Joe sacó las
llaves y hurgó en la cerradura. Consiguió hacer contacto, y la puerta se abrió.
Entraron juntos
en el vestíbulo, entrelazados el uno en el otro. Él cerró la puerta con la pierna.
Y entonces los
asaltó un momento de lucidez. La interpretación había terminado. Nadie podía
verlos en aquel momento.
Joe dio un paso
atrás y se pasó la mano por el cabello. Demi trató de concentrarse en su casa,
pero sólo distinguió un conjunto de antigüedades y un laberinto de color.
-Dime que deseas
lo mismo que yo, Demi -susurró Joe mirándola con tal intensidad que ella se
quedó sin respiración-. Dime que no soy yo solo.
Demi sintió un
escalofrío.
-Dímelo -suplicó
él con la voz entrecortada por el deseo.
-No eres tú
solo, Joe. Yo deseo lo que tú deseas.
Lo deseaba
desesperadamente. Lo deseaba tanto que le dolía.
-Y ahora, dime
que después no importará lo que haya ocurrido -continuó él acercándose más-.
Que no lo utilizarás en mí contra.
-Te lo prometo
-respondió Demi, deseando de corazón no implicarse emocionalmente, no sentir
después la necesidad de seguir con él.
Joe acortó la
escasa distancia que los separaba y ella cayó en sus brazos. El la abrazó en
silencio durante un instante, luego se miraron a los ojos y perdieron el
control.
Joe le
desabrochó de un plumazo la blusa, arrancándole de cuajo los botones. Ella le
sacó la camisa y le bajó la cremallera. Él le desabrochó el sujetador, ella le
bajó los pantalones.
Luego, ambos se
quitaron los zapatos y estuvieron a punto de caerse por la premura con que lo
hicieron. Y en medio de todo aquello, se las arreglaron para seguir besándose
con las bocas enlazadas, las lenguas bailando, los pulmones implorando un
soplo de aire.
Cuando Demi
estuvo desnuda, Joe inclinó la cabeza y le saboreó los pezones, llevándose primero
uno y luego otro a la boca, succionándolos, llenándola de placer con su calor.
Y luego se
deslizó hacia abajo. Y más abajo todavía.
Finalmente, Joe
se puso de rodillas y la miró. Demi le devolvió la mirada, cautivada por su
belleza, por el brillo dorado que desprendían sus ojos.
Ella le acarició
la mejilla, sintiendo aquel inicio de barba que le confería sombras a su
rostro, otorgándole un aire misterioso a cada una de sus oscuras facciones.
Demi recorrió
con un dedo la línea masculina de sus labios. Pero cuando él le mordisqueó el
dedo, sintió una repentina sensación de peligro.
Se suponía que
aquel no era un romance verdadero. Se suponía que aquello no tenía que
ocurrir.
-Demasiado tarde
-musitó Joe, como si le hubiera leído el pensamiento.
-Lo sé
-respondió ella hundiéndole las manos en el cabello.
Tenía ganas de
él. Lo necesitaba con urgencia.
Él introdujo la
lengua entre sus piernas y Demi se excitó. Y se humedeció. Y se sintió en la
gloria.
Joe la tenía
sujeta por las caderas, inmovilizada. Pero ella luchó contra la inmovilidad y
se revolvió en busca de la boca de su amante.
La boca de su
amante. El solo hecho de pensar en aquellas palabras la hacía estremecerse.
Los besos de Joe
eran salvajes y apasionados. Él seguía saboreándola, y Demi supo que estaba tan
excitado como ella.
El deseo que Joe
tenía de que ella llegara al climax era casi tan poderoso como la sensación que
él le provocaba. Era un estremecimiento sensual que le recorría la espina
dorsal, llenándole el estómago de mariposas que aleteaban.
Joe... -susurró Demi.
Él intensificó
la presión de sus besos, aumentando la intensidad de la temperatura, de la
excitación, del poderío sexual que estaba desplegando sobre ella.
Demi pensó que
aquel hombre sería su perdición. Que le robaría la voluntad, haciéndola desear
más y más de él.
Emitió una
plegaria silenciosa, pidiéndole al cielo que le mantuviera la cordura. Pero un
segundo más tarde sintió la fuerza de un orgasmo atravesándola, y arrancándole
el último atisbo de control.
Cuando terminó, Demi
estaba derretida en una piscina de seda.
Joe se puso de
pie. Lo único que deseaba era a Demi, la mujer que le confundía las emociones,
le hacía perder los nervios y lo obligaba a sentirse como un depredador.
-Puede que esto
vaya rápido -dijo Joe-. Tal vez no pueda contenerme.
Pero no dejes de
tocarme -respondió Demi inclinándose hacia él-. Por favor, no te pares.
-No lo haré.
«No pararé
nunca», pensó, dándose cuenta de la locura de aquella idea. Cuando hicieran público
el final de su romance, la dejaría marchar.
Joe deslizó las
manos por su cintura hacia sus caderas, atrayéndola hacia sí. Era
extraordinariamente bella, esbelta y sin embargo llena de curvas. El ángel que
él le había regalado le colgaba entre los pechos, y los diamantes brillaban
sobre su piel dorada. Los pezones, rosados y erectos por sus caricias,
parecían dos perlas.
Joe la besó, y
sus lenguas se encontraron. Demi soltó un suspiro de rendición. Parecía
agotada, sumergida en el remanso posterior a un orgasmo de los que hacían
época.
Joe sonrió,
complacido por haber sido él el causante de aquella sensación.
-¿Lo que veo
reflejado en tu cara es orgullo masculino? -preguntó Demi.
-No lo dudes.
Joe la llevó
hacia una mesa que había en el vestíbulo. Tumbarse sobre ella en el duro suelo
de madera estaba fuera de toda cuestión, pero no creía que pudiera aguantarse
hasta el dormitorio. Ni siquiera hasta el salón, donde al menos una alfombra
les proporcionaría algo de comodidad.
La colocó sobre
la mesa y le abrió las piernas. Aquella pieza antigua y pulida tenía encima un
jarrón de flores que la doncella de Joe cambiaba cada semana, y su fragancia
le entró por las fosas nasales como si fuera un afrodisíaco.
Joe sintió en el
pecho una punzada de culpabilidad. A las mujeres les gustaban las camas suaves
y mullidas. Les gustaba el romanticismo: velas, bombones y ramos de rosas.
Desde luego, los jarrones de flores decorativos no contaban.
Demi se mordió
el labio inferior y lo miró. Joe entró en ella y ella se enroscó a su
alrededor, cálida y húmeda. Él gimió y luego se quedó paralizado, maldiciendo
su premura. Al instante siguiente la embistió con tanta fuerza que la hizo
gritar, pero Joe sintió que ella no quería que bajara el ritmo. Demi apretó
las piernas a su alrededor y lo abrazó con ellas como si le fuera la vida.
Inclinó la cabeza hacia atrás, y, con su cabello entre las manos, Joe evocó la
imagen de Eva tentando a Adán con una manzana, la imagen de una mujer que
ponía a un hombre de rodillas.
«Pero yo ya me
he puesto de rodillas», pensó Joe. Ya le había dado placer a ella. Ahora era el
momento de tomar lo que Demi estaba dispuesta a ofrecerle.
El peligro. La
tentación. Sexo caliente y tórrido.
Ella lo acarició
mientras Joe se movía, mientras
hundía su cuerpo ardiente en el suyo. Le acarició los hombros y le pasó las
manos por el torso. Las yemas de sus dedos danzaron sobre los músculos de su
estómago.
No dejaban de
mirarse a los ojos, y Joe luchó contra el deseo que sentía de vaciarse dentro
de ella. Quería unos minutos más, unos segundos más antes de llegar al éxtasis.
La mesa se movía
bajo la presión de su acto amoroso. El jarrón de flores se tambaleaba. Joe se
deslizaba de sensación en sensación, ciego a todo. A todo excepto a su deseo.
Demi le clavó
las uñas en la espalda, y él recibió con alegría aquella muestra de pasión. De
alguna manera, sabía que ella nunca le había hecho eso a ningún hombre. Demi
nunca se había sentido así de liberada, así de salvaje.
Joe empujó con
más fuerza, más profundamente, hasta que su cuerpo se puso rígido y se
convulsionó entre los brazos de Demi. Ella hundió la cara en su cuello y emitió
un sonido sensual, pero él estaba demasiado abstraído como para saber si Demi
había alcanzado el éxtasis con él.
Joe sólo era
consciente de su deseo desparramado sobre ella, tan cálido y fluido como el
climax que le recorría las
venas.