Se preparó un almuerzo ligero y un café y volvió a pensar en la
valla derribada. Pero otro desastre era demasiado. Era propensa a los desastres
cuando Joe estaba cerca de ella, y parecía provocarlos rápidamente, incluso
cuando no estaba.
La había rescatado de un toro, cuando se le engancharon los
pies en la cerca del corral, otra vez de una vez una serpiente de cascabel y dos
veces de las balas de heno que se habían caído. Debería estar preguntándose si
habría alguna manera de deshacerse de ella de una vez por todas.
Fue muy amable por su parte, no haber comentado todo esto cuando
la había rescatado de la valla. Seguramente se había sentido tentado a hacerlo.
Tentado. Volvió a ruborizarse al recordar, una vez más, la
intimidad que habían compartido. En los siete años que hacía que se conocían,
nunca la había tocado hasta hoy. Se preguntaba por qué lo había hecho.
El sonido de un coche, llegando por el camino rural, entró a
través de la cocina y la puerta de calle, al la vez que vio de refilón el
lujoso coche negro de Joe en la entrada. Él no era un al que le gustara llamar
la atención y tampoco se rodeaba de cosas lujosas, lo que hacía que su coche
fuera una excepción.
Siempre le habían fascinado los coches grandes de color
negro y parecía que no había cambiado en eso, ya que cada dos años lo cambiaba
por otro negro.
—¿No te cansas del color? —le había preguntado ella una vez.
—¿Por qué? —le había respondido, lacónicamente—. El negro va con
todo.
Llegó hasta el porche, y la expresión de su cara era una que no
había visto antes. Estaba como siempre, impecablemente vestido y bien afeitado,
arrebatadoramente guapo, pero había algo diferente. Después de su breve
interludio en el pasto, el ambiente entre ellos estaba un poco tenso.
Tenía las manos metidas en los bolsillos, mientras admiraba su
cuerpo con su mirada agitada.
—¿Te lo has puesto en mi honor? —le preguntó.
Ella se sonrojó ya que, por lo general, siempre vestía vaqueros
y camisas de manga corta o camisetas sin mangas. Ella casi nunca usaba vestidos
en el rancho, ni tampoco se dejaba el pelo suelto alrededor de sus hombros. Normalmente
llevaba una trenza.
Ella se encogió de hombros decepcionada.
—Sí, supongo que sí —dijo, mirándolo con una triste sonrisa en
los ojos—. Lo siento.
Se sacudió la cabeza.
—No hay necesidad de pedir disculpas. Ninguna en absoluto. De
hecho, lo que ha pasado esta tarde me han hecho pensar en algunas cosas que
quiero hablar contigo.
Su corazón saltó dentro de su pecho. ¿Le iba a hacer una
proposición? ¡Oh, Dios mío!, ¡si lo hacía nunca tendría que conocer la tonta cláusula
del testamento de su padre!
Fue hacía la cocina y colocó una ensalada y un plato de fiambres
en el centro de la mesa, en la que ya había puesto dos cubiertos. Sirvió café
en dos tazas café y, dándole una a él, se sentó. No tenía que preguntarle como
le gustaba el café, porque ya sabía que le gustaba sólo y así de lo dio. Era
otra de las muchas cosas que tenían en común.
— ¿Qué querías preguntarme, Joe? —dijo ella, después de que se
hubieran comido y tomado dos tazas de café. Tenía los nervios de punta por la
intriga y la anticipación.
—Oh. Eso —se inclinó hacía su taza de café, medio vacía, que
tenía en la mano—. Me preguntaba si estarías dispuesta a echarme una mano con
en asunto de mi ex—esposa.
Todas sus esperanzas se derrumbaron.
— ¿Qué tipo de ayuda? —preguntó, tratando de parecer indiferente.
—Quiero que aparentes ser mi novia, —dijo con franqueza, mirándola—.
Si pensamos en lo que pasó esta mañana, no debería ser demasiado difícil fingir
miraditas y arrumacos, ya que parece que podemos mantener nuestras manos quietas.
¿Qué te parece? —preguntó con una sonrisa burlona.
Ahora lo entendía todo, su extraño comportamiento, sus
observaciones, su experimento en el campo, en resumen: su curiosa actuación. Su
querida ex—esposa venía a la ciudad y él no quería que todos supieran lo que le
dolía su pérdida. Así que quería que Demi fingiera que era su nuevo amor. No
quería una nueva esposa, quería una actriz.
Ella miraba a su café.
—Supongo que no quieres volver a casarte, ¿verdad? —pregunta con
disimulo.
Él desvió la vista a la derecha.
—No, no, —dijo sin rodeos—. Con una vez fue suficiente.
Ella gimió. Su padre la había colocado en una posición
intolerable. De alguna manera, debía haber sospechado que se le acababa el
tiempo, ya que, en caso contrario, ¿por qué había llegado a tales extremos en
su testamento para asegurarse de que su hija estaba protegida después de su
muerte?
—Has estado actuando de manera extraña desde que murió tu padre,
—dijo de repente, entornando sus ojos—. ¿Hay algo que no me hayas dicho?
Ella se encogió de hombros.
— ¿Hay alguna deuda pendiente o algo así?
—Bueno…
—Porque si ese es el caso, puedo ayudarte con el problema,
—continuó, sin arrepentimiento—. Tú me ayudas mientras Betty esté aquí, y voy te
ayudo a pagar las deudas que haya. Puedes mirarlo como si fuera un trato.
Ella quería revolcarse en el suelo y gritar. Nada estaba saliendo
como quería. Ella le miró con angustia.
— ¡Oh, Joe! —ella gimió.
Él frunció el ceño.
—Vamos. No puede ser tan malo. Dímelo.
Ella tomó aliento y fue hacía él.
—Hay una manera más sencilla… Creo que tienes que leer el
testamento de papá. Voy a buscarlo.
Entró en el salón y cogió del cajón de la mesa el testamento de
su padre. Volvió a la cocina y se lo entregó a un desconcertado Joe, mirando
como él abría, con sus elegantes manos, la carpeta que contenía el documento.
—Y antes de que empieces a jurar, y debes saber que yo no tenía
la menor idea acerca de la cláusula, —añadió entre dientes—. Para mí fue gran
shock, al igual que lo será para tí.
— ¿La cláusula? —Murmuró mientras miraba más despacio el
testamento—. ¿Qué cláusula…? ¡Oh, Dios mío!
—Ahora, Joe… —comenzó, intentando con mucho esfuerzo calmar la furia
que veía en su cara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario