—Está bien —convino Joseph,
y cerró la puerta. Demi dejó a Elizabeth en
el suelo y después se sentó a su lado para quitarle el gorrito.
—Ya está, cariño. Libre, al fin.
Inmediatamente, Elizabeth comenzó a gatear, gritando de
alegría, hacia la estufa de madera.
—Oh, Dios —dijo Joseph —.
No vamos a poder usar la estufa. Se puede quemar.
—Claro que sí podemos usarla. Cuando esté caliente, no
dejaremos que se acerque.
Jessica siguió con la vista a Elizabeth mientras la niña pasaba ante
la estufa y se dirigía a la mesa. Se metió debajo y se sentó, muy satisfecha
consigo misma.
Demi se rió. Era evidente que Elizabeth estaba
imitando a Fleafarm y a Sadie. A las perras les encantaba tumbarse bajo la mesa
del comedor.
—¿Eres un perrito? —preguntó.
—¡Pa! —dijo Elizabeth, y lanzó a Demi una sonrisa.
—Buena chica —sin dejar de sonreír, Demi alzó la vista y vio a Joseph con el ceño fruncido—. ¿Qué ocurre?
—No me esperaba que fuera a gatear por toda la cabaña.
—¿Y qué imaginabas que iba a hacer?
—Pensaba que la tendríamos en brazos, o que la pondríamos en
el parque.
—Es muy mayor para estar confinada de ese modo durante mucho
tiempo —explicó Demi,
intentando conservar la paciencia. Después, volvió su atención hacia Elizabeth,
al darse cuenta de que se movía. La niña comenzó a gatear hacia la cama.
—Entonces quizá no deberíamos haberla traído.
A ella se le encogió el corazón.
—Quizá no, si te vas a comportar como una gallina con sus
polluelos.
—Yo sólo... ¡Elizabeth, no! —exclamó él. Fue corriendo hacia
la niña y la tomó en brazos—. ¡Dame eso!
Elizabeth comenzó a llorar.
Demi se puso de pie de un salto.
—¿Qué? ¿Qué tiene en la mano?
—¡Bueno, sólo es una brizna de hierba, pero habría podido ser
cualquier otra cosa!
—Dámela.
Parecía que él estaba contento de deshacerse de la niña. Demi se la llevó junto a la ventana.
—No pasa nada, cariño —dijo mientras la mecía y le besaba las
mejillas húmedas—. Chist, no pasa nada. Cálmate, pequeñina. ¡Mira! ¡Mira por la
ventana! ¿Ves a aquel pajarito? Mira eso. Es un pajarito muy bonito que ha
venido a decirle hola a Elizabeth. ¿No quieres decirle hola?
—Ba —dijo Elizabeth, gimoteando. Después, respiró
profundamente y se movió en los brazos de Demi para mirar a Joseph.
Demi siguió la dirección de la mirada del bebé
y la expresión de confusión de Joseph le
partió el corazón.
—Está bien —le dijo.
Él sacudió la cabeza.
—No puedo hacerlo, Demi. No se me da bien.
—Oh, por Dios —dijo ella. Con Elizabeth en brazos, se acercó
a él. Notó que la niña se encogía un poco, y ésa era otra razón más para borrar
de la mente del bebé aquel incidente.
—Me odia —dijo Joseph.
—Sólo la has asustado un poco. Háblale.
—¿Y qué le digo?
—Que es la niña más preciosa del mundo. Y también podrías
darle esa brizna de hierba.
—¡Pero estaba debajo de la cama!
—No le hará daño. Los ciervos la comen.
No parecía que Joseph
estuviera muy conforme, pero le ofreció la hierba a Elizabeth.
—¿Es esto lo que querías, cariño?
—¡Ga! —dijo Elizabeth, y alargó el brazo.
—Hazle cosquillas con ella —sugirió Demi.
—¿Se la pongo en la cara?
—Sí. Juega con ella. Acuérdate de lo mucho que le gusta jugar
al escondite. Jugar es importante.
Él respiró hondo para tomar fuerzas.
—Está bien. Eh, Elizabeth, ¿te gusta? —dijo, y le rozó la
punta de la nariz con la brizna de hierba.
La niña se rió, encantada.
—Te gusta, ¿verdad? — Joseph
repitió el movimiento y se ganó otra risita de bebé—. Me encanta cómo se ríe.
Se le arruga la nariz.
—Lo sé.
La tensión que había sentido Demi comenzó a disiparse mientras Joseph continuaba haciéndole cosquillas. ¿Por qué
habría pensado ella que todo iba a ser tan fácil a la primera cuando los tres
estuvieran juntos? Era una tonta. Joseph y
ella no habían tenido nunca las conversaciones básicas que los futuros padres
debían tener sobre las expectativas y los estilos de paternidad.
Ella había tenido nueve meses para leer mucho sobre la
crianza y la educación mientras se formaba la idea de la madre que quería ser.
Aunque no quería que Elizabeth repitiera su niñez, había habido cosas muy
positivas en ella, como el hecho de sentirse querida. Joseph
no tenía forma de saber cómo actuaba un padre que quería a su hijo.
—Es casi la hora de comer —dijo por fin—. Si le traes la
trona de la camioneta y la pones ahí, le daré la comida.
—Está bien —dijo Joseph.
Se dio la vuelta y Elizabeth protestó. Entonces él se volvió con una sonrisa en
los labios—. No quiere que me vaya —dijo, sorprendido.
—No, no quiere —afirmó Demi, sonriendo también—. Pero quizá lo tolere
si le das la brizna de hierba.
Él miró la hierba que tenía en la mano.
—Supongo que tengo que hacerlo, ¿no?
—Confía en mí. No le va a pasar nada. Yo la vigilaré cuando
tú te hayas ido.
De mala gana, él le dio la hierbecita a Elizabeth, que movió
las manos y se rió de felicidad. Cuando se la metió a la boca, él hizo un gesto
de dolor.
—Odio esto.
—Lo sé. No te preocupes, yo la cuidaré para que no se ahogue.
Estará bien.
—Tiene que estar bien —dijo él, y la miró a los ojos—. Porque
si os pasara algo a alguna de las dos, yo me moriría.
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