–No. De hecho, ni siquiera
trabaja en el país –añadió él con una sonrisa y guardó silencio, esperando que
ella empezara a comprender.
–¡No puedo trabajar para ti, Joseph!
–¿Por qué no? Tú misma has dicho que estás
pensando en volver a Inglaterra, que tu padre se está haciendo mayor y que
necesita tenerte cerca… ¿Has cambiado de idea?
–No, pero…
–No te ofrezco el trabajo por caridad. Tú
misma me has hecho ver que hace falta. Todo lo que has dicho me ha dejado
impresionado. Será el mayor reto de tu vida y te aseguro que te va a encantar.
–Seguro que tienes empleados más cualificados
para ese puesto.
–Nadie tan apasionado como tú y nadie con
experiencia para lidiar con una pequeña y tozuda editorial que no quiere
amoldarse a los nuevos tiempos.
–No sé qué decir…
–Piénsalo –sugirió él y cerró los ojos–. ¿Qué
habías dicho sobre prepararme una comida excitante…?
NUNCA he dicho que iba a ser
excitante…
–Así podrás darle vueltas a mi oferta mientras
cocinas.
–¿Estás seguro de que hablas en serio, Joseph? Nunca has
trabajado conmigo. No quiero que, cuando regreses a Londres, pienses que te has
equivocado porque no estabas en tu entorno natural. No puedo permitirme perder
mi trabajo para descubrir que te habías equivocado.
–Yo nunca me equivoco.
–Y nunca te quedas incapacitado y aquí estás.
Incapacitado.
–¿No puedes hablar de nada sin discutir?
–replicó él con una sonrisa–. Lo digo en serio. Serías perfecta para el
trabajo. Puedes unirte a ellos y mantener largas conversaciones sobre las
maldades del capitalismo y de las grandes multinacionales que se comen a los
peces chicos.
–¿Es eso de lo que te acusan ellos? –preguntó
ella, sonriendo y pensando que iban a caerle bien.
–Algo parecido. No había conocido a una gente
más tozuda en mi vida. Les he permitido ocuparse de sus propias cuentas,
gracias a la intercesión de su encantador jefe de ochenta y dos años, y ahora
que les amenazamos con tomar el control, no quieren rendirse. No quieren
aceptar que su editorial ya no les pertenece y que no tienen elección.
–Pero tú no eres tan cruel como para
forzarlos.
–Como te he dicho, un empleado a disgusto es
peor que no tener empleado.
Demi se emocionó. Tal
vez, James Rocchi fuera poderoso e implacable, pero también era justo y
compasivo.
–¿Y qué pasa con ese jefe de ochenta y dos
años? ¿Se han sentido vendidos por él?
–No fue una operación hostil –explicó él–.
Edward Cable era amigo de mi padre. Vino a pedirme dinero para salvar su
empresa. Una gran editorial andaba detrás de ellos y Cable sospechaba que
acabaría haciéndolos pedazos y despidiendo a sus empleados. Yo no tenía
experiencia con editoriales y no había pensado en añadir una a mis negocios,
pero…
–Sentiste que era lo correcto.
–Quizá fue por mi lado sensible y femenino…
Demi se contuvo para no
reír.
–Yo podía permitírmelo y Edward me lo
agradeció mucho. De hecho, la editorial es una inversión muy prometedora. No
les iba mal del todo.
–¿Entonces por qué quería vender?
–Cada vez hacían menos beneficios y Edward no
tiene familia. No tiene hijos a quien dejar herencia.
–Lo pensaré –dijo Demi tras un momento.
Se puso en pie y se dirigió a la cocina dándole vueltas a su oferta de trabajo.
¿Debería aceptar un empleo que implicaba
trabajar con Joseph? Si se lo hubieran preguntado en París, habría
rechazado la idea de inmediato. Pero, teniéndolo allí delante, se estaba dando
cuenta de que no era el mal tipo que su imaginación había forjado. Y el empleo
sonaba divertido. Y adecuado para ella. ¿Iba a negarse solo porque se trataba
de Joseph? ¿Dejaría que su
orgullo tomara las riendas de su decisión?
Sumida en sus pensamientos, Demi preparó la cena.
Se estaban quedando sin verduras frescas, así que tuvo que arreglárselas con
las latas. La despensa de su padre estaba bien repleta, tanto como para
mantener a una pequeña familia durante semanas en caso de ataque nuclear.
De pronto, la aterciopelada voz de Joseph la sacó de sus pensamientos.
Se giró de golpe y se lo encontró parado en la puerta de la cocina.
¿Cómo era posible que su mera presencia
cargara el aire de electricidad de esa manera?, se preguntó ella.
–He venido a echarte una mano –indicó él y se
acercó–. ¿Qué delicia estás preparando?
–Nada.
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