–Porque no puedo imaginarme un
día en que me levante sin ti a mi lado. Te amo, Demi y aunque no me
correspondas, quiero poner mis cartas sobre la mesa…
–Cuando dices que me amas…
–Te quiero. Con ataduras. Tantas ataduras que
te enredarías intentando deshacer los nudos.
–Yo también te quiero –afirmó ella, sin poder
contener una sonrisa–. ¿De qué ataduras estás hablando?
–Te lo diré después.
El médico había llegado. Era un hombre muy
alto y fornido, de pelo cano. Su expresión severa se relajó cuando hubo
terminado su examen. Aceptó la taza de té que le ofrecieron y les informó de
que no era nada grave. Tenía la tensión un poco alta, pero no era nada que un
poco de relajación y descanso no pudieran aliviar.
El sangrado pasaría y había
hecho bien en tumbarse. Había escuchado el corazón del bebé y todo estaba bien.
Además, ella estaba en buenas manos, lo sabía porque conocía a Joseph desde que había
nacido, pues él había atendido el parto.
Demi lo escuchó aliviada y sonrió. Al
mismo tiempo, no podía dejar de pensar en lo que Joseph acababa de
decirle. La amaba. ¿Lo habría dicho para tranquilizarla?, se preguntó y lo miró
a los ojos, tratando de calmar sus dudas.
La mirada de James la inundó de calidez. Sin
embargo, había estado tan convencida de que no la amaba que se resistía a
creerse lo contrario.
Él debió de leerle la mente porque, en cuanto
el médico se hubo ido, la ayudó a tumbarse en el sofá, rodeándola de cojines, a
pesar de las protestas de ella, diciendo que no era una inválida.
–Ya no sé si creerte, después de que me has
estado ocultando lo de los mareos –le reprendió él.
Demi se incorporó y lo abrazó.
–Y yo no sé si creer lo que me has dicho
antes…
–Sabía que estabas dándole vueltas –comentó él
y suspiró, tomándola de la mano–. Y no te culpo. Sé que te dejé claro desde el
principio que no quería nada serio y que te conté la historia que lo
justificaba. Mi vida era el trabajo y no imaginaba que ninguna mujer pudiera
ser más importante que eso. No me di cuenta de lo que sentía por ti hasta que
te fuiste a París. Me había acostumbrado a tenerte siempre a mi disposición.
–Lo sé –reconoció ella–. Yo era para ti una
chica con la que podías relajarte, pero no te fijabas realmente en mí. No
hacías más que salir con rubias exuberantes y eso mermaba mi confianza. Cuando
me licencié y conseguí ese trabajo en París… me invitaste a cenar. Pensé que
era una cita en toda regla. Creí que, al fin, habías comprendido que ya no era
una niña, sino una mujer. Me emocioné tanto…
–Y yo te di calabazas.
–Debería haber adivinado que nada había
cambiado cuando me regalaste tarta con helado como sorpresa, con una bengala en
lo alto.
–Haría lo mismo ahora –afirmó él con una
seductora sonrisa–. Te encanta la tarta con helado. No te di calabazas porque
no me gustaras.
–Pues a mí me lo pareció.
–Estabas a punto de irte al extranjero. Cuando
me besaste, me sentí como un viejo verde aprovechándose de una joven inocente y
llena de vida. Pensé que te merecías algo mejor, pero me costó mucho apartarme.
Nunca te había tocado antes. Estaba tan excitado… Deberíamos haber hablado de
todo esto mucho antes.
–Yo no era capaz. Tenías razón. Era inocente y
demasiado joven. No era lo bastante madura como para hablar de ello. Lo viví
como el más vergonzoso de los rechazos y quise salir huyendo –reconoció ella y
lo miró con ternura–. Decidí labrarme mi propia vida en París y, en cierta
forma, lo hice.
–Claro que sí. Me dejaste conmocionado cuando
volví a verte en casa de tu padre. No eras la misma chica que se me había
insinuado años atrás. No podía dejar de mirarte.
–Porque había cambiado mi aspecto externo…
–Eso pensé yo –confesó él–. No quería darle
muchas vueltas. La atracción era muy grande y tú eres la mejor amante que he
tenido nunca.
–¿Sí? ¿De veras? –preguntó ella con una
sonrisa de entusiasmo.
–Ahora te toca a ti.
–Lo sé. Me había pasado años soñando despierta
contigo y, justo cuando había pensado que lo había superado, nos encontramos y
descubrí que seguía loca por ti. Cuando nos hicimos amantes… fue lo más
maravilloso del mundo –aseguró ella, recordando su primera vez–. Nunca creí que
fuera a quedarme embarazada y lo más curioso es que lo que falló fue mi
preservativo, el que había llevado a esa cena hacía cuatro años.
–¿Para usarlo conmigo? –preguntó él, atónito–.
No lo dices en serio.
–Muy en serio. No quería deshacerme de él,
incluso creo que debió de caducar. Tampoco ayudó mucho a su conservación el estar
rodando en mi bolso con un montón de cosas más –explicó ella–. Cuando me di
cuenta del embarazo, tuve que enfrentarme a la verdad. Yo estaba segura de que
te gustaba porque nos conocíamos desde hacía mucho, pero que no me amabas.
–El amor no estaba en mis planes. Solo sé que
me soltaste la noticia bomba y lo más razonable me pareció casarnos. No me paré
ni a pensar que podrías rechazarme.
–Si hubiera sabido…
–¿Te puedo confesar algo?
–¿Qué?
–Mandé reformar esta casa especialmente para
ti.
–¿Qué quieres decir?
–En cuanto la vi, supe que era para ti, y eso
fue antes de descubrir que estabas embarazada. Cielos, no quería darme cuenta
de lo que sentía. Desde el momento en que empecé a pensar en acomodarte en una
casa, debí haber adivinado que me había enamorado de ti.
Demi lo miró emocionada y lo rodeó
con sus brazos.
–Cuando renunciaste a la idea de casarnos,
pensé que en el fondo estabas aliviado porque yo me hubiera negado… La mayoría
de los hombres se habrían sentido atrapados con un embarazo no deseado…
– ¿Aliviado? –Repitió él, riendo,
y le acarició el pelo–. Pues yo creía que tú preferías esperar a tu hombre
ideal y que, por eso, me habías rechazado… Ansiaba que ese hombre fuera yo,
pero tampoco quería presionarte demasiado, por si te agobiabas y decidías
apartarte de mí.
–Sí quiero casarme contigo. No sabes cuánto.
Lo que no quería era un matrimonio de conveniencia. Odiaba pensar que me lo
ofrecías por obligación.
–Bueno, pues lo que te pido es si quieres ser
el amor de mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?
La boda fue discreta y familiar. La pequeña
Emily nació sana y fuerte. Estaba gordita y rosada, con pelo oscuro y tanto Demi como Joseph se enamoraron de
ella a primera vista.
Para haber sido tan reacio al compromiso, Joseph se adaptó sin problemas
a su nueva vida. Volvía temprano a casa por las tardes y muchas veces trabajaba
desde casa.
Demi iba a tener que acostumbrarse a
tenerlo cerca porque, tal y como él la informó, estaba cansado del ajetreo de
la ciudad. El entorno urbano no era lugar para criar a todos los hijos que
habían pensado tener. Además, él ya tenía más dinero del que podían gastar en
toda una vida. ¿Por qué perder el tiempo trabajando más cuando había cosas más
satisfactorias?
Y no había duda de a qué cosas se refería.
Demi bromeaba con él
respecto a lo mucho que había cambiado. Y estaba dispuesta a pasarse toda la
vida devolviéndole con creces la felicidad que le había proporcionado…