Demi estaba sentada junto a la piscina el martes por la
tarde, simulando interés por un libro y tratando de aparentar que estaba
divirtiéndose, harta en realidad de tener tiempo para descansar. En Nueva York
había trabajado sin parar. Incluso durante el instituto había trabajado todos
los veranos, tanto por el dinero como para evitar pasar mucho tiempo en casa.
De pronto, con varias semanas libres sin nada especial que hacer, no sabía cómo
entretenerse... La sobresaltó notar una mano sobre su brazo. Se giró
rápidamente y sonrió al ver quién era:
—Hola, Sam.
—Hola, Demi el niño esbozó una tímida
sonrisa.
—¿Cómo te ha ido estos días?
—Bien. ¿Qué estás leyendo?
—Una novela de misterio.
—¿Es buena?
—Las he leído mejores.
—Si quieres, puedes leer mis
cuentos. Son todos buenos.
—Gracias, Sam. Seguro que son muy
divertidos.
—Están en mi casa. Tendrías que
venir para que te los prestase.
Era la segunda vez que la invitaba
a su casa. De nuevo, se preguntó cómo se sentiría Joseph
si lo supiese. Miró en derredor y no vio a nadie especialmente interesado en el
paradero de Sam. ¿Has venido con tu
niñera?
—No. La señora Brown está en casa
con Abbie. Abbie está echándose la siesta.
—Entonces, ¿quién te ha traído a la
piscina?
—Yo contestó Sam sin más.
Demi
recostada hasta entonces en una tumbona, se incorporó como un resorte:
—¿Quieres decir que has venido
solo? Seguro que no te han dado permiso.
—Se supone que yo también estoy
durmiendo la siesta Sam miró hacia el suelo. Pero yo no quería dormir. Yo
quería venir a verte.
—¿Cómo sabías que estaría aquí?
—Esperaba que estuvieras.
—Sam, tengo que llevarte a casa dijo
Demi, poniéndose de pie. Seguro que tu niñera
está histérica buscándote.
Solo pensar en que Sam había ido
por su cuenta a la piscina desde su casa, a cinco manzanas de distancia,
cruzando carreteras y arriesgándose a que lo atropellarán o a perderse, la dejó
helada.
—No quiero ir a casa. ¿Puedo
quedarme aquí contigo? Seré bueno.
No fue fácil resistirse a los ojos
húmedos y la voz suplicante de Sam; pero Demi se
mantuvo firme.
—Tengo que llevarte a casa. Quizá
podamos llegar antes de que la señora Brown note que te has ido.
—No me gusta. Me habla como si
fuera un niño pequeño.
Demi sabía
que no debía recordarle que, de hecho, era un niño pequeño.
—Estoy segura de que lo hace con
buena intención, Sammy. Puede que no haya pasado mucho tiempo últimamente con
chicos grandotes de cinco años como tú.
—¿Tú has pasado tiempo con chicos
como yo?
—Pues... no reconoció ella. No
mucho.
—A mí me gusta cómo me hablas.
—Gracias. Pronto tendremos una
larga charla, ¿de acuerdo? Pero antes tenemos que ir a casa para que la señora
Brown no se preocupe por ti.
—Está bien aceptó Sam al tiempo que
suspiraba.
Después de calzarse, Demi lo acompañó hacia la salida de la piscina.
Demi
sabía dónde vivía Joseph, por supuesto, aunque
nunca había estado allí en realidad. Con lo pequeña que era Honoria, no le
había costado averiguar discretamente la casa a la que se había mudado. Sam
apenas habló durante el trayecto de regreso, pero tampoco se resistió más. Los
dos divisaron el coche de Joseph a la voz.
—¡Oh, oh! Papá está en casa.
Demi apretó
la mano del niño, que se había quitado frío de repente.
—La señora Brown lo habrá llamado.
Más vale que le digamos que estás bien, ¿de acuerdo?
—Se va a enfadar predijo el niño.
—Probablemente. Pero se le
pasará... si le prometes no volver a hacer algo así de nuevo.
La puerta de la casa se abrió antes
de que Sam pudiera contestar a Demi. Alarmado,
sujetando a Abbie con un brazo, Joseph salió de
casa, seguido por una mujer de mediana edad con el rostro desencajado. Demi podía notar lo asustados que estaban.
Joseph.
Este se giró, la localizó y, por
fin, bajó la mirada hacia Sam. A Demi se le
formó un nudo en la garganta al ver la expresión de Joseph,
presa del pánico, tembloroso aún a pesar del alivio de ver a su hijo a salvo.
—Sam —se acercó a este—, ¿dónde has
estado?
—He ido a la piscina a ver a Demi — murmuró el niño.
—¿Sin pedirle permiso a nadie?,
¿sin decirle a nadie que te ibas?
Sam bajó la cabeza todavía más.
—¡Sam! —exclamó Abbie, estirando
los bracitos hacia su hermano.
—¿Cómo sabía que estabas en la
piscina? —le preguntó a Demi.
Algo en su tono de voz la hizo
fruncir el ceño.
—No lo sabía. Fue a ver si me
encontraba allí... y, afortunadamente, estaba en la piscina.
—Sube a tu cuarto, Sam. Ahora hablo
contigo.
Sam miró a su padre y protestó:
—Pero quiero enseñarle a Demi mis...
—Es mejor que hagas caso a tu papá,
Sam —murmuró ella—. No creo que esté de humor para discutir contigo.
—Te aseguro que no —Joseph apuntó a la casa con la barbilla—. A tu
cuarto, Sam.
Demi tuvo
que morderse la lengua para no decirle a Joseph
que no fuese muy duro con su hijo. Pero no era asunto suyo, se recordó. Además,
lo que Sam había hecho estaba muy mal, y era importante que aprendiera que no
debía repetirlo nunca.
—Si quiere, me quedo con Abbie,
señor Jonas —se ofreció la niñera, mirando
nerviosa el rostro severo de Joseph.
—Sí —dijo este, entregándole a la
niña—. En seguida estoy con usted, señora Brown. Tenemos que hablar.
—Sí, señor.
—No, la despidas —le pidió Demi en cuanto la niñera hubo entrado en casa con Sam
y Abbie.
—Ya está despedida —contestó él—.
Simplemente, no he tenido la ocasión de comunicárselo.
—De verdad, Joe, si insistes en encontrar una niñera perfecta, jamás retendrás
a ninguna más de una semana —repuso Demi,
exasperada—. Todo el mundo comete errores.
—Ni siquiera lo oyó salir de casa.
—Estoy segura de que estaría
ocupada. Puede que Abbie se hubiera despertado, o cualquier cosa. Y estás
subestimando a tu hijo. Sám es muy listo. Seguro que en adelante estará mucho
más atenta.
—¿Cómo puedes estar segura?
—Replicó Joseph—. Ni siquiera la conoces.
—Parecía agradable.
—¡Ah, claro!, ¡eso lo cambia todo!
—Sé que estás preocupado, pero no
hace falta que seas sarcástico.
—¿Preocupado? —Repitió Joseph, aún rígido del susto—. Maldita sea, Demi, estaba petrificado.
—Lo sé —Demi puso una mano sobre un
brazo de Joseph—. Lo he visto en tus ojos.
—Saráh estaba histérica cuando me
llamó. Debo de haber venido volando... Casi no recuerdo el trayecto en coche.
No podía dejar de pensar en todas las cosas que podían ocurrirle a Sam... todas
malas.
—Lo sé, Joseph.
Pero Sam está bien.
—Si no hubieras estado en la
piscina...
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