—Llévate mi treinta y ocho —dijo Sebastian a Joseph a la mañana siguiente, mientras metían las
últimas cajas en la camioneta—. Me sentiré mucho mejor si tienes algo para
defenderte.
Nat
se preguntó si no estaba siendo un cabezota. Odiaba las armas con todas sus
fuerzas, pero sabía usarlas muy bien, pues su padre le había obligado a hacer
interminables prácticas de tiro. Y la seguridad de Demi y de la niña también dependía de
él.
Sebastian insistió.
—Sé que estás satisfecho con ese sistema de seguridad tan
moderno que habéis instalado Seth y tú en la cabaña, pero me sentiría mejor si
tuvieras un revólver.
—Está bien —respondió Joseph
con un suspiro de resignación—. ¿Tienes una caja con candado, o algo que pueda
usar para guardarla? No quiero correr ningún riesgo con la niña.
—Te daré una caja con un candado, pero te aconsejo que pongas
la pistola en la estantería más alta, con la caja abierta. Yo me preocupo por
Elizabeth tanto como tú, pero ella no puede trepar por los armarios que hay en
la cabaña.
Con la ayuda de Sebastian y Matty terminaron de llenar la
camioneta de cajas de provisiones, tomaron un maletín de primeros auxilios, su
equipaje y por supuesto, a Bruce. Después, Demi, Elizabeth y Joseph.
tomaron la pista de tierra que dividía en
dos el Rocking D y que terminaba en la vieja cabaña, en los límites del rancho
de Sebastian. Por el espejo retrovisor Joseph
vio a Matty y a Sebastian junto al porche de la casa, con los brazos levantados
diciendo adiós.
—Aunque no supiera nada más de ti —dijo Demi, sonriendo—, sabría que eres
especial por los amigos que tienes.
Mientras la camioneta iba dando tumbos por el campo, Demi no intentó trabar conversación
con Joseph. Éste tenía suficiente con
esquivar los agujeros y las piedras, y ella quería estar segura de que
Elizabeth estaba bien, así que estuvo hablando con ella durante el camino.
No veía la expresión de la niña porque el asiento del coche
miraba hacia la parte trasera, pero al menos, Elizabeth no estaba llorando.
Durante un trecho más suave, Demi se desabrochó el cinturón de seguridad y
se inclinó hacia ella para averiguar qué estaba ocurriendo con su hija, que no
había dicho nada hasta el momento. Elizabeth la miró, con los ojos muy
abiertos, como si estuviera fascinada por el viaje.
Demi sonrió.
— ¿Te diviertes? —le preguntó.
— ¡Ba, ba! —respondió la niña. Tenía a su mono agarrado con
fuerza en una mano, y no parecía en absoluto que fuera a ponerse a llorar.
Ella volvió a acomodarse en su asiento y se abrochó el
cinturón.
—Creo que tenemos a una aventurera.
—Eso da mucho miedo —respondió Joseph.
—Al menos, parece que ha decidido confiar en nosotros.
—En ti, no en nosotros. Todavía no sabemos si toleraría estar
a solas conmigo. Nunca hemos estado a solas. Y ahora que lo pienso, tampoco lo
estaremos en este viaje.
— ¿Por qué no? — Demi pensaba que era el mejor momento para la
experimentación—. Yo podría dar un paseo, y así haríamos una prueba y veríamos
qué hace.
—Esta semana no. Esta semana no voy a perderte de vista.
Ella sintió una opresión en la garganta.
— ¿Es por si acaso ese tipo está por ahí?
Él no apartó los ojos de la carretera.
—Exacto. Además, me da una buena excusa para tenerte cerca de
mí —dijo, y agarró con fuerza el volante para superar otra zona rocosa del
camino—. Muy cerca.
Demi sintió una oleada de excitación. Observó
cómo aquellas manos controlaban el volante con fuerza y seguridad. Cómo había
echado de menos sus caricias...
Acaban de empezar a disfrutar de nuevo cuando
ella había insistido en terminar con las relaciones sexuales.
Había tenido razón en insistir en aquello hasta que él
hubiera tenido la oportunidad de ver a Elizabeth y aclarar lo que sentía por
ella.
A menos que lo estuviera entendiendo todo mal, Joseph
había hecho un progreso estupendo en aquel sentido. En vez de ser un obstáculo
entre ellos, parecía que la niña los estaba uniendo.
Y ella estaba preparada para volver a unirse a aquel hombre.
Más que lista. Tenía por delante una semana para amar a Joseph. Le había parecido mucho tiempo cuando se lo habían
sugerido por primera vez, pero después había empezado a pensar si sería tiempo
suficiente para satisfacer la necesidad que había ido acumulando durante los
últimos días.
No quería malgastar ni un minuto del tiempo que tenían para estar
juntos. Miró el reloj. Era casi la hora de comer. Después de la comida,
Elizabeth siempre se echaba una siesta...
—Estás muy callada —dijo Joseph
—. ¿Tienes dudas?
Demi sonrió.
—Sí.
—¿Qué? —él le lanzó una mirada de estupor—. Vaya, Demi, si no tienes pensado hacer el
amor conmigo durante el tiempo que pasemos aquí, no creo que pueda...
—Tengo dudas sobre si conviene que nos limitemos a una
semana. Teniendo en cuenta el tiempo que quiero pasar haciendo el amor contigo,
ojalá tuviéramos dos.
Él dejó escapar un suspiro y se movió, incómodo, en el
asiento.
—Oh, Dios. Nunca deberíamos haber empezado esta conversación.
Inmediatamente, Demi miró hacia abajo y detectó el bulto
revelador que había en sus pantalones. Se le aceleró el pulso.
—Probablemente no debería preguntártelo, pero ¿has traído...?
— ¿Estás de broma? Fue lo primero que metí en mi mochila.
Tenemos más preservativos que pañales —respondió Joseph,
y apretó la mandíbula—. Te deseo, Demi. En este mismo momento, aquí mismo.
La camioneta dio un tumbo al pasar sobre una enorme piedra de
la carretera.
Ella tenía la respiración entrecortada, y no se debía a la
dificultad del trayecto.
—Aquí y ahora no es lo que yo llamaría óptimo —dijo.
—Lo sé.
— ¿Cuánto falta para que lleguemos?
Él la miró. Su mirada era tan ardiente que podría derretir el
acero.
—Una eternidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario