Después vienen mis hermanas mellizas, Anne y Liz, de nueve años
de edad y que, por suerte no son idénticas. Lo último que necesitan es que las
vistan con ropa igual. Liz es tierna y rubia, como mamá, y muy tímida. Anne
tiene el pelo oscuro, es pecosa y usa trenzas, y es probable que haya nacido
hablando.
A veces, cuando estoy lejos de ellas, trato de recordar la voz de Liz
y no puedo hacerlo. Y no porque hable poco. Creo que es porque Anne habla
demasiado.
Luego está mi hermana de once meses, Debbie. La idea era que
fuese un varón, pero salió tan linda que, basta mirarla para que no haya dudas
de que es una nena. Es un montón de rulos rubios con enormes ojos azules y
dulce piel de bebe. Cierta vez, un ejecutivo de publicidad la vio en el
supermercado y arregló con mis padres para que la llevaran a una prueba de
avisos de
comida para bebes. Por desgracia, antes de la
prueba, mamá vio un fragmento de un programa llamado sesenta minutos, en
el cual mostraban cómo trataban a los chicos en los avisos, y canceló el trato.
En fin, que así es de hermosa Debbie, Además, es muy dulce y simpática y todos
estamos locos por ella.
También mamá es muy atractiva. Si la ven en el parque empujando
el cochecito de Debbie, probablemente pensarán que tiene veintisiete años en
lugar de treinta y siete, y Debbie es su primer bebé. Es alta y esbelta, con un
pelo rubio y ondulado que le llega al mentón, y unos hermosos ojos azules, de
ese color que casi llega a ser azul marino.
Además, tiene los pómulos salientes
y una gran sonrisa. Al verla, se puede entender porque papá, que es veinte años
mayor, decidió fugarse dos días después que ella terminó el colegio,
arriesgándose a perder su puesto de profesor y causando un gran escándalo.
Es un poco más difícil entender ― a primera vista,
quiero decir ― porqué mamá se escapó con mi padre. Como ya
dije, él tiene veinte años más y su aspecto es el de un director de colegio
segundario: mandíbula cuadrada, pelo oscuro con canas en las sienes, anteojos
anticuados montados sobre armazón de carey, postura correctísima, nunca un pelo
fuera de lugar.
En realidad me alegra que sea tan meticuloso. Me dolería verlo
atravesar el patio con la bocamanga del pantalón enredada en sus calcetines o
algo por estilo.
Pero eso son solo las apariencias. Si conocieran de veras a mis
padres, entenderían porque se sintieron mutuamente atraídos: no hay dos
personas más ingenuas y menos frívolas que ellos. Por ejemplo, papá, que se
pasa cuarenta horas semanales en compañía de adolescentes, y mamá, que se
dedicaba a ilustrar libros para chicos, no han entendido aun el concepto de lo
que es popular y lo que no lo es.
Un caso: todos los años papá invita a los diez mejores alumnos a
un asado. Ahora bien no hace falta decir que, cualquier persona popular que se
encuentre entre los diez mejores, rápidamente encontrará una excusa para no
venir.
Pero la gente impopular ― los locos de las
matemáticas, los monstruos de ciencias, los chicos de camisas almidonadas, las
chicas de blusa y anteojos de vidrio grueso ― ¡vienen todos! ¡Le
traen flores a mamá! Y se quedan y se quedan, charlando con mis padres hasta
que prácticamente tenemos que echarlos. Y luego, mientras mis padres están
ordenando todo, no hay vez que uno no diga: ― ¡Qué lindo grupo de
adolescentes!‖. Y el otro le contesta: ―Oh, ¿tú también lo pensaste? No sé cómo pueden ser tan
inteligentes‖.
¿Se dan cuenta? ― ¡Son tan
inteligentes!‖ Como si ser tan inteligentes no fuera la
causa de quedar automáticamente afuera del círculo de la popularidad. Por
ejemplo, el años pasado un chico se pasó una hora cuarenta y cinco minutos
hablándole a mamá del castillo que había construido con fósforos. Y ella se
preguntó cómo es que un chico tan brillante no encabeza la lista de todas las
muchachas de un colegio secundario…
Sentada en la ventana, suspiré y sacudí la cabeza. ¿Qué podía
hacer? Eran mi familia y yo los quería. Me resultaba difícil no aparecer en
público con ellos. Además, me dije, yo tenía algo de vida social. De hecho
estaba esperando la llamada de Katie para hablar sobre lo que nos pondríamos
para ir a la fiesta de Bobby Weller.
Miré mi reloj. Hacía veinte minutos que Katie
tendría que haber llamado, al llegar a su casa después del ensayo de las chicas
animadoras de los partidos de fútbol.
Un movimiento en la calle llamó mi atención. Alguien había
pasado junto a la ventana de la casa de los Jameson, cosa bastante extraña
porque los Jameson hace dos meses que se mudaron.
― ¡Mamá! ― grité.
― ¿Qué pasa querida? ― respondió la voz de mi madre desde la escalera.
― ¿Alguien se mudó a
la casa de los Jameson?
― Sí ― contestó ella con impaciencia. Odia mantener conversaciones a
los gritos. ― El camión de mudanza estuvo aquí ayer.
Observé la casa de enfrente, intrigada por saber quién viviría
allí. Tal vez tuvieran alguien de mi edad… Alguien simpático, me ilusione. De
repente se me ocurrió que, cualquiera fuese el nuevo vecino, probablemente iba
a molestar con el teléfono, ya que tenemos una línea conjunta.
Seguro que tengo que explicar lo que es una línea conjunta
porque la mayor parte de la gente de menos de cincuenta años jamás oyó habla de
eso. Pero papá cree que tener una línea conjunta es una excelente manera de
ahorrar dinero en las facturas de teléfono. Si por mi fuera, ahorraría dinero
de otra forma, comprando manteca de una marca desconocida, por ejemplo, pero
hasta dónde puedo recordar, siempre hemos tenido una línea conjunta, de modo
que ya me acostumbré.
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