—Quizá me estuviera poniendo a prueba. Puede que quisiera
comprobar si sentía el impulso de usar la violencia contra esos niños.
Ella sabía que había muchas más cosas en su trabajo con los
refugiados, pero no iba a discutir con él sobre aquello.
—¿Y te pusiste violento?
—No.
—Entonces has debido averiguar que lo harás bien.
—¡No, no lo sé! Habría que ser un monstruo para ponerles la
mano encima a esos niños. Ellos han pasado por tantas cosas, que tener
paciencia al tratarlos resulta fácil. Algunos, sobre todo los chicos, intentan
ser duros, pero uno se da cuenta de que por dentro están aterrorizados.
«Como tú lo estabas de pequeño». Al observar su expresión de
ansiedad, Demi se
imaginó al niño asustado que debía haber sido Joseph.
Quiso abrazarlo y decirle que nunca tendría motivo para estar tan asustado,
pero no se atrevió a traspasar el campo minado que él había establecido a su
alrededor.
—Debió de ser terrible —murmuró.
—Sí —respondió él, y miró hacia la calle por el ventanal.
Demi pensó que Joseph había visto, con toda seguridad,
su propia experiencia reflejada en los rostros de aquellos niños. Él había sido
casi un huérfano, sin madre y totalmente a merced de un padre violento que no
sabía querer. Vivir con un padre como Hank Grady
no debía de ser muy distinto de vivir en zona de guerra.
—No tendrás que preocuparte de ser violento con Elizabeth —le
dijo, suavemente—. Yo estaré ahí.
—No sé cómo hacer esto, Demi. Con los niños del campo de
refugiados era fácil. Sólo hay que conseguirles ropa, comida y una cama. Hay
que gestionar las donaciones que llegan y conseguirles también algún juguete al
que puedan aferrarse.
Al imaginárselo haciendo todo aquello, Demi se emocionó.
—¿Y los abrazabas cuando tenían miedo?
—Sí, bueno, claro, pero...
—Y cuando estaban tristes, ¿les contabas chistes para
hacerles reír?
—Cuando aprendí su idioma sí, pero...
—Y si hacían algo maravilloso, si eran buenos, valientes y
generosos, ¿no les decías que eran estupendos?
—Pues claro.
— Joseph eso es lo que hay
que hacer, tanto con un niño refugiado de guerra como con Elizabeth. Eso es
todo lo que tienes que hacer.
—¡Sabes que eso no es cierto! ¿Y si cometen alguna estupidez?
¿Cómo se consigue que no hagan tonterías?
— Joseph, yo creo, que
dentro de lo razonable, hay que permitir que hagan tonterías y dejar que
cometan sus propios errores.
Él soltó una carcajada seca.
—Sí, para que se maten, o quizá maten a alguien con esos
errores.
Dijo aquellas palabras automáticamente, como si fuera una
lección que había aprendido de memoria.
—¿Era esa la forma que tenía tu padre de justificar las
palizas que te daba? ¿Que estaba impidiendo que te mataras?
—Algunas veces —respondió él—. Otras veces, creo que sólo lo
hacía por divertirse.
«Un verdadero monstruo», pensó Demi.
—Tú tienes que saber que no eres como él.
Joseph no respondió.
— ¡Joseph, tú no eres como
él! Estoy segura.
—Será mejor que vayas a ducharte.
En aquel momento, Demi se dio cuenta de que él había levantado su
acostumbrado muro defensivo. Y sabía, que una vez que aquello sucedía, no tenía
ni la más mínima oportunidad de llegar a él. Pero al menos, Joseph no
había visto aún a Elizabeth. Demi se aferró a la esperanza de que la niña,
su hija, sería la que derribara aquella barrera.
—Está bien —respondió—. Llamaré para alquilar un coche y no
quiero oír nada de que vas a pagar tú.
Demi titubeó. El hecho de permitirle que pagara
era casi como si le estuviera proporcionando una forma fácil de librarse de lo
importante. Ella no quería su dinero. Quería que formara parte de la vida de
Elizabeth, o no quería nada.
—Por favor, J Demi
—rogó Joseph. Sus defensas se resquebrajaron
un poco—. Es lo que puedo hacer por el momento. Por favor, acéptalo.
Ella tomó aire y asintió.
—Está bien. Por el momento.
—Bien. Llamaré y alquilaré un coche.
Mientras él se dirigía hacia el teléfono, ella entró en el
baño y abrió el grifo de la ducha.
Era muy probable que Joseph le
rompiera el corazón de nuevo, pensó mientras se metía bajo el chorro de agua
caliente. Ella quería creer, con todas sus fuerzas, que cuando él viera a
Elizabeth y se enamorara del bebé, estaría dispuesto a reconsiderar lo que
pensaba sobre el matrimonio y los hijos.
Pero era posible que eso no ocurriera. Él ya la había dejado
una vez, y si el bebé lo asustaba, la dejaría de nuevo. Y teniendo en cuenta
esa posibilidad, Demi pensó
que no debía seguir acostándose con él. Si se acostumbraba de nuevo a sus
caricias, todo sería peor al final. En caso de que él no pudiera adorar a
Elizabeth como ella la adoraba, tendría que decirle adiós.
Pero sería mejor que le dijera que no harían más el amor.
Tenía que decírselo antes de ponerse en camino hacia Colorado. Tenía que
establecer una distancia entre ellos, y estaba segura de que Joseph entendería que ella sólo quería protegerlos
a los dos de un posible sufrimiento.
Cerró el grifo, sacó la mano de la ducha y tomó la toalla que
había en el toallero. Mientras se secaba entre el vapor, comenzó a oír el ruido
de unas tijeras. Se envolvió en la toalla y salió de la ducha. Joseph estaba frente al espejo, vestido sólo con
sus vaqueros. Había puesto la papelera sobre la encimera del lavabo y se estaba
cortando la barba.
Parecía que ya había terminado con aquella tarea, porque dejó
la papelera en el suelo y tomó la cuchilla de afeitar. El olor de la espuma
hizo que Demi Lovato
recordara otras muchas veces en las que ella había observado cómo realizaba
aquella tarea. A menudo, él terminaba la sesión de afeitado haciendo el amor
con ella y frotándole la barbilla suave por todo el cuerpo.
Sin embargo, Demi ya echaba de menos la barba. Entonces
recordó el voto de abstinencia que acababa de hacer. Que tuviera o no tuviera
barba no debía significar nada para ella.
—Ya veo que te estás afeitando.
—Sí. Quiero salir de aquí con un aspecto distinto al que
tenía cuando entré, por si acaso tu amigo nos ha visto juntos.
—Buena idea —dijo ella, y siguió observándolo.
Él hizo una pausa y clavó la mirada en el reflejo del rostro
de Demi,
con los ojos más azules que nunca.
—Si sigues ahí con esa cara, no vas a tener la toalla encima
durante mucho más tiempo.
Ella notó una sensación familiar de deseo. Respetar el voto
de castidad no iba a ser nada fácil.
—Tenemos que hablar de eso.
Él siguió mirándola en el espejo mientras se afeitaba.
—No estaba pensando en mantener una conversación.
—Teniendo en cuenta nuestra situación, quizá sería mejor que
no volviéramos a hacer el amor.
Él se detuvo y entrecerró los ojos.
—¿Nunca?
—Bueno, por lo menos, hasta que... hasta que sepamos cómo es
nuestra relación, y tu relación con la niña, y todo eso.