Joseph se incorporó un
poco más y la observó, fascinado, mientras ella lidiaba con la candela. La luz
de la pantalla de televisión, que había puesto en silencio, iluminaba el rostro
y el pelo de ella.
No era una de esas mujeres inútiles que habían
nacido para ser dependientes. Mientras realizaba con eficiencia los movimientos
oportunos, se le entreabrió la bata que llevaba puesta, dejando al descubierto
una camiseta interior y unos pantalones cortos de pijama. No tenían nada de
especial y, al mismo tiempo, eran el conjunto más sexy que él había visto jamás.
De pronto, Joseph se sorprendió por
la fuerza de su erección. Se cubrió con el edredón.
Entonces, cuando ella se puso en pie y se
frotó las manos para limpiarse el serrín y el polvo, él se quedó boquiabierto.
Su anfitriona había olvidado cerrarse la bata y podía ver a la perfección sus
largas piernas y la silueta de sus pechos bajo la camiseta. La fuerza del deseo
le hizo cerrar los ojos.
–No me extraña que hayas tenido que cubrirte
con el edredón.
Demi caminó hacia él con las manos en
las caderas y gesto provocativo.
–Hace frío incluso con la calefacción puesta.
Deberías haberme gritado para que bajara y encendiera el fuego. Habría
entendido que no podías hacerlo solo.
Joseph se retorció e hizo
un esfuerzo para apartar la vista de aquellos turgentes pechos que le
resaltaban bajo la pequeña camiseta. Incluso podía percibirse la silueta de sus
pezones… ¿o era su imaginación?
–Iba a hacerlo, pero me acordé de lo claro que
me habías dejado que soy una molestia para ti –repuso él, malhumorado, volviendo
a apartar la mirada de un paisaje tan tentador.
Demi se sonrojó, sintiéndose
culpable.
Él ni siquiera quería mirarla a la cara y
entendía por qué. Había sido una mala amiga, dando prioridad a sus propias
inseguridades. Había sido antipática y desagradable. Lo más probable era que ya
no quisiera ni ser su amigo.
Cuando imaginó que él igual ya no quería pasar
tiempo en su compañía, una profunda angustia la invadió.
Mientras había estado huyendo de él durante
cuatro años, no se había parado a pensar que había estado destruyendo los
cimientos de su larga amistad. Había intentado olvidarlo, pero no había podido.
Con el corazón acelerado, Demi ansió que él
volviera a mirarla, en vez de apartar de vista como si fuera una extraña que no
lo hubiera ayudado en un momento crítico.
–Siento si te he dado esa impresión, Joseph. No era mi
intención. Claro que no eres una molestia.
–Me has dejado muy claro que este es el último
sitio donde te gustaría estar, sobre todo cuando París te está esperando con
sus fiestas y una emocionante exposición.
–Nunca he dicho nada de fiestas –murmuró
ella–. Además, la exposición a la que tanto había deseado ir, había perdido de
pronto su atractivo. Solo importaba lo que estaba sucediendo ante sus narices,
todo lo demás parecía borroso y desenfocado.
–Y Patric estará bien sin mí. La verdad es que
esas cosas son, a veces, un poco cansadas.
Joseph, que se ponía tenso cada vez que
oía el nombre del francés, la observó mientras se sentaba en un brazo del sofá
con aire distraído y recogía un cojín del suelo.
–¿De veras? –preguntó él, esperando que le
diera más detalles.
Ella lo miró con gesto culpable.
Joseph se esforzó en mantener los ojos
en su cara, porque sabía que, si bajaba la vista a otras zonas de su anatomía,
sería desastroso. Sin duda, lo que había vislumbrado antes eran sus pezones,
sí… Por eso, debía mirarle solo el rostro, aunque eso también lo excitaba un
poco.
–Me gusta el arte y me gusta ir a exposiciones
y, por supuesto, haría cualquier cosa para ayudar a Patric, pero a veces
resulta un poco aburrido. Las mujeres siempre asisten llenas de joyas y los
hombres apenas admiran los cuadros porque solo les interesa hacer negocios. Los
padres de Patric tienen buenos contactos y la lista de invitados suele ser…
bueno… va mucha gente de la flor y nata de la ciudad.
–Suena aburrido –comentó él–. A mí no me
gustan esas reuniones…
–Puede serlo –confesó ella–. Pero, para poder
seguir viviendo de su arte, a Patric no le queda más remedio que confraternizar
con ese mundo.
–Tal vez, le gusta… –dijo Joseph, tratando de
insinuar que igual no era un hombre tan maravilloso como ella creía–. Parecía
querer comerse el mundo en las fotos suyas que vi en Internet. Una amplia
sonrisa, muchas chicas guapas a su alrededor…
–Siempre tiene chicas a su alrededor –replicó
ella, riendo–. Tiene mucho éxito con ellas, porque no intenta esconder su lado
femenino.
–¿Me estás diciendo que es homosexual?
–¡No he dicho nada de eso! –exclamó ella y,
sin poder evitarlo, rompió a reír–. Lo que pasa es que sintoniza bien con las
mujeres, además, le gusta mucho coquetear.
Joseph quiso preguntarle si era esa la
razón por la que habían roto. ¿Lo habría sorprendido en la cama con una de esas
chicas?
Sin embargo, Demi dio por terminada
la conversación, se levantó e informó de que iba a cambiarse.
–Te traeré el desayuno, en cuanto me duche.
Esto… –balbuceó ella, sin saber si preguntarle si quería ducharse.
Tal vez, prefiriera darse un baño. Al final,
decidió no decir nada al respecto, temiendo tener que desnudarlo. Solo de
pensarlo, le subía la temperatura–. Esto… no tardaré. Puedes hacerme una lista
de lo que quieres que te traiga de tu casa. Y dame tu llave. Mi padre tiene una
copia, pero me parece que la guarda en su llavero, el que se ha llevado a
Escocia.
Demi se duchó, se puso
vaqueros, un jersey, una cazadora y unos calcetines de lana hasta la rodilla.
Mientras, no pudo dejar de pensar en cómo actuar con Joseph. Mantener las
distancias iba a ser difícil. Por supuesto, no iba a empezar a comportarse como
una adolescente riéndole todas las gracias, ni iba a olvidar que le había roto
el corazón hacía años.
Sin embargo, no podía ignorarlo. Él estaba
inmóvil, tumbado en su salón. ¡Tenía que ayudarlo! Si pudiera dejar atrás el
pasado y ser su amiga nada más, las cosas serían mucho más fáciles, pensó. ¡Así
se demostraría que había superado lo ocurrido hacía cuatro años! Pero ¿qué
pasaba con esos sentimientos tumultuosos y calientes que la invadían?
Cuando volvió al salón, James tenía la lista
hecha.
Ordenador
portátil. Cargador. Ropa.
Poco después, Demi se encaminó a la
gran mansión. Había estado allí antes, pero nunca en el dormitorio de él, que
localizó por eliminación. El piso alto estaba compuesto por varias
habitaciones, que parecían ser para invitados. De los otros dormitorios, solo
uno, aparte del de Daisy, tenía aspecto de haber sido ocupado.
Las cortinas color burdeos estaban abiertas,
dejando ver enormes ventanales y el exterior poblado de nieve. La moqueta color
pálido estaba cubierta por una alfombra persa y una cama gigantesca. Apoyándose
en el quicio de la puerta, ella se imaginó a Joseph allí tumbado,
sexy, con las sábanas de satén oscuro apenas cubriendo su cuerpo sensacional.
Luego, lo recordó cuando había estado en el sofá de su casa, hablando con ella,
los dos casi rozándose. Parpadeó para quitarse esa imagen de la cabeza.
Enseguida, encontró dónde guardaba la ropa,
aunque le resultó un poco raro reunir sus jerseys, pantalones, camisetas y ropa
interior. Lo metió todo en dos bolsas de plástico que había llevado con ella. A
continuación, bajó a la cocina a buscar el ordenador y el cargador.
Cuando regresó a su casa, Demi se lo encontró donde lo había dejado, tumbado
en el sofá.
–Puedo moverme un poco cuando hacen efecto los
analgésicos –anunció él, contemplando cómo el pelo húmedo de ella se había
llenado de ondas. Su cabello oscuro resaltaba la palidez y suavidad de su piel
y unas largas pestañas–. Pero no creo que sea bueno que trabaje sentado en el
sofá –añadió, se incorporó e hizo una mueca por el dolor–. Debería tener la
espalda lo más recta posible. Si hubieras hecho ese curso de primeros auxilios,
lo sabrías.
–¿Y qué sugieres?
–Bueno… puedo usar esa mesa de ahí, pero
tendrías que traerme un escritorio. Podemos ponerlo junto a la ventana.
–¿Qué clase de escritorio le gustaría al
señor?
–¿Sería mucho pedir que me trajeras el que uso
en mi casa? No es muy grande –indicó él y sonrió.
–Supongo que podría bajar mi mesa. Es pequeña
y ligera –señaló ella y miró la bolsa con ropa que traía en la mano–. ¿Podrás
cambiarte solo?
–Después de ducharme. Voy a intentar subir las
escaleras solo. Si me das una toalla…
Demi lo hizo y,
mientras él se duchaba, no pudo evitar imaginárselo desnudo bajo el chorro de
agua. Limpió la mesa de su cuarto y la bajó al salón, donde le preparó un
pequeño despacho con vistas al paisaje nevado.
La casa era pequeña y, aunque lo había evitado
la noche anterior, dejándolo solo para ver la tele, no iba a poder esquivarlo
durante las horas del día. Ella podía trabajar en la cocina y lo haría, pero
tendría que entrar en el salón de vez en cuando, aunque solo fuera para estirar
las piernas.
En vez de sentirse molesta por eso, como le
había pasado la noche anterior, experimentó una extraña sensación que no era
desagradable. Tal vez, algo había cambiado entre ellos. Al fin, ella había
dejado de estar tan tensa y se había relajado.
Media hora después, Joseph salió del baño con
el pelo mojado. Había pasado por alto la rutina del afeitado y estaba más sexy
que nunca. A regañadientes, ella tuvo que admitir que ni Patric ni Gerard
habían estado a su altura en lo que a atractivo sexual se refería.
Él se fue al salón con una cafetera llena,
mientras Demi se ponía al día con el correo en la cocina. Sin embargo, como no podía
concentrarse, acabó leyendo unos libros de cocina de su padre, fijándose en que
había algunas páginas marcadas.
Justo cuando estaba pensando en renunciar a
trabajar y ponerse a preparar algo para comer, la sorprendió el sonido de algo
cayendo al suelo con fuerza. Dando un respingo, se puso en pie de un salto y
corrió al salón.
Joseph estaba de pie junto a la
ventana, haciendo una mueca y sujetándose la espalda con la mano. Se giró al
oírla entrar.
–¿Por qué la gente se niega a hacer cosas que
son buenas para ellos?
Demi bajó la vista al libro que
estaba en el suelo. Era uno de los tomos de jardinería de su padre.
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