jueves, 21 de febrero de 2013

Un Refugio Para El Amor Capitulo 47





Joseph no estaba pensando en el dinero de Lovato cuando se sacó de la cartera la tarjeta que le había dado el millonario. Su número de teléfono directo estaba allí escrito.
Sólo tuvo que esperar a que el teléfono sonara dos veces antes de que el padre de Demi descolgara.
—Russell P. Lovato.
Joseph cerró los ojos. Detestaba tener que dar aquel golpe.
—¿Diga? ¿Quién es? ¿Demi?
—Soy Joseph.
—¡ Joseph! ¡La has encontrado!
—Sí. Y...
—¡Magnífico! Voy a avisar a Adele. Se va a poner muy contenta...
—Hay más.
— ¿Más? —preguntó Russell P. con voz teñida de miedo.
—Durante los últimos seis meses, la ha estado siguiendo un hombre. Esta mañana la ha secuestrado.
Hubo un silencio sepulcral al otro lado de la línea.
—Entonces ¿qué demonios estás haciendo al teléfono? ¿Has llamado a la policía? ¿Al FBI? ¡Olvídalo! ¡Dime dónde demonios estás! ¡No muevas un dedo hasta que yo llegue allí!
Joseph experimentó una calma fría.
—Voy a ir a buscarla. Mis amigos y yo vamos a salir a rastrear la zona a caballo. Estoy en un rancho llamado Rocking D, cerca de Huérfano, un pueblecito de Colorado. No está lejos de Canon City. Si viene a Colorado Springs en avión y alquila un coche desde allí, lo encontrará con facilidad. Puede estar aquí esta misma noche. Para entonces, habré traído a Demi a casa.
— ¡Y un cuerno! ¡Si haces algo antes de que yo llegue allí, desearás no haber oído nunca el nombre de Russell P. Lovato!
—Lo siento, Russell. Vamos a ir a rescatarla ese tipo también se llevó a la hija de Demi, Elizabeth. Tiene ocho meses.
Russell jadeó.
—Y sí, en caso de que se lo esté preguntando, es hija mía también. Así que entenderá por qué voy a ir a buscarlas. Hasta esta noche —dijo, y colgó el teléfono. Ya no tenían nada más que decirse, y había llegado el momento de ir en busca de Demi.
Joseph asintió.
Matty entró en la cocina.
—He avisado a Boone y a Travis —dijo—. Todo el mundo viene hacia acá. Las mujeres y Josh se quedarán conmigo mientras vosotros no estáis.
Joseph asintió.
—Bien. Me voy al establo a ayudar a Sebastian.
—Os prepararé algo de comer. No sabemos cuánto tiempo...
—Bien —dijo Joseph, y se giró hacia la puerta de la cocina.
—¡ Joseph! ¡Tienes la nuca cubierta de sangre seca! Deja que...
—Olvídalo, Matty.
Ella le agarró del brazo.
—Quizá tengas una conmoción. Deja que te mire.
Joseph le apartó la mano con delicadeza.
—No tengo tiempo. A propósito, Russell Lovato llegará aquí esta noche. Con suerte, nosotros habremos regresado con Demi y Elizabeth antes de que él aparezca.
— Joseph, creo que deberías dejarme que te mirara la cabeza.
—Gracias de todos modos, Matty —dijo él. Se inclinó y le dio un rápido beso en la mejilla. Después salió por la puerta.



Demi estaba sentada en una manta con Elizabeth en el regazo, no muy lejos de la boca de la cueva donde Pruitt había fijado su campamento. No parecía que la niña hubiera notado la ausencia de Bruce hasta el momento. Demi le cantaba y mientras jugaba con ella, miraba a su alrededor buscando objetos que pudieran servirle de entretenimiento a Elizabeth.
Había atardecido y comenzaba a hacer frío. En poco tiempo oscurecería. Habían llegado al campamento al mediodía, pero después de descansar un poco y comer algo, Pruitt le había ordenado a Demi que volviera a subirse al caballo con la niña. 

Demi había pensado que se le iban a salir los brazos de los hombros, pero había obedecido. Entonces habían tomado una dirección distinta, y habían avanzado hasta llegar a un claro en que había un signo de civilización. Una línea telefónica. Demi no quería pensar en lo que había pasado después, pero esa imagen quedaría impresa en su retina hasta el final de sus días.
Apuntándola con la pistola, Pruitt le había ordenado que le pusiera a él el arnés con Elizabeth. Después, con el bebé a la espalda y el ordenador portátil atado a la cintura, había trepado por el poste de la línea. Mientras Elizabeth se reía encantada por la aventura, Demi se había quedado abajo, rezando como no había rezado nunca.
Dios había respondido a sus plegarias y Pruitt había bajado sin caerse y sin dejar caer a Elizabeth.

 Después, él había vuelto con el bebé en la espalda al campamento y durante todo el camino, Demi se había visto obligada a escuchar cómo fanfarroneaba sobre su hazaña: había conectado su ordenador al cable de la línea telefónica y había enviado a su padre un correo electrónico pidiéndole que le transfiriera la cantidad del rescate a una cuenta de las Islas Caimán. Al día siguiente, había dicho Pruitt, repetirían la maniobra para que él pudiera saber cuál era la respuesta de Lovato, y si le confirmaba que había realizado la transferencia.
Demi había enviado otra plegaria al cielo, en esta ocasión, rogándole a Dios que las rescataran antes de que Pruitt volviera a trepar por el poste con su hija a la espalda. Hasta el momento, su plegaria no había sido escuchada. Demi no recordaba haber estado tan cansada ni tan dolorida nunca en su vida, salvo en las horas previas al parto de Elizabeth.
Se dio cuenta, entonces, de que Pruitt tendría que dormir en algún momento. Y ella tenía que pensar en alguna forma de neutralizarlo antes de que él pensara en atarlas a las dos para descansar.
—Ha llegado el momento de que te ganes la manutención —dijo Pruitt—. Saca una lata de estofado y el hornillo de gas de esa bolsa, y calienta la cena. Ah, y haz café, de paso.
Ella se puso de pie y se colocó a Elizabeth en la cadera. Comenzó a encender el hornillo de gas, mientras pensaba en alguna forma de envenenar la comida. O el café. Entonces, recordó sus conocimientos sobre hierbas: la dedalera era venenosa. Sólo tenía que encontrar un poco.
—No puedo trabajar bien mientras tengo a Elizabeth en brazos —le dijo.
—Es una pena. Yo no tengo intención de agarrarla.
—Yo no quiero... es decir, no esperaba que lo hicieras. Pero quizá si ato el arnés al tronco de un árbol, pueda sentarla como si fuera una silla.
—Adelante. Pero recuerda que estoy apuntando con la pistola a la cabeza de la niña.
—Sí —respondió ella.
Como si pudiera olvidarlo. Hablando animadamente con Elizabeth, se puso en pie y tomó el arnés del suelo.
—Voy a encontrarte un lugar perfecto —dijo a la niña.
—¡Ba, ba! —respondió Elizabeth, mirando atentamente todo lo que hacía.
Demi caminó por el campamento y estudió las plantas que creían por allí, mientras fingía que estaba buscando el árbol adecuado para atar el arnés. Entonces divisó la planta junto a un álamo y canturreó:
—Éste es el árbol perfecto... Allá vamos, Elizabeth.
Colocó el asiento junto al álamo y aseguró las cintas alrededor del tronco. Asegurar el arnés al tronco era difícil, mientras Elizabeth se movía y se retorcía como si estuviera jugando. Pero ella se dio cuenta de que Pruitt se aburría de aquel proceso tan largo y finalmente, desviaba la atención. Ella aprovechó aquel momento para arrancar un puñado de hojas de la planta y metérselas en el bolsillo del pantalón.
—Muy bien, Elizabeth —dijo.
La pequeña se quedó un poco perpleja en aquella percha, pero sus pies tocaban el suelo y la sensación le encantaba. Con una sonrisa, comenzó a practicar el balanceo y Demi acercó un poco el hornillo de gas para poder hablar con la niña mientras calentaba el estofado de lata.
Decidió que pondría la dedalera en el café, así que mientras lo hacía, le dio la espalda a Pruitt para ocultarle la maniobra. Rápidamente, puso un puñado de hierbas en el filtro de la cafetera, y después lo tapó con el café molido. Luego cerró la cafetera y la puso al fuego.
Le sirvió un plato de estofado y a los pocos minutos, una taza de café. Él dio un sorbo e hizo un gesto de repugnancia.
—¿No te han dicho nunca que haces un café horrible? —preguntó—. No entiendo cómo es posible que lo hayas hecho tan mal.
—Yo... no tengo mucha práctica —dijo, con el corazón acelerado de angustia—. Siempre tomo infusiones.
—Oh, claro, doña perfecta no toma café. Y seguramente, nunca has tenido que prepararle café a un hombre, ¿verdad, princesa? La cocinera se encargaba de todo eso. Es una maravilla que hayas sabido calentar el estofado. De todas formas, me beberé esta asquerosidad. No he traído mucho café, y necesito toda la cafeína que pueda tomar. Cuando éste se termine, supervisaré cómo haces la segunda cafetera.
¡No había sospechado nada! Demi intentó disimular la sensación de triunfo que estaba experimentando.
—Está bien.
Él la miró desconfiadamente.
—Eso ha sonado muy cooperativo. ¿Cómo es que no me dices que me haga mi maldito café?
Ella bajó los ojos para que Pruitt no pudiera ver su expresión.
—Mientras tengas un arma, voy a cooperar.
Pruitt entrecerró los ojos y su mirada se volvió más calculadora.
—¿Es eso cierto? Lo tendré en cuenta. Puede que sea una noche muy larga.
A ella se le heló la sangre.
«Por Dios, que la dedalera funcione».
—Maldita sea —farfulló Travis. Iba a caballo, moviendo la linterna para iluminar el suelo—. He perdido la pista de nuevo.


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