sábado, 18 de mayo de 2013

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 33





 –Estamos en una de las zonas más verdes de Londres.
 –No sabía que las hubiera. Al menos, no como esta…
 Demi no podía apartar los ojos de la casa que tenía delante. El pequeño jardín estaba rebosante de flores de colores. Un camino llevaba a la puerta principal de la casita, que era pequeña, pero exquisita.

 Parecía el dibujo infantil de una casa, con enormes ventanas en el piso de abajo, una chimenea en el tejado, paredes de piedra con hiedra. A un lado, tenía un garaje y, al otro, un gran árbol y un camino que llevaba a la parte trasera.

 –¿Quién vive aquí? –preguntó ella con desconfianza–. Si me hubieras dicho que íbamos a visitar a amigos tuyos, me habría puesto algo distinto –comentó y le molestó darse cuenta de que estaba dispuesta a cambiar su vestuario por atuendos más amplios y menos ajustados, a pesar de que había asegurado lo contrario.

 –Es una de mis propiedades –explicó él, mientras abría la puerta principal y se hacía a un lado para dejarla pasar.
 –¡No me lo habías mencionado!

 –No lo había creído necesario.
 –Es preciosa, Joseph.
 Las paredes color crema parecían recién pintadas y una escalera de madera barnizada conducía al piso de arriba.
 Demi dio unos pasos con timidez y, poco a poco, comenzó a explorar la casa. Era mucho más grande por dentro de lo que parecía por fuera.

 Abajo, había varias habitaciones alrededor del pasillo central. Había un salón pequeño, pero acogedor, un comedor, un despacho con estanterías y armario, una sala para ver la televisión y, por supuesto, la cocina, que tenía una gran mesa en el centro. Unas puertas correderas daban al jardín, perfectamente dispuesto. Tenía árboles frutales y un banco desde el que se podía contemplar la casa, rodeada de arbustos y flores.

 –Cielos –dijo ella con ojos brillantes–. No puedo creer que vivas en tu piso teniendo la opción de vivir aquí.

 –¿Por qué no subes a ver el piso de arriba? –propuso él, sin contestar–. Creo que te gustará la cama con dosel que hay en el dormitorio principal. Se ha decorado con la mejor calidad, manteniendo su estilo original.

 –Hablas como si fueras agente inmobiliario –bromeó ella, sintiéndose de mejor humor.
 Joseph se percató de su cambio de estado de ánimo. Al parecer, la casa había logrado lo que él no había podido conseguir, pensó. Y, antes de que ella pudiera volver a ponerse a discutir, la condujo al piso de arriba para que admirara los dormitorios y los baños y el cuarto vestidor, junto a la habitación principal.

 –Bueno, ¿qué te parece? –preguntó él cuando hubieron regresado a la cocina, que había ordenado amueblar con piezas de madera porque Demi le había expresado en una ocasión que no le gustaban los muebles de cristal y metal.

 –Ya sabes lo que me parece, James. Supongo que se me ve en la cara.
 –Bien. Porque es uno de los detalles de los que quería hablarte. No creo que sea adecuado para el bebé vivir en un piso compartido. Esta casa, por otra parte… –comentó, señalando a su alrededor.

 Joseph percibió la indecisión en el rostro de ella. Tuvo que contener su deseo de decirle que no tenía elección. Sin embargo, sabía que no serviría de nada presionarla.

 –Creo que los niños viven mejor en una casa a las afueras que en el centro de Londres –continuó él, sin dejarla hablar–. ¿Recuerdas lo divertido que fue para ti crecer en el campo? Claro que esto no es como el campo, pero tiene un jardín, bastante grande para estar en Londres, y todas las tiendas que necesitas están a poca distancia.

 –¿Pero no tienes planes para esta casa? ¿No la tenías alquilada? Espero que no hayas echado a tus inquilinos, Joseph.

 –Desde luego, tu opinión de mí me halaga –repuso él con sarcasmo. Al mismo tiempo, intuyó que había ganado parte de la batalla–. No he echado a nadie. Te gusta el sitio y yo creo que sería ideal. Está bien comunicado con el centro. En cuanto a tu trabajo…
 –Mi trabajo… no había pensado…

 –No sería buena idea.
 –¿Es que quieres decirme que ya no tengo trabajo? –protestó ella, echando chispas.
 –Nada de eso. Pero piénsalo. Estás embarazada. No vas a poder mantenerlo en secreto y, antes o después, se sabrá que soy el padre. Puede que no sea una situación muy cómoda para ti…

 –Y si lo dejo, ¿de qué voy a vivir?
 –Detalle práctico número dos. El dinero. Claro, si no quieres mantener tu puesto, yo no voy a impedírtelo. No me preocupan los cotilleos a mis espaldas y, si tú quieres quedarte en la empresa, tendrás todo mi apoyo –señaló él y guardó unos segundos de silencio para que ella sopesara sus opciones–. De todas maneras, tanto si sigues trabajando como si no, debes saber que a ningún hijo mío va a faltarle de nada y me da igual que tu orgullo te impida aceptar mi dinero. Sobre ese punto, no hay discusión.

 –No tengo objeciones a que mantengas a nuestro hijo, Joseph –murmuró Demi, mientras le daba vueltas a la posibilidad de que sus compañeros de trabajo cuchichearan a sus espaldas. A ella le encantaba su empleo, pero no sabía si iba a ser capaz de aguantar que todos cotillearan, echándole en cara que había estado acostándose con el jefe y se había quedado embarazada. Eso podía ser un infierno.

 –Y tú estás incluida en el paquete, Demi –aseguró él con suavidad–. Tengo la intención de ocuparme de tu cuenta bancaria, para que siempre tengas libertad para hacer lo que quieras. Puedes seguir trabajando en la editorial. O buscar otro empleo. O dejar de trabajar. Las tres cosas me parecen bien. Depende de ti. Entonces, doy por hecho que vas a mudarte aquí…

 –Bueno, puede que sea buena idea salir del centro de Londres –respondió Demi, sin querer demostrar su alivio por poder dejar el piso. Ellie era joven y no tenía pareja estable. Le gustaba poner la música alta y quedar con amigos en su casa. Ella se había preguntado cómo iba a vivir con un bebé en ese ambiente.
 –¿Y respecto al trabajo?
 –Tendré que pensarlo.

 –Espero que no mucho. Si decidieras dejarlo, tendría que buscar un sustituto –murmuró él–. En cuanto al tema de nuestros padres…

 –Ya te lo he dicho. Voy a darle la noticia a mi padre el fin de semana.
 –Me gustaría que mi madre también estuviera presente.
 –Claro. Claro –admitió ella. No había pensado mucho en ese mal trago. Pero era lógico que Daisy estuviera también.

 –¿Cómo crees que se tomarán la noticia?
 –¿Por qué quieres hablar de esto? –preguntó ella con desesperación–. No puedo pensar en tantas cosas a la vez.
 –Pero hay que enfrentarse a los problemas.
 –Lo sé.
 –¿Ah, sí?

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