La idea básica es que compartimos una línea telefónica con la
casa de enfrente. No estoy segura de cómo funciona desde el punto de vista
técnico; todo lo que sé es que, a veces, cuando uno levantaba el tubo, en vez
del tono habitual se oía al señor Jameson hablando con voz monótona sobre su
úlcera con algún amigo, y entonces uno tenía que colgar y esperar que
terminara.
Y a veces, cuando era el señor Jameson quien levantaba el tubo, me
oía a mí que parloteaba con Katie, diciendo: ―Está bien, le dije,
está bien…‖, instante por el cual el señor Jameson
irrumpía para decir: ―Por favor, chicas, ¿no podrían dejar sus
chismes para otro momento? Tengo que hacer una llamada urgente‖.
Ahora bien, ¿Cuántas llamadas urgentes tenía que hacer en su
vida? Seguro que no todas las veces que él decía, puedo garantizarlo. Nadie…
El teléfono me arrancó de mi ensueño.
― ¿Hola?
― ¿ Demi? ― era Katie. ― Hace media hora que
llamo y la línea me da siempre ocupada.
― Creo que nuestros
vecinos están usando la línea conjunta ― contesté.
― Oh, caramba ― dijo Katie ― Pensé que cuando los Jameson se mudaran terminaríamos con ese
asunto.
― Bueno, papá dice
que, supuestamente, la compañía telefónica debe avisarnos si los nuevos vecinos
quieren cancelas la línea conjunta ― expliqué. ― Hasta ahora no hemos tenido noticias.
Katie suspiró. Creo que se irrita más que yo con esto de la
línea conjunta.
― En fin, ¿qué vas a
ponerte esta noche?
― No lo sé ― dije. ― Tal vez el suéter verde.
― Oh, te queda
estupendo.
― Dices lo mismo de
todo lo que me pongo.
― No es cierto ― protestó Katie, indignada. ― No lo digo de esa
camisa con rayas horizontales. La que deja que se te vea con toda claridad el
bretel del corpiño.
― Oh, cómo me gustaría
ver eso ― se oyó la voz de un tipo desconocido en la
línea.
Tanto Katie como yo quedamos atónitas y en silencio durante un
instante. Después, en voz muy baja, Katie dijo:
― ¿Demi?
― Estoy aquí ― contesté en un susurro.
― No va a servir de
nada que hablen murmurando ― dijo la voz ― Quiero decir no es como si estuvieran susurrando al oído de la
otra. Cualquier cosa que digan seguirá viajando por la misma línea telefónica.
Me puse más derecha, aunque estaba sola en la cocina.
― Señor ― comencé con mi voz más digna. ― Esta es una
conversación privada.
― Podían haberme
engañado ― contestó el tipo. Su voz me resultaba
vagamente familiar, pero no pude ubicarla con exactitud. ― Todo lo que hice fue levantar el tubo y allí estaban ustedes.
Eso no suena muy….
― Señor, por favor,
cuelgue ― dije con firmeza.
― Vamos, todavía no me
enteré de lo que se va a poner Katie ― se quejó él.
Suspiré exasperada.
― Katie ― dije en voz alta ―, te llamo más tarde.
― Esta bien ― dijo ella, y colgamos.
Volví a la ventana y miré con rencor hacia la
casa de enfrente. Adiós a la esperanza de que los nuevos vecinos tuvieran un
hijo simpático. Que detestable era ese individuo.
Cierto movimiento llamó mi atención. Una figura había aparecido
en una de las ventanas de la antigua casa de los Jameson, con algo blanco en la
mano. A pesar de mis esfuerzos no logre descubrir que era. Me di vuelta con
rapidez y revolví uno de los cajones de la cocina hasta encontrar los
prismáticos que usa mamá para observar los pájaros.
Cuando Volví a la ventana la figura seguía allí. Levanté los
prismáticos hasta mis ojos, y luego las manos me empezaron a temblar con tanta
violencia que casi los dejé caer.
El objeto blanco era un letrero hecho a mano que decía HOLA, Demi. La figura que lo
sostenía y agitaba alegremente era Joseph Conner.
Muy bien, de modo que Joseph Conner, el tipo que de la manera más ruda y
ofensiva me había caratulado como la aburrida e insignificante hija del
director en el mismo instante en que puso el pie en el Colegio Knox, vivía
enfrente.
Y compartía una línea telefónica con mi familia. Pero yo no iba a
permitir que esos factores arruinaran el resto de mi último año… Ni tampoco que
me arruinaran esa noche en especial. Me las arreglé para borrar a Joseph de mi mente durante la cena con mi familia.
Y cuando llegamos a casa después de cenar, empecé a prepararme para la fiesta
de Bobby Weller. Me puse un vestido corto de encaje negro que Katie me había
traído desde San Francisco.
Por lo general, no uso vestidos, me limito a
vaqueros y suéteres, pero ese vestido me gustaba y la fiesta me ofrecía una
buena excusa para usarlo. Además estaba tratando de cambiar mi imagen,
¿entienden?
Por supuesto ― me recordé a mí
misma ― no resultaba tan patética como para
necesitar cambiar mi imagen con desesperación. Porque no es que nunca haya
tenido una cita. Mi historia romántica no será lo que se dice impactante, pero
algo de experiencia tengo.
De hecho tuve mi primera a los doce años y fue con ― quédense sentados ― un marinero de diecinueve
que nos estaba pintando la casa para ganarse unos dólares durante su
permanencia en tierra, o como sea que lo llamen a eso. En realidad, no es tan
excitante como parece porque mis padres no sabían que era una cita o no me
habrían dejado ir, y yo no sabía que era una cita, o no habría ido. Tanto mis
padres como yo pensábamos que el marinero ― su nombre era Jerry ― me llevaba al cine por la tarde con su hermanita menor. (En
fin, sólo me llevaba a ver una película que su hermanita ya había visto).
De todos modos, Jerry parecía muy seguro de que era una cita
porque, no bien llegamos al cine, me llevo a la última fila y me pasó el brazo
por los hombros. Dijo:
― Me gustas, de veras Demi.
― Tú también me gustas
de veras ― conteste yo, porque aquello era lo que, al
parecer, había que decir por cortesía. Después, incluso antes de que empezara
la película, me dio un enorme y húmedo beso. Yo quedé muy sorprendida. Creo que
Jerry se dio cuenta de que había ido muy lejos y no volvió a besarme, aunque si
llamó esa noche a las once y dijo:
― ¿Qué pensaste de mi beso?
Yo dije:
― No demasiado ― Y él nunca más volvió a llamar.
De bodoque, básicamente, los cuatro años siguientes los dediqué
a estar enamorada de Ben Crimson. Ben es el hermano mayor de Katie. Tiene tan
buena apariencia y el tan popular como ella, y me gustó casi desde el momento
que nos conocimos en la escuela primaria. Durante los dos primeros años del
secundario trate en lo posible de que no se notara; me imaginaba que no había
manera que me correspondiese, y era probable que Katie se pusiera incómodamente
protectora conmigo.
Luego pasó algo increíble. Ben me invitó al baile de promoción
de mi segundo año. Fue algo así como el día más grande de mi vida, dicho desde un
punto de vista romántico. Ben me dio un beso de buenas noches y me dijo que
hacía mucho que le gustaba, pero que se sentía raro por ser yo una de las
amigas de Katie. Bueno, ¡haberlo sabido antes! En fin, Ben terminó su año dos
semanas más tarde y lo mandaron a Notre Dame para un verano de entrenamiento de
fútbol antes de que empezara el nuevo año escolar. Cuando lo vi, para Navidad,
estaba saliendo con la mitad de las chicas animadoras del equipo y ya era
demasiado maduro para una chica de colegio secundario como yo.
Después de Ben, prácticamente estuve libre de enamoramientos.
Fui al baile de fin de curso con un chico llamado Jon Stillerman, cuyo padre es
el profesor de química. Pasamos un buen rato en el baile e incluso salimos
algunas veces después de eso, pero de alguna manera se percibía que allí no
había chispas. Además. Es un poco ―demasiado‖ que la hija del director saliera con el hijo del profesor de
química.
Terminé de vestirme para la fiesta de Bobby y fui a la cocina.
Katie ya estaba allí, hablando con mis padres. Llevaba unos vaqueros y una
camisa de terciopelo rojo. Su hermoso pelo sedoso de color trigo brillaba bajo
la luz.
― Oh, te pusiste el
vestido que te regale ― dijo complacida.
Me apreté los codos, súbitamente cohibida.
― ¿Estoy demasiado
elegante y ridícula?
― Estás estupenda
querida ― me aseguró mamá.
― De veras estás
espléndida ― coincidió Katie. ― Salgamos.
― ¿A dónde van? ― preguntó papá.
― A una fiesta… en
casa de los Johnson ― dije eligiendo un nombre al azar. Si papá llegaba
a enterarse de que íbamos a casa de los weller, podía ponerse nervioso, pues
sabía que el señor y la señora Weller se encontraban en Grand Rapids.
― ¿Van a una fiesta a las diez de la noche? ― Preguntó. Esa es otra cosa que no entiende de los adolescentes…
nuestra manera de ser prácticamente noctámbulos.
Por último, salimos y comenzamos a recorrer las pocas cuadras
que nos separaba de la casa de los Weller. Casi no habíamos llegado a la mitad
del trayecto cuando empezamos a oír la música.
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