También conocieron a la madre de Travis, Luann, una mujer de
unos cincuenta años, con el pelo gris, que había ido a vivir con su hijo y su
nuera al hotel. Joseph siempre había pensado
que la existencia de mujeriego de Travis continuaba cuando se iba a pasar todos
los inviernos a Utah. Sin embargo, parecía que lo que hacía en realidad era
volver a casa a cuidar a su madre viuda.
Por fin, se terminaron las presentaciones.
—Me gustaría verla ahora —dijo Demi en voz baja.
—Claro —dijo Matty, y se dirigió hacia el pasillo. Todos la
siguieron, tropezándose unos con otros Demi y Joseph se quedaron al final.
Matty se volvió y alzó una mano, como si fuera un guardia de
tráfico.
—Un momento. Todos no podemos entrar. De hecho, creo que es Demi la única que debería entrar a la
habitación, si ella quiere.
Todos estuvieron de acuerdo y volvieron al salón.
Joseph prefería que Demi entrara primero. Quería tomarse
las cosas con tiempo y afrontar la situación poco a poco.
—Me gustaría que ventrara conmigo
—dijo Demi.
Parecía que no iba a ser posible. Con todos sus amigos
mirándolo de aquella forma, no le quedaba más remedio que hacer lo que le había
pedido Demi.
—Claro, por supuesto. Buena idea.
Todo el mundo se apartó.
—Está en la habitación de invitados, Joseph
—dijo Sebastian—. La que tú usabas cuando venías de Denver. Matty la redecoró.
—Y quiero decir que fue Sebastian el que eligió la cuna de la
niña —dijo Matty—. Yo quería algo más sencillo.
—Dejamos una luz suave encendida por la noche —añadió Boone—.
A Josh le gusta, sobre todo cuando están juntos, porque si abre los ojos, puede
ver a Elizabeth en la cuna.
—Espero que te guste el pijama, Jessica —dijo Gwen—. Travis y
yo no sabíamos qué ponerle cuando la trajimos esta noche. Al final, nos
decidimos por el de Winnie the Pooh.
Demi se volvió a mirarlos, sorprendida.
—¿La habéis traído vosotros? Creía que se quedaba aquí todo
el tiempo.
—Oh, no —dijo Shelby, que estaba junto a Boone—. Todos
hacíamos... es decir, hemos hecho turnos. Verás, todo el mundo quería... —de
repente, se quedó callada y miró a su alrededor nerviosamente, como si hubiera
hablado de más.
—Todo el mundo quería quedarse con la niña —terminó Sebastian
con voz ronca.
¡Oh, Dios! Joseph nunca
había visto a su amigo tan emocionado. Saber que él había contribuido a aquel
fiasco le hacía sentirse como una rata.
Demi tragó saliva y dijo con voz temblorosa:
—No sé cómo voy a poder agradeceros y compensaros por...
por...
Con la necesidad de hacer algo útil, Joseph
la tomó de la mano. Estaba helada.
—Vamos —dijo suavemente.
Ella parpadeó rápidamente, tragó saliva de nuevo y asintió.
Joseph comenzó a caminar por el pasillo. Ante ellos, la puerta de la
habitación de invitados estaba medio abierta, y una luz suave se escapaba por
la rendija. No era algo muy corriente, pensó Joseph,
que el hecho de atravesar una puerta pudiera llevarlo a uno de la ignorancia al
conocimiento. Aquélla era una de esas ocasiones. Una vez que hubiera traspasado
aquella puerta, nunca volvería a ser el mismo.
#######
Mientras Joseph empujaba
la puerta con cuidado, Demi apretó su mano y se juró que no iba a llorar. Si lloraba,
sólo conseguiría despertar al pequeño Josh y a Elizabeth, y los asustaría a los
dos. Además, mientras Elizabeth estuviera dormida, Demi podía mantener la fantasía de que
su hija iba a reconocerla.
Cuando entraron en la habitación, Demi observó unos segundos a Josh, que
estaba dormido en la cama, mientras se dirigía hacia la cuna que había en un
rincón. El corazón le latía con tanta fuerza que tuvo miedo de que su sonido
despertara a Elizabeth.
¡Estaba tan grande! A Demi se le llenaron los ojos de lágrimas y se
los enjugó rápidamente. Quería ver.
Oh, Dios. Su hija era preciosa. Demi tuvo que apretarse el puño contra
la boca para ahogar el sollozo que iba a escapársele. Preciosa. El dolor de
estar separada de ella se desbordó. Hasta aquel momento, se había negado a
dejarle sitio en su corazón, pero al ver a Elizabeth, había conseguido derribar
sus defensas y la estaba invadiendo.
Luchó por mantener el control y se recordó que aquella
separación había terminado. Iban a estar juntas, y ella podría llenar el vacío
que se había creado entre ella y su preciosa hija. Elizabeth estaría
confundida, así que ella tendría que ser fuerte para estar a la altura del
desafío.
Elizabeth estaba durmiendo boca abajo, con el trasero elevado
en el aire. Demi
nunca la había visto hacer aquello. Pero tampoco la había visto gatear ni
sentarse, y probablemente ya sabía hacer ambas cosas. Su manita estaba sobre el
rabo de un mono de peluche con los ojos negros. Según le había dicho Sebastian,
aquél era su juguete favorito. A Demi se le encogió el corazón al pensar en
todo lo que se había perdido.
El pelo de la niña, que antes era muy fino y de color
castaño, se había convertido en abundantes rizos de color rojizo. Tenía su
mismo pelo. Su hija. Sintió un fuerte sentimiento de posesividad. Suya.
Oyó un sonido débil y rítmico, y se dio cuenta de que eran
sus lágrimas, que estaban cayendo en el borde de la cuna. Entonces, notó un
brazo sobre los hombros y se sobresaltó.
—Soy yo —dijo Joseph —.
Sólo yo.
Volvió la cabeza, sorprendida. Se había olvidado, incluso, de
que él estaba en la habitación.
Joseph miraba a Elizabeth totalmente embobado. Cuando elevó los ojos
hasta Demi,
ni siquiera la débil luz pudo ocultar su expresión maravillada.
—¿Nosotros hicimos esto? —murmuró.
Ella asintió, incapaz de hablar.
La atención de Joseph volvió
a centrarse en el bebé.
—Es asombroso.
Demi sintió esperanza. Quizá, si Joseph se había quedado tan atemorizado por aquel
milagro como parecía, encontrara un modo de superar sus miedos.
—Es tan pequeña... —dijo él, en voz baja.
Demi tragó saliva.
—Yo estaba pensando en lo grande que está —susurró.
—Se parece a ti.
—Un poco. Tiene los ojos iguales a los tuyos. Y mírale los
dedos. Son largos y elegantes, como los tuyos.
Él hizo un breve sonido de protesta.
—Mis dedos no son elegantes.
En aquel momento, Elizabeth se relamió y dejó escapar un
suspiro.
Jessica se quedó helada, segura de que aquella conversación
susurrada había despertada a la niña. Iba a tener que soportar el dolor de ver
cómo Elizabeth abría los ojos y no la reconocía, y se sentía demasiado débil
como para aguantar aquel golpe.
Sin embargo, los ojos de la niña permanecieron cerrados.
—Será mejor que nos vayamos —susurró Demi —, antes de que se despierte
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