Ella nunca había visto tanta intensidad en sus ojos. Bajo
aquel escrutinio, se sintió azorada. No había adelgazado todos los kilos que
había ganado durante el embarazo de Elizabeth, y la mayoría de los días,
aquellos kilos de más hacían que se sintiera más mujer. Le gustaba. Sin
embargo, en aquel momento ya no estaba tan segura.
—Supongo que... no soy la misma que antes...
A él le tembló ligeramente la voz.
—Eres perfecta. Y después de cómo te traté hace diecisiete
meses, e incluso ahora mismo, cuando te he acusado de intentar obligarme a que
me casara contigo, deberías haberme prohibido acariciarte.
A ella se le encogió el corazón. Joseph
era muy duro consigo mismo, más de lo que ella habría podido ser jamás.
—Joseph no...
—Pero tú me dejas que te acaricie y que te haga el amor,
porque tienes un corazón generoso —le dijo, y se colocó sobre ella sin apartar
la mirada de sus ojos—. Y por ese motivo, te estaré eternamente agradecido.
—Sería incapaz de rechazarte —susurró Demi.
—Deberías hacerlo — Joseph entró
en su cuerpo y cerró los ojos—. Dios sabe que deberías.
—No puedo —respondió Demi,
y le agarró las nalgas—. Deseo esto tanto como tú.
Él abrió los ojos.
—Entonces, además de ser demasiado generosa, eres una tonta,
una tonta más grande que yo. Y me voy a aprovechar de eso, Demi. Una vez
más —dijo. Empujó con ímpetu y cerró de nuevo los ojos—. Qué dulce. Oh, Demi.
Demi hundió los dedos en su carne y lo mantuvo dentro de ella. Sí,
el preservativo hacía que las cosas fueran distintas, los separaba de una
manera injusta. Ella lo quería carne contra carne, tan cerca como habían estado
antes. Pero no podía tener aquello, y lo que sí podía tener era verdaderamente
bueno, también. Joseph llenaba el vacío que
la había torturado desde que él se había marchado.
Él abrió los ojos, ardientes de deseo. Su voz estaba llena de
pasión contenida.
—Cuando estoy dentro de ti, me parece que soy el dueño del
mundo.
Ella deslizó las manos hacia arriba y acariciándole los
músculos tensos de la espalda, llegó hasta sus hombros, su cuello y su rostro.
—Y yo —respondió, con una sonrisa temblorosa—. Creía que esto
iba a ser rápido y furioso.
—Lo será en cuanto me mueva. Sólo quería saborear esta parte,
la primera vez que empujo profundamente y estoy inclinado sobre ti así,
mirándote a los ojos, observando cómo se te oscurecen y brillan, y cómo se te
sonrojan las mejillas. Y cómo tus pecas comienzan a resaltar.
—¿Mis pecas resaltan?
—Sí, y yo lo he echado mucho de menos. He echado de menos
todo lo tuyo, Demi.
Tus infusiones de hierbas, lo mandona que eres....
—No soy mandona.
Él se rió.
—Sí lo eres.
—Yo he añorado tu risa.
—Y yo tus suaves gemidos de felicidad —respondió Joseph, y se apoyó en los codos, para rozarle los
pechos con el torso—. Enlaza tus dedos con los míos —murmuró—, como lo hacíamos
antes.
Ella sabía exactamente lo que quería. Aquél había sido su
modo favorito de hacer el amor. Demi deslizó
las manos bajo las de Joseph, de forma que
estuvieran palma con palma, entrelazadas. Él la agarró con fuerza.
—He echado de menos cómo abres la boca, sólo un poco, sin
darte cuenta, cuando yo comienzo a embestir —él se echó hacia atrás y volvió a
empujar—. Como si quisieras estar abierta por completo —dijo, y comenzó a
moverse rítmicamente.
—Yo he echado de menos tu mirada cuando estás cerca del
orgasmo —susurró ella, sin aliento—. Pareces un guerrero fiero.
Él se movía cada vez más vigorosamente, y tenía la voz ronca.
—Entonces ahora debo de parecer muy fiero.
—Sí. Magnífico.
Él le estaba agarrando las manos con tanta fuerza que casi le
hacía daño, pero a Demi no le importaba. Su
deseo frenético la conducía al borde del precipicio, con él.
—Oh, Demi... —él tomó aliento mientras se hundía en ella,
una y otra vez—. ¿Puedes?
—Estoy contigo, Nat. Ámame. Ámame con fuerza.
Él gruñó.
—Oh, Demi.
Alcanzaron juntos el éxtasis, aferrándose el uno al otro
desbocadamente, mientras perdían el control.
Cuando se quedaron quietos, jadeantes y lánguidos, ella le
acarició la espalda empapada de sudor.
—Bienvenido a casa —murmuró.
La gente había acusado a Steven Pruitt de ser un listo. Pero
en aquel momento, se sentía orgulloso de la etiqueta. De hecho, estaba seguro
de que esa cualidad era la llave para convertirse en un hombre muy rico. Algún
día, sería él quien se alojaría en el Waldorf. Justo bajo las narices de
Russell P. Lovato.
Mientras, tenía que ser paciente. Seguir a Demi no era muy diferente a otros encargos que
había tenido. Él nunca había necesitado dormir demasiado, y echar cabezaditas
en el banco desde el cual estaba vigilando la entrada del hotel era más
incómodo, pero soportable.
A algunos podía parecerles que perseguir a una persona
durante seis meses para secuestrarla era demasiado tiempo. Pero ésos no
entendían la emoción que producía la caza. Él tampoco lo entendía hasta que
había comenzado a seguir a Demi. Cuando había descubierto las sensaciones que
podía producirle aquella persecución, había decidido disfrutar de ella tanto
como le durara el dinero. Probablemente, nunca más en la vida tendría
oportunidad de sentirse como James Bond.
Podría seguir así uno o dos meses más. Qué sensación de poder
le provocaba hacerla huir. Había llegado a conocerla bien, probablemente mejor
que el tipo con el que había subido a la habitación del Waldorf.
Aquel tipo era algo inesperado, pero Steven no lo consideraba
un obstáculo importante. Quizá pudiera resultarle de ayuda, incluso. Era
evidente que Demi y él tenían algo, y no
había nada como hacer travesuras para que la gente se volviera despreocupada.
Eso era todo lo que Steven necesitaba para hacer realidad sus sueños: un
momento de despreocupación.
Joseh se despertó al oír que alguien llamaba a la puerta. Se
levantó, tambaleándose de la cama, sin saber con seguridad dónde estaba.
—Servicio de habitaciones —respondió una mujer a través de la
puerta cerrada.
Entonces lo recordó todo y miró a la cama para ver si Demi todavía estaba allí, pero la cama estaba
vacía. Le entró un ataque de pánico. Después de todo, ella lo había dejado. No
había confiado en su palabra, a pesar de que le había dicho que no llamaría a
sus padres para decirles dónde estaba.
—¡Vuelva más tarde! —dijo a la camarera.
Después, oyó el agua corriendo en el lavabo y entró en el
baño sin llamar. Se encontró a Demi lavándose
los dientes tranquilamente. Desnuda.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
—Creía que te habías marchado —respondió Joseph.
Sin esperar su respuesta, la abrazó y la besó, con pasta de
dientes incluida. Comenzó a acariciarle los pechos y murmuró contra su boca:
—Vuelve a la cama conmigo.
—Tenemos que llamar al rancho —dijo ella.
—Lo haremos. Pero antes necesito un refuerzo.
—¿Pero llamaremos inmediatamente después? —preguntó ella,
excitada.
—Te lo prometo. Por favor, Demi, ven conmigo.
Hicieron de nuevo el amor y cuando terminaron, ella le rodeó
la cintura con el brazo y apoyó la mejilla contra su pecho.
—Y ahora que hemos arreglado esto, ¿podemos llamar al rancho?
Él sabía que había llegado el momento. Aunque no estaba
precisamente entusiasmado ante la idea de hablar con Sebastian sobre aquello,
no podían posponerlo más.
—Está bien.
—Antes de que llames, tengo que decirte una cosa.
A él se le encogió el estómago.
—¿Qué?
—Quería asegurarme de que fuera yo la que te contara lo de
Elizabeth, así que no le dije a Sebastian que tú eres el padre. Cuando llames,
él se enterará de la noticia.
Joseph hizo un gesto de dolor. Si de antemano ya temía aquella
llamada, en aquel momento odiaba la idea de tener que hacerla.