Joseph se miró el reloj
por tercera vez en diez minutos. Demi llegaba tarde, lo que era
inusual en ella. Pero no le importaba.
Por primera vez en tres meses y medio,
había sido ella quien había tomado la iniciativa al pedirle que se vieran. En
cuanto lo había llamado, él había reservado mesa en uno de los restaurantes más
lujoso de la ciudad.
Por otra parte, a pesar de que siempre había
detestado a las mujeres que querían tenerlo todo planificado con él con días de
antelación, le molestaba que Demi fuera justo al contrario.
Ella no tenía intención de impresionarlo. Ni
de manipularlo. Había rechazado sus regalos. Y era muy huidiza.
En dos ocasiones, había rechazado sus
invitaciones al teatro, diciéndole que estaba muy ocupada. ¿Con qué?
Otra vez,
se había excusado diciendo que estaba cansada. Era cierto que él la había
llamado un poco tarde, a las once de la noche, pero después de un agotador día
de reuniones de trabajo no había querido ver a nadie más que a ella. No había
podido dejar de imaginarla tumbada desnuda en la cama.
Tampoco podía decirse que Demi estuviera
haciéndose la difícil. Cuando estaban juntos, se entregaba a él por completo.
Le hacía reír, lo excitaba, discutía si no estaba de acuerdo con algo. No era
manipuladora. Era directa con todo lo que hacía y decía.
Además, nunca hablaba del futuro. Lo hacía
todo con vistas al presente y, poco a poco, Joseph llegó a la
frustrante sensación de que, por muy sexy y agradable que fuera, no había
manera de avanzar con ella.
Demi no tenía pensado comprometerse
con él. Eso era bueno, se decía a sí mismo. Sin embargo, al pensarlo, no podía
evitar ponerse furioso.
Un camarero se acercó para rellenarle la copa
de vino y le preguntó si necesitaba algo, mientras esperaba a su acompañante.
El chef podía prepararle algunos aperitivos ligeros y deliciosos…
Joseph rechazó su oferta
y encendió su iPad. Le dio un trago a su bebida, mientras ojeaba las fotos de
una casa. Era una casa a las afueras de Londres, bien comunicada con la
oficina.
No era pretenciosa, ni tenía un portero sentado delante de una mesa de
mármol, ni opulentas plantas artificiales en la entrada…
Formaba parte de las propiedades de su
compañía, aunque no podía competir con los ultramodernos alojamientos para
ejecutivos que también tenía.
Uno de sus agentes le había hablado de ella hacía
poco, preguntándole si le parecía bien venderla. Él había ido a verla en
persona y había decidido seguir manteniéndola.
Después de ponerle muebles
nuevos, quedaría perfecta, había pensado Joseph. Y Demi estaría entusiasmada
de poder mudarse a su propia casa, con un pequeño jardín, una panadería, una
carnicería y una tienda de velas aromáticas en la misma calle.
Había contratado decoradores para que la
arreglaran y modernizaran, conservando su estilo original. Y había quedado
estupenda.
Era una suerte que no la hubiera vendido, se
dijo Joseph, se recostó en su silla e imaginó con satisfacción lo mucho que ella se
emocionaría cuando le diera la noticia.
Se aseguraría de cobrarle un alquiler
más bajo que el que estuviera pagando. De hecho, estaría dispuesto a dejársela
gratis, pero sabía que Demi no aceptaría, pues era obcecada y orgullosa.
Sin duda, Demi se alegraría,
pensó. Y él ya no tendría que ir de puntillas cada vez que iba a visitarla,
para no despertar a Ellie, su compañera de piso, ni andarse con cuidado para no
abrir una cerveza que fuera del novio de Ellie.
Cuando levantó la vista, la vio en la entrada,
buscándolo con la mirada. Él cerró el portátil y lo colocó en la mesa de al
lado.
Cielos, estaba guapísima. Joseph le había avisado
de que se arreglara, pues era uno de los restaurantes más exclusivos de
Londres. Y ella lo había hecho. Se había puesto un vestido ajustado color
granate y un chal sobre los hombros. El cuerpo de él reaccionó al ver sus
curvas, su escote y su manera de caminar.
Por primera vez, al sentir la mirada de
apreciación de Joseph, Demi no se sintió cómoda, sino más
nerviosa.
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