Demi no quería dormir. Sólo quería mirar a
Elizabeth y escuchar su respiración.
Estaba en la cama, pensando cómo iba a acercarse a la niña
cuando se despertara. Era evidente que debía tomarse las cosas con calma hasta
que la niña volviera a acostumbrarse a ella. El hecho de saber que Elizabeth
había convivido con tres familias le daba confianza en que su hija no sería tan
inflexible como hubiera sido si hubiera vivido únicamente con Sebastian y Matty
en el Rocking D. De todos modos, Jessica no se engañaba pensando que la
transición sería fácil.
Por el momento, sin embargo, se conformaba con estar en la
misma habitación que su hija. Joseph no se
había quedado muy satisfecho con la idea de dormir en otro lugar, pero ella
sabía que dormir en la misma cama que él sobrecargaría los circuitos.
Para empezar, no habría podido concentrarse en su hija y en
aquel momento, eso era lo más importante. Por otro lado, creía de veras que no
debía hacer el amor con él. Y si compartían la cama, acabarían haciéndolo sin
remedio.
Aunque podría haber jurado que no había dormido en absoluto,
abrió los ojos y se dio cuenta de que la habitación estaba iluminada con la
suave luz del amanecer.
—Ba —decía una suave voz—. Ba, ba.
A ella se le aceleró el pulso. Elizabeth estaba despierta.
Con cautela, Demi apartó
el edredón para poder ver la cuna.
Elizabeth estaba a gatas frente a ella. Oh, sí, tenía los
ojos azules de Joseph y su pelo cobrizo.
Tenía las mejillas rosadas del sueño. Podría haberse quedado mirándola para
siempre.
—Ba, ba —repitió Elizabeth, y babeó. Con la atención fija en
lo que estaba viendo sobre la cama, se agarró a las barras de la cuna y se
levantó. Se puso de pie.
Demi se quedó inmóvil, observándola, fascinada
por los avances que había hecho la niña en su ausencia. Tragó saliva para
intentar deshacer el nudo que tenía en la garganta. Habían ocurrido muchas
cosas mientras ella estaba fuera. Demasiadas.
Agarrada con fuerza a los barrotes, Elizabeth comenzó a
sacudir la cuna.
—¡Ba! —gritó, y enseñó sus nuevos dientes mientras seguía
sacudiendo la cuna.
—Hola, pequeñina —murmuró Demi. Al ver aquellos dientecitos, se
le llenaron los ojos de lágrimas. Su hijita había crecido mucho.
Elizabeth dejó de moverse y la miró fijamente.
—Soy yo, tu mamá —dijo Demi, suavemente.
Elizabeth no estaba asustada. La miraba con curiosidad.
—Eres una niña preciosa —dijo Demi. Moviéndose con lentitud, se
apoyó sobre un codo en la cama—. ¿Te acuerdas de mí?
Una chispa de preocupación se encendió en los ojos azules.
—No pasa nada —dijo Demi en voz baja mientras se incorporaba y se
sentaba sobre la cama—. Te acostumbrarás de nuevo a mí. Te...
El grito de miedo de Elizabeth le heló la sangre.
—No te voy a hacer daño, cariño —dijo en tono suplicante a la
niña, mientras Elizabeth comenzaba a lloriquear. El instinto hizo que Demi
saliera de la cama y
se acercara a la cuna—. No tengas miedo —susurró, y alargó los brazos para
tomarla—. Por favor, no tengas miedo. Soy yo. Tu mamá.
Con un grito más alto aún, Elizabeth se echó hacia atrás para
escapar de Demi y
se dio un golpe en la cabeza con la cuna. Entonces, comenzó a llorar
desconsoladamente.
—Oh, no — Demi descorrió el cerrojo de la barandilla y se
inclinó hacia ella—. Oh, cariño... por favor, déjame...
—Yo la tomaré —dijo Matty, que entró a toda prisa en la
habitación. Levantó a Elizabeth y la alejó de Demi como si fuera una amenaza.
Demi sabía que Matty no lo había hecho
intencionadamente, pero así parecía de todos modos. Las lágrimas cayeron por
sus mejillas.
—Se ha dado un golpe en la cabeza —dijo—. Por favor,
comprueba que esté bien —rogó a Matty. El hecho de no poder consolar a su
propia hija era el peor dolor que había soportado en su vida—. No quería
asustarla. No quería.
—Pues claro que no —dijo Matty, y le pasó la mano por la
cabeza a Elizabeth—. Y ella está bien. Vamos, vamos, pequeñina —Matty apoyó al
bebé en su hombro y le acarició la espalda—. Vamos, estás bien.
—¿Qué ha ocurrido? —Sebastian apareció en el umbral de la
puerta abrochándose los pantalones vaqueros.
—Yo... — Demi descubrió que no era capaz de contárselo.
Se le había hecho un nudo de vergüenza y de pena en la garganta. Su hija no la
quería.
Entonces Joseph apareció
detrás de Sebastian. Él también llevaba unos vaqueros y una camiseta.
—¿Estáis bien?
—Creo que Elizabeth se ha asustado un poco al ver a Demi
por primera vez —dijo
Sebastian.
—No pasa nada —murmuró Matty mientras continuaba acariciando
a Elizabeth—. Tendremos que hacer las cosas más despacio, eso es todo.
—Oh, Demi —dijo Joseph —. Lo siento.
Ella no lo sentía. Estaba destrozada. Y no podía soportar
quedarse en aquella habitación ni un minuto más. Se las arregló para darles
cualquier excusa y se fue al baño.
Una vez que estuvo allí, tomó una toalla y enterró la cara en
ella mientras sollozaba. Elizabeth ya no la quería.
Poco a poco, las lágrimas cesaron, pero Demi no creía que se le fuera a pasar
el dolor que sentía. Había perdido a su hija por culpa de aquel hombre horrible
que la perseguía, y estaba dispuesta a buscarlo y matarlo con sus propias
manos. Él le había robado a su hija.
Alguien llamó a la puerta con suavidad, y después, Demi
oyó la
voz de Joseph.
— ¿Demi?
¿Puedo entrar?
—No.
—Eso es lo que me pasa por preguntar —murmuró él, y abrió la
puerta.
Ella se dio la vuelta y fingió que estaba colgando la toalla
en el toallero y colocándola perfectamente.
—No sé qué ha ocurrido con el concepto de intimidad.
Él entró y cerró la puerta.
—En éste momento no necesitas intimidad —dijo. La tomó por
los hombros, la abrazó e hizo que apoyara la cabeza en su pecho.
—¿Cómo sabes que no la necesito?
—Lo sé porque te he visto la cara cuando has venido a
esconderte aquí. Lo que de verdad necesitas es que alguien te abrace.
Joseph tenía toda la razón. Ella lo había abrazado también,
automáticamente, y se había quedado colgada de su cuello.
—¿Y eres un experto en la materia?
Joseph apoyó la mejilla en su cabeza.
—Pues sí.
Pensándolo bien, seguramente sí lo era. Habría tenido que
consolar a mucha gente que vivía en el campo de refugiados. Y su propio
conocimiento del dolor provenía de su infancia.
—No sé mucho de bebés —dijo Joseph
—, pero Matty me ha dicho que Elizabeth lo superará, y seguro que Matty
sabe de lo que está hablando. Se siente culpable por haber hecho que durmierais
juntas la primera noche. Ella no pensó en cómo iba a reaccionar la niña cuando
se despertara y viera a una ext... a alguien a la que no está acostumbrada en
la habitación.
—Soy su madre —lloriqueó Demi—, y ella me tiene miedo.
—Se acordará de ti —dijo Joseph suavemente
mientras le acariciaba la espalda como Matty había acariciado a Elizabeth.
—Quizá no. Quizá tenga que empezar desde cero, y todo será
como si la hubiera adoptado. Oh, Joseph,
¿por qué no volviste antes a casa?
—Ojalá lo hubiera hecho. Oh Demi. Voy a tardar cien vidas en
compensarte por todo el dolor que te he causado. Y que todavía puedo causarte,
maldita sea.
Inmediatamente, ella lamentó haberlo usado como chivo
expiatorio.
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