo, y se dio cuenta de lo
familiar que sonaba. Sus padres utilizaban el nombre completo cuando hablaban
de ella.
—Ya entiendo —dijo Adele. Era evidente que lo entendía todo.
Russell carraspeó.
—No sé cuál es exactamente su relación con mi hija, y no sé
si quiero saberlo —dijo—. Quizá usted la dejó plantada, o quizá no. Pero si la
encuentra y puede decírnoslo, por favor, en éste número se pondrá en contacto
directamente conmigo —tendió a Joseph una
tarjeta.
—La encontraré.
Russell extendió la mano con una súplica en la mirada.
Evidentemente, era demasiado orgulloso como para expresarla con palabras, pero
estaba allí.
—Buena suerte, hijo.
Demi no se molestó en seguir el camino que discurría alrededor de
la casa. Se movió entre los árboles, saludándolos como si fueran viejos amigos,
mientras intentaba decidir qué iba a hacer cuando llegara a la mansión. No
podía entender qué estaba haciendo allí Joseph.
No se atrevía a pensar que la estuviera buscando.
Su primera visión de la casa le provocó nostalgia. La mayor
parte del tiempo que había vivido allí se había sentido atrapada, pero también
segura. Y la seguridad le parecía algo bueno en aquel momento.
Sin embargo, si se acercaba a la casa de sus padres y
aceptaba la protección que ellos querrían darle, perdería toda la independencia
que había ganado. Y la lucha ya no era sólo por sí misma. Elizabeth se merecía
crecer como una niña normal, en vez de estar siempre rodeada de guardaespaldas,
fuera adonde fuera.
Aun así, el atractivo del hogar era fuerte, incluso después
de tanto tiempo. El olor familiar del humo le produjo una opresión en la
garganta. Se imaginaba a su padre y a su madre, cada uno sentado en su butaca
favorita, frente al fuego, leyendo.
Se preguntó si Joseph no
estaría sentado con ellos en aquel mismo instante. ¿Sobre qué estarían
hablando? Se le ocurrió una idea horrible. Si ella le hablaba a Joseph de Elizabeth y del secuestrador, era
posible que él insistiera en que volviera a casa y se lo contara todo a sus
padres. Si él decidía decírselo, ella no podría impedirlo.
Y con la libertad de Elizabeth en juego, quizá no debiera
contarle demasiadas cosas a Joseph antes de
estar segura de que éste no iría corriendo a darles aquella información a sus
padres. Demi no creía que fuera capaz de
traicionarla, pero no podía estar segura. Después de todo, esa noche, Joseph estaba en Lovato
Hall.
Necesitaba un plan.
El taxi en el que había ido Joseph
estaba vacío en la carretera hacia la casa. El conductor estaba paseando cerca,
fumando un cigarro. Volvió al taxi para apagarlo en el cenicero, lo cual era
todo un detalle, pensó Demi. A Herb, el
jardinero, le daría un ataque si encontrara una colilla tirada en el césped que
mantenía aterciopelado.
Después, el conductor se alejó del coche de nuevo y fue hasta
el promontorio que descendía hacia el río. En aquel momento, aparecieron las
luces de una barcaza sobre el agua y se oyó el retumbar de unos motores. El
conductor se quedó inmóvil, de espaldas a ella, con las manos en los bolsillos,
mientras miraba el barco aproximarse.
A Demi se le aceleró el
pulso al darse cuenta de que tenía una buena oportunidad. Joseph había ido hasta allí en el asiento
delantero, junto al taxista, y sin duda, haría el viaje de vuelta en el mismo
asiento. Mientras el conductor observaba cómo pasaba la barcaza, ella podría
esconderse en el suelo del asiento trasero. El ruido del motor del coche amortiguaría
el sonido que haría la puerta del taxi al abrirse y cerrarse.
A menos que Joseph saliera
en el momento exacto en el que ella se metía en el vehículo, podría ir en el
mismo coche que él hasta su hotel. Cuando llegaran, se dejaría ver. Ojalá el
taxista no padeciera del corazón.
Corrió hacia el taxi, abrió una de las puertas traseras y se
agachó en el suelo del vehículo. Después cerró de nuevo, tan silenciosamente
como pudo. El conductor continuaba mirando la barcaza que seguía el curso del
río hacia el mar. Posiblemente, pensaba que no necesitaba vigilar el taxi
estando entre los muros de Lovato Hall.
Ella se tumbó y se quedó inmóvil en el suelo, con la cabeza
apoyada en la mochila. Se obligó a relajarse y a controlar la respiración,
inhalando profunda y lentamente, pero estuvo a punto de ahogarse con el olor a
tabaco que emanaba de la moqueta.
«Hago esto por Elizabeth», se dijo. Gradualmente, se
acostumbró al repugnante olor. El bienestar de Elizabeth merecía cualquier
sacrificio.
Pese a aquella incómoda postura, consiguió relajarse. En ese
momento, oyó la puerta principal de la casa, que se abría y se cerraba, y de
repente, comenzó a respirar con dificultad. Joseph
se estaba acercando.
— ¿Ya ha terminado? —dijo el taxista.
—Sí, ya podemos marcharnos —respondió Joseph.
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