Demi tenía el bolso en
el suelo, junto a una silla. Lo abrió y buscó en un bolsillo lateral, donde
todavía tenía el preservativo que había comprado para usarlo con él hacía
cuatro años. Había convivido con monedas, artículos de maquillaje y paquetes de
chile. Había ido pasando de un bolso a otro, como un secreto talismán y un
recordatorio de su ingenuidad.
Lo sacó de su escondite, sintiendo que ese era
su destino.
–Todavía, no –dijo él, agarrándola de la mano
cuando ella iba a abrir el envoltorio–. Creo que puedo aguantar más juegos
preliminares…
La verdad era que la espalda apenas le dolía.
Por eso, se incorporó sobre ella, dispuesto a saborear cada centímetro de su
glorioso cuerpo con manos, lengua y labios. Sus cuerpos estaban húmedos de
sudor y, cuando ya no pudo soportarlo más, ella le suplicó que la tomara.
El preservativo que había sobrevivido el paso
del tiempo iba a servir a su propósito original al fin. Cuando la penetró, ella
gritó de placer. Sentirlo en su interior superaba de sobra sus expectativas.
Era un hombre grande y poderoso y la llenaba por completo.
Era como si sus cuerpos hubieran sido hechos
uno para el otro.
Demi llegó al orgasmo más fuerte que
había experimentado jamás y se acurrucó contra él, llena de satisfacción. Joseph tiró el
preservativo usado a la chimenea.
–Increíble –susurró él–. Le ha hecho mucho
bien a mi espalda. Creo que tendremos que practicar este método de fisioterapia
más a menudo para terminar de curarme.
Ella no se había sentido nunca tan feliz y tan
completa.
Entonces, se preguntó cuánto tiempo duraría
ese tratamiento de fisioterapia. Miró por la ventana y la nieve le recordó que
ese momento era fugaz como el tiempo.
–Bastante increíble –reconoció ella,
acariciándole la mejilla.
–¿Es como lo habías soñado? –quiso saber él
con tono de humor.
–No pienso alimentar tu ego diciéndote que
eres estupendo, Joseph –replicó ella y se colocó a su lado para que él
pudiera acariciarle los pechos.
–Qué mala eres –bromeó él, riendo, sin dejar
de tocarle los pezones con los pulgares–. Me dan ganas de castigarte no
dejándote dormir esta noche. Si por mí fuera, no te dejaría apartarte de mi
lado…
Y casi lo consiguió. Al menos, durante las
siguientes cuarenta y ocho horas. Poco a poco, la nieve dejó de caer con tanta
fuerza y, de vez en cuando, comenzaban a vislumbrarse pedazos de cielo azul
entre las nubes.
Demi estaba sumergida en la burbuja
que se habían creado, jugando a las casitas y haciendo el amor a todas horas y
en todas partes. Joseph tenía más preservativos porque, como ella
imaginaba, no estaba dispuesto a correr riesgos con ninguna mujer.
Él le repitió mil veces que no conseguía
saciarse de ella y, con cada caricia y cada sonrisa Demi se fue sintiendo
más enamorada. Hasta que, el tercer día, tumbada en la cama a su lado, miró por
la ventana y se dio cuenta de que la nieve había desaparecido.
–Ya no nieva –comentó ella.
Joseph siguió su mirada para comprobar que
tenía razón. Él ni siquiera se había fijado. Durante los últimos tres días,
había muchas cosas en las que no se había fijado, empezando por el tiempo y
terminando por su propio trabajo. La mayor parte del tiempo, ninguno de los dos
se había molestado en encender sus portátiles.
–Es muy probable que mañana amanezca con sol.
Demi sabía que, con el final de la
nieve, llegaría el principio de las preguntas que había tratado de dejar a un
lado. ¿Qué pasaría a continuación? ¿Qué iban a hacer? ¿Iban a mantener una
relación o solo había sido una aventura de un par de días?
Sin embargo, no pensaba ponerse a formular
esas preguntas en voz alta.
Joseph se quedó esperando
que ella continuara y frunció el ceño ante su silencio.
–No quiero que vuelvas a París –dijo él, sin
pensarlo.
Demi lo miró
sorprendida.
–Bueno, no podemos quedarnos aquí para siempre
como si el resto del mundo no existiera –señaló ella y se giró para mirar por
la ventana. La luna llena inundaba la habitación con su luz plateada.
Joseph estaba acostumbrado a que,
llegado ese momento, las mujeres le presentaran sus exigencias. Y le irritaba
que ella no hiciera amago de pedirle nada. De pronto, tuvo deseos de meterse
dentro de su cabeza y averiguar lo que pensaba. Él se había puesto en evidencia
al pedirle que dejara su trabajo de inmediato para estar con él. Y, como única
respuesta, ella le había dicho que no podían dejar de lado al resto del mundo.
–No digo que hagas eso –indicó él con tono
cortante–. Pero tenemos que empezar a pensar en irnos de aquí… y vamos a tener
que decidir qué va a pasar con nosotros.
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