–Sí –contestó ella. Había tomado
una decisión. No iba a dejar que se le escapara una oportunidad así por las
razones equivocadas. El pasado no debía interferir en su futuro–. Cuenta
conmigo. Pero tienes que explicarme bien todas las condiciones y cuál sería el
sueldo.
–Creo que lo encontrarás generoso. Es una pena
que no tengamos champán para celebrarlo.
Demi no estaba segura
de que eso hubiera sido muy inteligente. El alcohol, Joseph y sus confusos
sentimientos harían una poderosa mezcla.
Como no tenía nada más que hacer por el
momento, se sentó y lo miró, mientras él le daba un trago a su bebida de pie
junto al fregadero.
–Ya me has dicho que no te interesa, pero, si
cambias de idea, siempre habrá un piso de la compañía disponible para ti.
–Sí, no me interesa. Ellie… mi amiga de
Londres… tengo alquilada una habitación en su casa. Me gusta saber que, siempre
que vaya a Londres, voy a tener dónde quedarme.
Entonces, Demi se preguntó dónde
viviría él. ¿En un piso? ¿En una casa?
–¿Dónde vives tú en Londres?
–En Kensington –respondió él y se la imaginó
en su enorme piso, tratando de preparar algo decente para comer. Se la imaginó,
también, con un vaso de vino en la mano, riendo con esa risa tan fresca y tan
característica suya. La imagen fue tan repentina y vívida que meneó al cabeza
para volver al presente, frunciendo el ceño.
–Qué bonita es esa zona –comentó ella.
–Bueno, es un piso grande y no estoy seguro de
que te pareciera bonito –admitió él. ¿Qué aspecto tendría Demi sentada delante de
él en la mesa del comedor, riendo?
–¿Por qué?
–Es muy moderna y sé que nunca te han gustado
las cosas modernas.
–Puedo haber cambiado.
–¿Sí?
–No tanto –confesó ella y le dio un trago a su
bebida–. Por eso, sigo alquilando una habitación en casa de Ellie. Me gusta el
barrio donde está y me gusta que la casa sea pequeña, acogedora y de estilo
victoriano. Tiene un jardín y, en verano, se pone precioso.
Joseph pensó que, en ese
caso, a ella no le habría gustado nada el piso de la compañía, que estaba
diseñado al estilo moderno, con paredes de color pálido, suelo pálido de
madera, cuadros abstractos, cocina de última tecnología y todas las comodidades
conocidas.
–Creo que deberías enviar un correo a tu
empresa informándoles por anticipado de que planeas regresar a Inglaterra.
Cuanto antes se lo digas, mejor –sugirió él. Estaba ansioso porque ella firmara
el contrato.
–¿Estás seguro de que no quieres entrevistar a
ningún candidato más?
–Nunca he estado más seguro de nada en toda mi
vida.
–¿Cómo tienes la espalda? Siento no habértelo
preguntado antes, estaba absorta pensando en tu oferta de trabajo…
–Los analgésicos están cumpliendo su función.
Joseph dio un paso hacia ella. No podía
dejar de imaginársela en su casa, mirándolo como quería que lo mirara,
levantando los labios hacia él, cerrando los ojos…
Recordó su sabor cuando lo había besado hacía
cuatro años. Nunca lo había olvidado. Se había ofrecido a él con inocencia y él
la había rechazado, incapaz de aprovecharse de la situación. En el presente,
sin embargo, ella no se le había ofrecido. Pero la deseaba. Le gustaba la mujer
en que se había convertido. Independiente, segura de sí misma, inspiradora. En
todos los sentidos, era distinta de las mujeres con las que había salido en el
pasado.
Cuando pensó en el francés, de nuevo, tuvo que
reprimir un ataque repentino de celos. Él nunca había sido celoso, pero siempre
había una primera vez…
–Pero todavía me duele. Tendré que ir al
médico cuando vuelva a Londres –indicó él y se apoyó en la mesa, mirándola a
los ojos–. Igual tengo que ir al fisioterapeuta. ¿Quién sabe? Los problemas de
espalda pueden durar años…
–¿De veras?
–Sí –confirmó él–. Por eso, había pensado que
igual es buena idea que me des un masaje.
–¿Un masaje?
–Es mucho pedir, lo sé, pero no quiero
despertarme a las dos de la mañana loco de dolor. Tampoco quiero que, cuando la
nieve se haya despejado, siga sin poder moverme ni ir a trabajar.
–¿Y crees que un masaje te ayudaría?
–No me haría ningún daño. Ayer no me atreví a
pedírtelo, porque me di cuenta de que tenías algún problema conmigo.
–No tenía ningún problema –negó ella con
torpeza–. Lo que pasa es que me sorprendió encontrarte aquí.
–Pero, por suerte, parece que hemos superado
nuestras diferencias. Por eso, ahora sí me atrevo a pedirte este favor… a
menos, claro, que prefieras no ayudarme… lo que comprendería…
–Bueno, solo mientras se hace el pollo.
¿Un masaje? Si Joseph supiera lo que
ella había estado pensando, esa habría sido la última petición que le habría
hecho. Ya la había rechazado una vez. Y no dudaría en hacerlo de nuevo, solo si
adivinara lo tentada que estaba de volver a hacer otra tontería.
Aunque era capaz de controlarse, se aseguró a
sí misma. Sin embargo, no creía que fuera buena idea tocarlo. Pero ¿qué excusa
podía darle para librarse de ello?
Como Joseph había dicho, habían superado sus
diferencias, habían hecho las paces, eran amigos… Él no sentía nada por ella. Y
no podría comprender que su amiga no quisiera ayudarle con algo tan inocente
como un masaje, sobre todo, cuando la lesión de la espalda podía acabar teniendo
repercusiones duraderas.
–Cinco minutos –aceptó él–. Seguro que me
sienta bien…
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