Cerré la puerta con una legre suspiro. La casa estaba a mi disposición
por veinticuatro horas. Katie iba a venir pronto para pasar el día y la noche
conmigo. Tendríamos todo el fin de semana para charlar y dormir y comer cosas
poco nutritivas y hacer todo eso que los padres desaprueban.
Decidí sorprender a Katie y hacer panqueques para una
combinación de desayuno/almuerzo. Preparé la masa y puse a calentar la sartén.
Los primeros panqueques salieron quemados y pegoteados, de modo que los tiré a la basura.
Estaba haciendo uno enorme en forma de Ratón Mickey, cuando sonó el timbre.
Atravesé corriendo toda la casa y abrí de golpe.
― Apúrate y entra ― dije ―, porque estoy haciendo panqueques y no…
Me interrumpí horrorizada. No era Katie quien estaba parado en
el porche. Era Joseph Conner, que sonreía
con aire de indolente.
― ¿Puedo pedirte un
poco de destapador de cañerías?
Me cruce de brazos.
― Muy chistoso. Adiós.
― Epa ― protesto Joseph ―. No es una broma; la bañera de casa está a punto de desbordarse
y mis padres se fueron con el auto y… ¿acaso crees que inventé todo esto sólo
para verte en tu excepcionalmente corto camisón?
Me ruboricé hasta la raíz de los cabellos. Llevaba puesto ese
tonto baby-doll de satén color café que me había regalado mi abuela. Me
regala uno para navidad y otro para mi cumpleaños. No se con exactitud lo que
está tratando de decirme. En fin, aquel en particular no sólo era corto, sino
que tenía ya un par de años y me quedaba un poco chico.
Apreté las manos contra el ridículo ruedo corto por si pasaba
una ráfaga de viento, y dije con voz helada:
― Hay muchas casas en
la cuadra. Ve a pedirle a alguien que no odie a muerte…
Una alarma zumbó enojada en la cocina. Dejé de hablar y me
apresuré a volver allí. La cocina estaba llena de humo y mi panqueque en forma
de Ratón Mickey era una ruina carbonizada. Saqué la sartén del fuego y trate de
abrir una ventana.
― Caramba ― dijo una voz detrás de mí ― ¿te parece que nos
tapemos la boca con unos trapos mojados?
Me di vuelta de golpe. Joseph estaba parado justo ahí, en la cocina. Agité
la mano para disipar un poco el humo que tenía frente a la cara y lo miré con
ojos relampagueantes.
― ¿qué haces aquí?
― Vine a pedir
prestado un poco de destapador de cañerías ― dijo con paciencia ― Creo que acabamos de hablar de eso.
― Y yo dije que no
podías hacerlo ― le contesté en forma cortante. La alarma
volvió a sonar y yo me paré en puntas de pie para desactivarla.
Joseph se echó a reír.
― Veo Londres, veo Francia…
― ¡Cállate! ― grité ― Bajé los brazos y abrí un cajón de la
cocina. Me puse el delantal que usa papá para los asados. Por suerte, era tan
grande que me daba dos vueltas.
Joseph sonrió.
― Ahora te pareces a
las fantasías que solía tener con aquella hermosa profesora de economía
domestica de mi otra escuela.
Lo señalé con la espátula.
― ¡No me hables de tus
fantasías! ― Saqué el frasco de destapador de debajo de
la pileta y se lo di._ Tienes dos segundos para irte de aquí.
Se apoyó en la mesada. Llevaba una remera salmón: parecía tan
vieja que sospeche que su color original había sido rojo. El rosáceo realzaba
su cara morena, y sus ojos centelleaban. Sin motivo alguno recordé la sensación
que me había provocado su mano en mi cintura durante la fiesta de Bobby Weller.
Parecía tan fresco y pulcro que me sentí todavía más desaliñada y desprotegida
en mi camisón.
― ¿Y tú familia dónde
está? ― preguntó Joseph.
― Fuera de la cuidad ― contesté automáticamente ― tenía entendido que
tú bañera se estaba desbordando.
― Así será si le cae
una gota más de agua. Fuera de la cuidad, ¿eh? ― dijo, acercándose a
mí_ Y veo que de verás te estás liberando, con esos panqueques en forma de
Ratón Mickey. Muy audaz de tu parte. ¿Qué cosa excitante tienes preparada para
esta noche? ¿Una tortilla en forma del Pato Donald?
Le dirigí una mirada fulminante. Él me devolvió una sonrisa.
― Bueno que tengas
suerte con los panqueques ― dijo en tono
indiferente.
Pensé en lo feliz que me sentía hacía sólo diez minutos, ante la
perspectiva de mi perezoso fin de semana. Y ahora venía él, para decirme por
millonésima vez lo aburrida y mojigata que era.
― Adiós ― dije en voz bien alta.
― Ya me voy ya me voy ― repuso Joseph ― De todos modos, el ambiente excitante que hay en este lugares
demasiado para mí.
Lo seguí a través de la sala, todavía armada con la espátula. Se
demoró junto a la puerta.
― Supongo que sería
mucho pedir que organizaras una fiesta ― dijo en tono burlón ― Después de todo, eres la hija del director, y una chica tan
buenita… Eh, espera…
Lo empujé materialmente hacia fuera. Se tambaleo en el porche y
cerré de un portazo.
Me di vuelta y me vi reflejada en el espejo
del vestíbulo. Era la viva imagen de la furia: piel cenicienta, ojos
relampagueantes, respiración agitada, labios apretados, frente transpirada.
Bueno era lógico que me viera furiosa. Estaba furiosa. Pero, de
alguna manera, aun cuando estuviera tan llena de rabia, no pude menos que
desear haber lucido más bonita mientras Joseph estaba en casa.
Katie tardó horas en llegar y, cuando lo hizo, las malas
noticias se notaban en su cara.
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