lunes, 29 de abril de 2013

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 21





Demi tenía el bolso en el suelo, junto a una silla. Lo abrió y buscó en un bolsillo lateral, donde todavía tenía el preservativo que había comprado para usarlo con él hacía cuatro años. Había convivido con monedas, artículos de maquillaje y paquetes de chile. Había ido pasando de un bolso a otro, como un secreto talismán y un recordatorio de su ingenuidad.
 Lo sacó de su escondite, sintiendo que ese era su destino.

 –Todavía, no –dijo él, agarrándola de la mano cuando ella iba a abrir el envoltorio–. Creo que puedo aguantar más juegos preliminares…

 La verdad era que la espalda apenas le dolía. Por eso, se incorporó sobre ella, dispuesto a saborear cada centímetro de su glorioso cuerpo con manos, lengua y labios. Sus cuerpos estaban húmedos de sudor y, cuando ya no pudo soportarlo más, ella le suplicó que la tomara.

 El preservativo que había sobrevivido el paso del tiempo iba a servir a su propósito original al fin. Cuando la penetró, ella gritó de placer. Sentirlo en su interior superaba de sobra sus expectativas. Era un hombre grande y poderoso y la llenaba por completo.
 Era como si sus cuerpos hubieran sido hechos uno para el otro.

 Demi llegó al orgasmo más fuerte que había experimentado jamás y se acurrucó contra él, llena de satisfacción. Joseph tiró el preservativo usado a la chimenea.
 –Increíble –susurró él–. Le ha hecho mucho bien a mi espalda. Creo que tendremos que practicar este método de fisioterapia más a menudo para terminar de curarme.
 Ella no se había sentido nunca tan feliz y tan completa.

 Entonces, se preguntó cuánto tiempo duraría ese tratamiento de fisioterapia. Miró por la ventana y la nieve le recordó que ese momento era fugaz como el tiempo.
 –Bastante increíble –reconoció ella, acariciándole la mejilla.

 –¿Es como lo habías soñado? –quiso saber él con tono de humor.
 –No pienso alimentar tu ego diciéndote que eres estupendo, Joseph –replicó ella y se colocó a su lado para que él pudiera acariciarle los pechos.

 –Qué mala eres –bromeó él, riendo, sin dejar de tocarle los pezones con los pulgares–. Me dan ganas de castigarte no dejándote dormir esta noche. Si por mí fuera, no te dejaría apartarte de mi lado…

 Y casi lo consiguió. Al menos, durante las siguientes cuarenta y ocho horas. Poco a poco, la nieve dejó de caer con tanta fuerza y, de vez en cuando, comenzaban a vislumbrarse pedazos de cielo azul entre las nubes.

 Demi estaba sumergida en la burbuja que se habían creado, jugando a las casitas y haciendo el amor a todas horas y en todas partes. Joseph tenía más preservativos porque, como ella imaginaba, no estaba dispuesto a correr riesgos con ninguna mujer.

 Él le repitió mil veces que no conseguía saciarse de ella y, con cada caricia y cada sonrisa Demi se fue sintiendo más enamorada. Hasta que, el tercer día, tumbada en la cama a su lado, miró por la ventana y se dio cuenta de que la nieve había desaparecido.
 –Ya no nieva –comentó ella.

 Joseph siguió su mirada para comprobar que tenía razón. Él ni siquiera se había fijado. Durante los últimos tres días, había muchas cosas en las que no se había fijado, empezando por el tiempo y terminando por su propio trabajo. La mayor parte del tiempo, ninguno de los dos se había molestado en encender sus portátiles.
 –Es muy probable que mañana amanezca con sol.

 Demi sabía que, con el final de la nieve, llegaría el principio de las preguntas que había tratado de dejar a un lado. ¿Qué pasaría a continuación? ¿Qué iban a hacer? ¿Iban a mantener una relación o solo había sido una aventura de un par de días?
 Sin embargo, no pensaba ponerse a formular esas preguntas en voz alta.
Joseph se quedó esperando que ella continuara y frunció el ceño ante su silencio.
 –No quiero que vuelvas a París –dijo él, sin pensarlo.
Demi lo miró sorprendida.

 –Bueno, no podemos quedarnos aquí para siempre como si el resto del mundo no existiera –señaló ella y se giró para mirar por la ventana. La luna llena inundaba la habitación con su luz plateada.

 Joseph estaba acostumbrado a que, llegado ese momento, las mujeres le presentaran sus exigencias. Y le irritaba que ella no hiciera amago de pedirle nada. De pronto, tuvo deseos de meterse dentro de su cabeza y averiguar lo que pensaba. Él se había puesto en evidencia al pedirle que dejara su trabajo de inmediato para estar con él. Y, como única respuesta, ella le había dicho que no podían dejar de lado al resto del mundo.

 –No digo que hagas eso –indicó él con tono cortante–. Pero tenemos que empezar a pensar en irnos de aquí… y vamos a tener que decidir qué va a pasar con nosotros.

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