viernes, 2 de noviembre de 2012

Durmiendo con Su Rival Capitulo 18




Joe sacó las llaves y hurgó en la cerradura. Consiguió hacer contacto, y la puerta se abrió.
Entraron juntos en el vestíbulo, entrelazados el uno en el otro. Él cerró la puerta con la pierna.
Y entonces los asaltó un momento de lucidez. La interpretación había terminado. Nadie podía verlos en aquel momento.
Joe dio un paso atrás y se pasó la mano por el cabello. Demi trató de concentrarse en su casa, pero sólo distinguió un conjunto de antigüedades y un laberinto de color.
-Dime que deseas lo mismo que yo, Demi -susu­rró Joe mirándola con tal intensidad que ella se quedó sin respiración-. Dime que no soy yo solo.
Demi sintió un escalofrío.
-Dímelo -suplicó él con la voz entrecortada por el deseo.
-No eres tú solo, Joe. Yo deseo lo que tú de­seas.
Lo deseaba desesperadamente. Lo deseaba tanto que le dolía.
-Y ahora, dime que después no importará lo que haya ocurrido -continuó él acercándose más-. Que no lo utilizarás en mí contra.

-Te lo prometo -respondió Demi, deseando de corazón no implicarse emocionalmente, no sentir después la necesidad de seguir con él.
Joe acortó la escasa distancia que los separaba y ella cayó en sus brazos. El la abrazó en silencio durante un instante, luego se miraron a los ojos y perdieron el control.
Joe le desabrochó de un plumazo la blusa, arrancándole de cuajo los botones. Ella le sacó la camisa y le bajó la cremallera. Él le desabrochó el sujetador, ella le bajó los pantalones.
Luego, ambos se quitaron los zapatos y estuvie­ron a punto de caerse por la premura con que lo hicieron. Y en medio de todo aquello, se las arre­glaron para seguir besándose con las bocas enlaza­das, las lenguas bailando, los pulmones implo­rando un soplo de aire.
Cuando Demi estuvo desnuda, Joe inclinó la cabeza y le saboreó los pezones, llevándose pri­mero uno y luego otro a la boca, succionándolos, llenándola de placer con su calor.
Y luego se deslizó hacia abajo. Y más abajo todavía.

Finalmente, Joe se puso de rodillas y la miró. Demi le devolvió la mirada, cautivada por su belleza, por el brillo dorado que desprendían sus ojos.
Ella le acarició la mejilla, sintiendo aquel inicio de barba que le confería sombras a su rostro, otorgándole un aire misterioso a cada una de sus oscu­ras facciones.
Demi recorrió con un dedo la línea masculina de sus labios. Pero cuando él le mordisqueó el dedo, sintió una repentina sensación de peligro.
Se suponía que aquel no era un romance verda­dero. Se suponía que aquello no tenía que ocurrir.
-Demasiado tarde -musitó Joe, como si le hu­biera leído el pensamiento.
-Lo sé -respondió ella hundiéndole las manos en el cabello.
Tenía ganas de él. Lo necesitaba con urgencia.
Él introdujo la lengua entre sus piernas y Demi se excitó. Y se humedeció. Y se sintió en la gloria.
Joe la tenía sujeta por las caderas, inmovili­zada. Pero ella luchó contra la inmovilidad y se re­volvió en busca de la boca de su amante.

La boca de su amante. El solo hecho de pensar en aquellas palabras la hacía estremecerse.
Los besos de Joe eran salvajes y apasionados. Él seguía saboreándola, y Demi supo que estaba tan excitado como ella.
El deseo que Joe tenía de que ella llegara al climax era casi tan poderoso como la sensación que él le provocaba. Era un estremecimiento sen­sual que le recorría la espina dorsal, llenándole el estómago de mariposas que aleteaban.
Joe... -susurró Demi.
Él intensificó la presión de sus besos, aumen­tando la intensidad de la temperatura, de la exci­tación, del poderío sexual que estaba desplegando sobre ella.
Demi pensó que aquel hombre sería su perdición. Que le robaría la voluntad, haciéndola de­sear más y más de él.

Emitió una plegaria silenciosa, pidiéndole al cielo que le mantuviera la cordura. Pero un segundo más tarde sintió la fuerza de un orgasmo atravesándola, y arrancándole el último atisbo de control.
Cuando terminó, Demi estaba derretida en una piscina de seda.
Joe se puso de pie. Lo único que deseaba era a Demi, la mujer que le confundía las emociones, le hacía perder los nervios y lo obligaba a sentirse como un depredador.
-Puede que esto vaya rápido -dijo Joe-. Tal vez no pueda contenerme.
Pero no dejes de tocarme -respondió Demi in­clinándose hacia él-. Por favor, no te pares.
-No lo haré.

«No pararé nunca», pensó, dándose cuenta de la locura de aquella idea. Cuando hicieran pú­blico el final de su romance, la dejaría marchar.
Joe deslizó las manos por su cintura hacia sus caderas, atrayéndola hacia sí. Era extraordinaria­mente bella, esbelta y sin embargo llena de curvas. El ángel que él le había regalado le colgaba entre los pechos, y los diamantes brillaban sobre su piel dorada. Los pezones, rosados y erectos por sus ca­ricias, parecían dos perlas.
Joe la besó, y sus lenguas se encontraron. Demi soltó un suspiro de rendición. Parecía agotada, su­mergida en el remanso posterior a un orgasmo de los que hacían época.
Joe sonrió, complacido por haber sido él el causante de aquella sensación.
-¿Lo que veo reflejado en tu cara es orgullo masculino? -preguntó Demi.
-No lo dudes.

Joe la llevó hacia una mesa que había en el vestíbulo. Tumbarse sobre ella en el duro suelo de madera estaba fuera de toda cuestión, pero no creía que pudiera aguantarse hasta el dormito­rio. Ni siquiera hasta el salón, donde al menos una alfombra les proporcionaría algo de comodi­dad.
La colocó sobre la mesa y le abrió las piernas. Aquella pieza antigua y pulida tenía encima un ja­rrón de flores que la doncella de Joe cambiaba cada semana, y su fragancia le entró por las fosas nasales como si fuera un afrodisíaco.
Joe sintió en el pecho una punzada de culpa­bilidad. A las mujeres les gustaban las camas sua­ves y mullidas. Les gustaba el romanticismo: velas, bombones y ramos de rosas. Desde luego, los ja­rrones de flores decorativos no contaban.

Demi se mordió el labio inferior y lo miró. Joe entró en ella y ella se enroscó a su alrededor, cá­lida y húmeda. Él gimió y luego se quedó parali­zado, maldiciendo su premura. Al instante si­guiente la embistió con tanta fuerza que la hizo gritar, pero Joe sintió que ella no quería que ba­jara el ritmo. Demi apretó las piernas a su alrede­dor y lo abrazó con ellas como si le fuera la vida. Inclinó la cabeza hacia atrás, y, con su cabello en­tre las manos, Joe evocó la imagen de Eva ten­tando a Adán con una manzana, la imagen de una mujer que ponía a un hombre de rodillas.

«Pero yo ya me he puesto de rodillas», pensó Joe. Ya le había dado placer a ella. Ahora era el momento de tomar lo que Demi estaba dispuesta a ofrecerle.
El peligro. La tentación. Sexo caliente y tó­rrido.
Ella lo acarició mientras Joe se movía, mien­tras hundía su cuerpo ardiente en el suyo. Le aca­rició los hombros y le pasó las manos por el torso. Las yemas de sus dedos danzaron sobre los múscu­los de su estómago.

No dejaban de mirarse a los ojos, y Joe luchó contra el deseo que sentía de vaciarse dentro de ella. Quería unos minutos más, unos segundos más antes de llegar al éxtasis.
La mesa se movía bajo la presión de su acto amoroso. El jarrón de flores se tambaleaba. Joe se deslizaba de sensación en sensación, ciego a todo. A todo excepto a su deseo.
Demi le clavó las uñas en la espalda, y él recibió con alegría aquella muestra de pasión. De alguna manera, sabía que ella nunca le había hecho eso a ningún hombre. Demi nunca se había sentido así de liberada, así de salvaje.

Joe empujó con más fuerza, más profunda­mente, hasta que su cuerpo se puso rígido y se convulsionó entre los brazos de Demi. Ella hundió la cara en su cuello y emitió un sonido sensual, pero él estaba demasiado abstraído como para sa­ber si Demi había alcanzado el éxtasis con él.
Joe sólo era consciente de su deseo desparra­mado sobre ella, tan cálido y fluido como el cli­max que le recorría las venas.

Durmiendo Con su Rival Capitulo 17




Varias horas más tarde, Joe circulaba entre el tráfico con Demi sentada a su lado. Llevaba el col­gante al cuello. Sabía que era una tontería emo­cionarse con aquel regalo, pero no podía evitarlo.
Qué hombre tan complejo era aquel. Exigente, divertido, romántico incluso, pensó Demi mientras agarraba con fuerza el querubín.
-Adivina quién está detrás de nosotros -dijo Joe mirando por el espejo retrovisor.
-El fotógrafo pesado -respondió Demi sin si­quiera plantearse otra posibilidad.
-El mismo que viste y calza. Qué hombre tan persistente...
-¿Te imaginabas que sería así? -preguntó ella-. ¿Pensabas que la prensa iba a ser tan acosadora?
-Sí. Ya he pasado por esto antes.
-Claro. Con Tara -respondió Demi sin poder evitar nombrar a la actriz-. No hacen más que compararme con ella.
-Lo sé -contestó Joe mirando de nuevo por el retrovisor-. ¿Quieres que intente perder de vista a ese tipo?
Demi se cruzó de brazos. Qué fácil le resultaba a Joe cambiar de tema cuando hablaban de Tara.
-Estoy empezando a hartarme de esto -dijo.
-Yo también. Lleva varios días pisándonos los talones.
-Me refería a Tara.

-Ella es una estrella de cine -respondió Joe re­volviéndose en el asiento-. A la prensa le fascina.
-¿Y eso qué significa? ¿Que sabías que la mete­rían en nuestra historia?
-No hasta este punto, pero sabía que aparece­ría su nombre.
Demi estudió su perfil. Joe conducía con los ojos clavados en la circulación.
-¿Has sabido algo de ella? -preguntó Demi.
-No.
-¿Y esperas que aparezca?
-No -volvió a responder él.
Tratar de sacarle información a Joe era como intentar arrancarle un diente a un dinosaurio.
-¿Crees que estará enfadada? Después de todo, están diciendo que ella y yo podríamos pelearnos por ti.
-Dudo mucho que los rumores le importen. Se crece con la publicidad.
-Es una mujer casada, Joe.

-¿Y qué? Su marido también es famoso. Y su ca­rrera no está precisamente en su mejor momento. En este negocio, a veces es preferible ser blanco de los comentarios negativos de la prensa a que no hablen de ti.
Demi no estaba de acuerdo, pero, ¿qué sabía ella de Hollywood ni de la clase de hombre con el que se había casado Tara?
-¿Y qué me dices de ti? -le preguntó a Joe-. ¿Te creces con la publicidad?
-Por supuesto que no -respondió él dirigién­dole una mirada cargada de frustración-. He orga­nizado este montaje porque sabía que funciona­ría. Y eso forma parte de mi trabajo, Demi. Organizar escándalos para entretener a la prensa.

Ella exhaló un suspiro y Demi hizo lo mismo. Se mantuvieron en silencio durante unos instantes. Joe seguía mirando de vez en cuando por el re­trovisor, y Joe entendió que el fotógrafo aún les seguía la pista.
-¿Estás enfadada conmigo? -preguntó él final­mente-. Me siento muy atraído por ti, Demi. Esa parte del montaje es verdadera.
-Lo sé -respondió ella acariciando el ángel-. Para mí también.
-Entonces, ¿por qué estamos siempre peleándonos?
-Porque eres muy pesado -le dijo ella.
-¿Ah, sí? -respondió Joe con una sonrisa-. Muy bien, pues tú también.
Demi quería besarlo, poner la boca sobre aquella sonrisa seductora, sobre aquellos labios curvados.
Joe se metió por una calle flanqueada de ár­boles, en la que abundaban las grandes mansio­nes entre la abundante vegetación. La mayoría de las construcciones eran de ladrillo, con lar­gos y bien cuidados senderos. El vecindario te­nía un aire distinguido, pero desprendía tam­bién calor.
-Estoy llevando al fotógrafo a la puerta misma de mi casa -dijo Joe-. Debo estar loco.
Ella también debía estar loca por desear besar a Joe.

Él accedió a la entrada de una mansión impresio­nante. Las ventanas eran vidrieras, y la piedra con la que estaban construidas las dos plantas le otorgaba a la casa el encanto de tiempos pasados. Aquel edifi­cio histórico había sido remodelado para reflejar un estilo artístico y a la vez tradicional.
Joe aparcó el Corvette en una esquina.
-Tal vez deberíamos darle a ese tipo una buena foto. Ya sabes, algo jugoso.
Demi miró por el espejo lateral. Una furgoneta azul se había detenido en la calle, ocultándose bajo la enorme copa de un árbol. Al parecer, el conductor no se había dado cuenta de que lo ha­bían descubierto.
-¿Vamos a hacerle un favor a ese imbécil?
-¿Por qué no? Está alimentando nuestro escán­dalo. ¿Te das cuenta de que los periódicos apenas han mencionado el asunto de la pimienta? A na­die parece importarle ya lo más mínimo. La gente está más interesada en otros asuntos picantes, los que se cuecen entre las sábanas —aseguró Joe con una de sus típicas sonrisas-. Y ahí estamos noso­tros, nena. Tú y yo.
-Entonces, ¿qué propones? ¿Que montemos un número en el coche?
-No. En el porche. Así tendrá mejor perspec­tiva.

-Parece un buen plan -respondió Demi mien­tras notaba cómo se le aceleraba el corazón.
Bajaron del coche y subieron hasta el porche, tomándose el pelo el uno al otro. En el fondo, Demi sabía que aquello era más que una puesta en escena para la foto. Quería sentir a Joe, y él que­ría sentirla a ella.
El se puso las llaves en el bolsillo del pantalón.
-Te apuesto lo que quieras a que no puedes quitármelas.
-Y yo te apuesto a que sí -respondió Demi mi­rándole los vaqueros.
-Entonces, adelante.
Ella estiró el brazo, pero Joe le sujetó la mu­ñeca. Forcejearon como dos niños, apretándose contra la barandilla del porche y riéndose. Demi se las arregló para soltarse la mano y metérsela en el bolsillo. Y cuando agarró las llaves, Joe le sujetó la otra mano y se la apretó contra la bragueta.
El corazón de Demi se aceleró hasta límites in­sospechados.
Jugueteó con su bragueta, y Joe le desabrochó los primeros botones de la blusa, los suficientes para permitir que la brisa de marzo le acariciara la piel.

De pronto, la besó. La besó con furia, con po­derío, con una urgencia que ninguno de los dos podía negar.
Se levantó algo más de viento, que revolvió el cabello de Demi y le abombó a él la camisa. Joe inclinó la boca hacia abajo, pero no lo suficiente. Ella quería que le lamiera los pezones, que aca­bara con aquel deseo, pero se lo impedía la ropa. La de ambos.
Demi comenzó a desabrocharle el cinturón, y entonces cayó en la cuenta de lo que estaba ha­ciendo. Allí fuera había un fotógrafo inmortali­zando su actuación.
-Tenemos que parar.
-Sólo un beso más -pidió Joe.
Demi puso los dedos en su cinturón. Un solo beso más.
La barba incipiente de Joe le añoraba la man­díbula. El calor de su respiración le calentaba la mejilla. Un beso llevó a otro, y Demi se apretó con­tra él, demasiado mareada como para hablar.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Durmiendo Con Su Rival Capitulo 16




Joe era grande y fuerte, y en aquellos momen­tos ella lo necesitaba.
-¿Te quedarás un poquito?
-Si eso es lo que quieres... -contestó él acari­ciándole la cabeza.
-Lo es.
Demi se quedó dormida casi al instante, encan­tada de estar entre los brazos protectores de su ri­val.
Joe se levantó algo más tarde aquella noche. Se había quedado dormido en la cama de Demi. Encendió la luz de la lamparita de la mesilla de noche y parpadeó para aclararse la visión.

Demi estaba tendida a su lado con los ojos cerra­dos y el cabello revuelto alrededor del rostro. Te­nía un aspecto pálido y vulnerable, completa­mente distinto al de la mujer que había jugado con él en la discoteca. Joe sintió deseos de volver a abrazarla, y se inclinó sobre ella, pero luego se apartó. Estaba confundido.
Necesitaba salir de allí cuanto antes, irse a su casa y poner su cabeza en orden.
La vida de Demi se salió completamente de ma­dre a lo largo de los dos siguientes días. La gente de la calle le pedía autógrafos, y los reporteros vi­gilaban todos sus movimientos. Esperaban cada mañana a la puerta de su casa para pillarla yendo al trabajo, le disparaban con sus cámaras, le me­tían los micrófonos en la cara y le hacían pregun­tas indiscretas.

Preguntas sobre Joe. Y sobre-Tara Shaw. Al pa­recer, Tara y su actual marido tenían problemas, lo que, según la prensa, significaba que ella iría tras Joe en busca de consuelo. Y de sexo.
Los periodistas querían saber qué pensaba ha­cer Demi al respecto. ¿Se enfrentaría a Tara por Joe? ¿Pelearían como dos gatas por él? Demi se giró para mirar a Joe. Caminaban de la mano por una tienda de antigüedades, dándole a Boston y al resto del país motivos para hablar.
Él le acariciaba el cuello cada vez que se dete­nían a contemplar una mesa o un escritorio orna­mental. Y Demi, por supuesto, le devolvía la caricia.

Ella interpretaba su papel, aunque sentía de­seos de gritar. Todo aquel misterio respecto a Tara Shaw la estaba volviendo loca, y la prensa no hacía más que avivar el fuego, obligando a Demi a pre­guntarse qué estaría escondiendo Joe.
-Vamos a mirar esto -dijo él guiándola hacia un collar antiguo antes de mirar por encima de su hombro.
-¿Está aquí nuestra sombra? -preguntó Demi, sabiendo que Joe estaba comprobando si los se­guía el fotógrafo local.
-Sí.
Ella suspiró. Aquel reportero estaba siendo un auténtico incordio, una cola que no se despegaba de ellos.
-¿Qué tipo de fotografía espera tomar? Des­pués de todo, estamos en un sitio público.
-Tal vez espere que vayamos a hacerlo aquí mismo -respondió Joe con una mueca-, delante de todo el mundo.

-Muy gracioso -respondió Demi tratando de aparentar indiferencia.
Pero no podía sacarse a Tara de la cabeza. ¿Qué ocurriría si la otra mujer aparecía de veras en busca de Joe? ¿Y si aplastaba aquellos inmensos pechos que tenía contra su torso y le lloraba en el hombro? Tal vez la actriz tuviera veintiún años más que él, pero había madurado como el bueno vino. Segura­mente habría contado con algo de ayuda, algún re­toque por aquí, alguna operación por allá, porque en Beverly Hills abundaban los cirujanos plásticos, y Tara podía permitirse el mejor.
Demi se acercó más a Joe para asegurarse de que nadie los escuchaba.
-¿Te he contado que me han llamado de una revista masculina?
-¿De veras? ¿Quieren hacerte una entrevista?

-No. Me han preguntado si quería hacer un po­sado. Un desnudo.
También la habían informado de que Tara Shaw había aparecido en su número de julio de 1975 posando con un chaqueta de flecos abierta y zapatos de plataforma.
Durante un instante, Joe permaneció en silen­cio.
-Guau -dijo finalmente.
¿Guau? ¿Qué se suponía que significaba aque­llo? ¿Que no era lo suficientemente sexy?
-Les dije que lo pensaría.
—Estás de broma... —aseguró él componiendo una mueca.
Demi sintió deseos de golpearlo, pero en su lu­gar se apartó un mechón de rizos de los hombros. Se había acostumbrado a llevar el cabello suelto, al menos durante sus apariciones públicas. ¿Y por qué no habría de hacerlo? La prensa la había bau­tizado con el sobrenombre de «Belleza bohemia de larga melena», y Demi había decidido no estro­pear su nueva y misteriosa imagen.
-Podría hacerlo si quisiera.

-No lo he dudado ni por un momento
-¿Así que crees que sería una buena modelo de desnudo? -preguntó Demi mirándolo a los ojos, sorprendida por su reacción.
-Por supuesto que sí.
Joe se apretó contra ella y, al ver que Demi no se apartaba, la besó.
La señora que estaba a cargo del mostrador de joyería carraspeó, pero a Demi no le importó. Des­lizó la lengua dentro de la boca de Joe y saboreó su deseo.

Un deseo que parecía demasiado real como para ser fingido.
Cuando dejaron de besarse, Gina mantuvo los brazos alrededor de él, a pesar de la mirada de de­saprobación que les dedicó una pareja de ancia­nos. El fotógrafo se preparó para el siguiente dis­paro, encuadrando la escena para hacer otra foto.
-¿Sabes qué es lo último que se rumorea? -pre­guntó Joe.
-No, ¿de qué se trata?

-Dicen que hemos hecho un vídeo pornográ­fico.
-¿Cómo? -preguntó Demi sintiendo cómo se le aceleraba la respiración.
-Una grabación privada de nosotros dos ha­ciendo el amor -aclaró él.
-¿Cómo sabes que andan diciendo eso?

-Tengo mis contactos -respondió Joe con su sonrisa de asesor.
Demi estudió aquella sonrisa, y mantuvo el tono de voz en un susurro. El fotógrafo pensaría proba­blemente que le estaba suplicando a Joe que la llevara a casa para hacerlo... y grabarlo.
-No serías tú el que se inventó el rumor, ¿ver­dad?
-¿Yo? Ni hablar. Simplemente lo he escuchado, eso es todo.
Demi ladeó la cabeza. En lo que se refería a Joe, no estaba muy segura de qué creer.
-¿Me estás diciendo la verdad?

Joe se mostró evasivo, dio por zanjado el tema y se giró hacia el mostrador de joyería.
Mientras él observaba las gemas de colores que había tras el cristal, Demi se metió las manos en los bolsillos y trató de no pensar en cómo iba a afec­tarle aquel escándalo durante el resto de su vida.
Ella no era una estrella de cine como Tara Shaw. Ella era sencillamente una chica italiana de Bos­ton que había tenido la suerte de nacer en una fa­milia rica. Una chica rica con una úlcera y un pelo rebelde. ¿Qué tenía aquello de glamouroso?

Demi se dio la vuelta y se encontró con al menos cincuenta pares de ojos observándola con curiosi­dad alrededor del mostrador, esperando que ocu­rriera algo excitante.
-¿Podría ver ese? -preguntó Joe señalando una de las vitrinas.
-Por supuesto -aseguró la vendedora abriendo la vitrina con llave y mostrándole el collar que ha­bía dentro.
-Me lo llevo -dijo Joe tras observarlo durante unos instantes y comprobar la astronómica cifra que tenía marcada en el precio-. Para ti, mi dama.
Demi miró el regalo que él le había puesto en­tre las manos. Era un querubín de platino y dia­mantes que brillaba al final de una reluciente ca­dena. Joe le había comprado un ángel.


Durmiendo con su rival Capitulo 15




Demi no sólo le despertaba la libido, sino que apelaba a su necesidad de sentirse seguro emocionalmente.
-Esto es muy divertido -dijo Demi con una son­risa seductora.
-¿El qué? ¿Enrollarse en público? -preguntó él atrayéndola más hacia sí.
-No. Torturarte.
Maldita fuera. Joe tenía que haberlo su­puesto. Aquella bruja sólo quería hacerle sufrir. Había convertido su mutua atracción en un juego sin corazón. Tal vez Gina sólo tenía hielo en las venas.
-Creo que voy a tomarme otra copa -dijo ella levantándose.
Muy bien. La dejaría emborracharse. ¿Qué más le daba a él? Aquel falso romance terminaría pronto, y Joe se buscaría entonces una mujer para reemplazarla. Alguien sincero. Alguien cá­lido. Alguien que consiguiera arrancarle a Demi Lovato de la cabeza.
El jueves por la tarde, Demi escuchó el sonido del teléfono, soltó un gemido y descolgó el apa­rato.
-¿Diga?

-¿Por qué no has ido hoy a trabajar?
-Porque estoy enferma -contestó al reconocer la voz áspera de Joe.
-Llevas cuatro días enferma. Te estás cargando nuestro plan. Sal de la cama y arréglate. Voy a ir a buscarte.
-Déjame en paz -contestó Demi llevándose las rodillas al pecho.
El estómago le ardía como una estufa.
-A nadie le dura tanto tiempo la resaca -insistió Joe-. Lo que te pasa es que te da miedo enfren­tarse a la prensa.
—No es verdad.
Demi le echó un vistazo a las revistas que tenía en la mesilla de noche. Le había demi pedido a su secre­taria que se las llevara. Las fotos de la sesión eró­tica habían salido el día anterior, provocando un auténtico escándalo. Su reputación no volvería a ser nunca la misma.
-Necesito tiempo para recuperarme. Ya te he dicho que estoy enferma.
-Y yo te he dicho que te levantes de la cama.

Demi miró fijamente al teléfono. Joe había es­tado llamando todos los días, y había conseguido gravar su enfermedad. Su insistencia sólo había servido para provocarle más estrés.
Y ella ya tenía suficientes problemas. Nada más publicarse las fotos, la habían llamado todos los miembros de su familia. Todos excepto su padre. Su madre le había dejado un mensaje diciéndole que su padre no estaba nada contento. Pensaba que había ido demasiado lejos.
No importaba que ella lo hubiera hecho por Lovato, que hubiera sacrificado su reputación personal para salvar la compañía. Su padre nunca le había dado ningún crédito como profesional, nunca la había tratado como a una igual en el tra­bajo.
-¿Sigues ahí? -preguntó Joe-. Pues levántate y arréglate. Tenemos que dejarnos ver, Demi. Hacer una aparición pública.
-Ya te he dicho que no. Voy a colgar.
-No irás a...
Ella cumplió su amenaza y apretó la tecla co­rrespondiente del inalámbrico. Cuando el telé­fono volvió a sonar, no contestó. Estaba agotada, así que se dio media vuelta en la cama y se dur­mió.
Una hora más tarde, se despertó sobresaltada. Creía estar soñando, y se frotó los ojos para borrar aquella visión.

Joe estaba a los pies de su cama, y parecía el hombre del saco. Llevaba una gabardina larga, y tenía las facciones duras, los pómulos afilados como cuchillos y el pelo revuelto por el viento.
Cielo Santo. Una pesadilla. Demi volvió a cerrar los ojos hasta que escuchó el sonido de su voz.
-Tienes un aspecto horrible.
Ella se sentó sobre la cama y estrechó la almohada contra su pecho. Aquello era real. De­masiado real.
-¿Qué estás haciendo aquí?
-Tengo llave, ¿recuerdas?
-Eso no te da derecho a invadir mi intimidad.
-Tengo derecho a saber qué te pasa, a compro­bar que estás bien.
-Si te cuento el problema, ¿te marcharás? -pre­guntó Demi poniendo los ojos en blanco.
-No. Pero seguro que un hombre más conven­cional sí que lo haría. ¿Qué te pasa?
Demi sabía que él no se iría de allí hasta que le contara por qué llevaba casi toda la semana me­tida en la cama.

-Tengo una úlcera, Joe. Pero mantén la boca cerrada. No quiero que mi familia lo sepa.
-¿Te está sangrando? -preguntó él alzando las cejas.
-No, sólo estoy pagando las consecuencias de todo el alcohol que me tomé. Y de la comida pi­cante.
-¿Desde cuándo te pasa? -dijo Joe quitándose el abrigo y colocándolo sobre una silla.
-Desde hace años. Tiende a curarse, pero se me abre con el estrés o cuando como algo que no me sienta bien.
-Tendrías que habérmelo dicho antes -pro­testó Joe poniéndose en pie-. No te habría de­jado comer ni beber todo aquello. Voy a traerte algo de leche. Eso ayuda, ¿no?
-Sí -respondió ella casi sonriendo.

Luego volvió a tumbarse y esperó a verlo apare­cer con una taza de leche humeante. Demi aceptó la bebida y se la fue bebiendo a sorbos, sintiendo cómo le disminuía el ardor.
-Puedes volver a dormirte si quieres -dijo Joe colocándole la taza en la mesilla cuando hubo ter­minado.
-Tal vez luego -contestó Demi girándose para observar mejor su pelo alborotado y la camisa mal colocada-. Parece como si te hubieran dado una paliza...
-He tenido que luchar para entrar en tu casa. La prensa ha copado la entrada -dijo Joe apar­tándole un mechón de la cara-. Creo que en ade­lante deberíamos pasar más tiempo en mi casa. No es justo que tus hermanas tengan que pasar por esto.

-Me parece bien —aseguró Demi antes de com­poner una mueca-. ¿Qué te parece nuestro debut?
-Creo que estamos muy sexys -respondió Joe agarrando una de las revistas en la que aparecían ambos en la portada, con Demi de rodillas-. Tene­mos que seguir con esto, pero no quiero presio­narte. Tómate el tiempo que necesites hasta que te encuentres mejor.
-Tienes que prometerme que no se lo contarás a mi familia.
-Pero ellos deberían saber lo que te pasa. Ade­más, ¿no tienes una hermana enfermera?
-Piensan que tengo la gripe. Por favor, Joe, prométemelo -imploró Demi.
-De acuerdo. Lo prometo.
-Gracias -dijo ella cerrando los ojos y apoyán­dose contra su pecho.

Durmeido con su rival Capitulo 14





Tres días más tarde, Demi estaba sentada en el salón comunitario de la casa de piedra esperando a Joe.
Tenían otra cita.
No estaba muy segura de cuánto más podría aguantar. Se habían evitado el uno al otro desde su último y apasionado encuentro, pero Joe ha­bía terminado por llamarla y había insistido en que era el momento de hacer otra aparición pública. Así que allí estaba ella, vestida con un traje corto y ajustado y calzada con unos tacones que le añadían cinco centímetros a su ya de por sí ele­vada estatura.
Se había comprado aquel vestido para Joe. Sa­bía que lo volvería loco si enseñaba las piernas. Y el sujetador que había elegido le levantaba los pe­chos hasta casi sacárselos del vestido. Joe babea­ría detrás de aquello que no podía conseguir.

Y eso era precisamente lo que aquel idiota se merecía.
Demi miró el reloj. ¿Dónde diablos se había me­tido? De todas las noches, había tenido que elegir justo aquella para hacerla esperar. Estaba comen­zando a ponerse furiosa.
¿Por qué sería tan reacio a hablar de Tara Shaw? ¿Por qué no quería confirmar si su relación había sido una farsa o no?
Demi se puso en pie y se echó el pelo hacia atrás. Se había dejado la melena suelta, moldean­do sus rizos con una espuma especial.
Tara Shaw no tenía nada que envidiarle.
Escuchó el sonido de unos pasos en la escalera y se giró. Su hermana Rita estaba bajando las esca­leras.
-Guau -exclamó su hermana deteniéndose para contemplarla-. Vaya transformación. Vas más ajustada que la mujer pantera.
-Gracias -respondió Demi-. Pretendo hacerle sufrir.
-Ya veo -comentó Rita dirigiéndose a la cocina para prepararse una taza de té.
-¿Has averiguado ya algo sobre tu admirador secreto? -preguntó Demi siguiéndola con sus taco­nes altos.
-No -respondió su hermana negando con la cabeza.
El día de San Valentín, Rita había recibido una cajita blanca atada con un lazo rojo. En su interior había un pin, un corazoncito rodeado por una venda dorada. Habían dejado el regalo en el hos­pital, lo que le había llevado a creer que su admi­rador secreto era alguien relacionado con el Hos­pital General de Boston, en el que ella trabajaba.

-Todos los días me pongo el pin en el uniforme -dijo Rita-. Sigo esperando que quien me lo re­galó se dé cuenta y se identifique.
Demi pensó que podría tratarse de un celador. O un enfermero. O tal vez un paciente que ya no estuviera ingresado.
-Tal vez nunca lo averigües.
-Me resulta raro creer que alguien me deje un regalo y luego simplemente desaparezca.
Después de tomarse la taza de té, Rita regresó a su apartamento, dejando de nuevo a Demi espe­rando a Joe.
¿Dónde estaría?
Por fin sonó el telefonillo, anunciando su tar­día llegada. Ella le abrió y se quedó observando su reacción, mientras Joe se limitaba a mirarla fija­mente.
Pasó mucho tiempo sin decir una palabra, pero la nuez le subía y le bajaba cada vez que tragaba sa­liva. ¿Le estaría costando trabajo respirar?
-¿Ocurre algo? -preguntó Demi dedicándole una sonrisa inocente.
-¿Cómo? No, todo está bien -respondió él aflo­jándose el nudo de la corbata.
-Tienes mal aspecto.

Joe parecía sonrojado. Y excitado. Y estaba tan guapo como siempre. Llevaba un traje de corte impecable y una camisa que le hacía juego con las motas doradas de los ojos.
El vestido de Demi también era dorado. Por una vez, no permitiría que él la intimidara. Se merecía una lección. Aquella noche, ella lo volvería loco de deseo y luego lo castigaría dejándole dormir solo.
-Dame las llaves -dijo Joe de sopetón exten­diendo la palma abierta—. Te dije por teléfono que las tuvieras preparadas.

-Claro, por supuesto. Casi se me olvida -res­pondió Demi abriendo su bolso y sacando un juego.
Él se hizo con ellas y las metió en el bolsillo. Y luego volvió a mirarla fijamente, como un hombre que reclamara lo prohibido. Tenía la mandíbula tensa, y su pecho subía y bajaba con una respira­ción agitada.
Estaba claro que quería arrinconarla contra la pared y tomarla allí mismo. Pero, por supuesto, no iba a hacerlo. Robar un beso no era lo mismo que robar el cuerpo entero de una mujer.
Demi se sentía como la mujer fatal en la que él había asegurado que podía convertirla, solo que lo había logrado sin su ayuda. La venganza le sabía muy dulce.
-Vamos a ir a bailar, ¿verdad?
-Así es. A una discoteca del centro.
-Perfecto, porque tengo ganas de fiesta.

Demi tenía toda la intención de tomarse un par de copas. ¿De qué otro modo iba si no a presen­tarse en público con aquel vestido que apenas le tapaba el trasero y los pechos casi rozándole la barbilla?
-Vamos —dijo agarrando su chaqueta.
Aquella noche no estaba de humor para preo­cuparse de lo que el alcohol le podía provocar a su úlcera.
Aquella noche tiraría la precaución por la ven­tana y volvería loco a Joe Jonas.
Demi lo estaba volviendo loco. El cabello, el ves­tido, aquel escote del que no podía apartar la vista... Y si se acercaba algún tipo más para bailar con ella, Joe tendría que darle una patada en el trasero.
Nadie, pero nadie, se acercaba a su chica.

De acuerdo, tal vez Demi no le pertenecía exac­tamente, pero habían aparecido juntos en las re­vistas del corazón, que habían recogido ya su ro­mance, aunque las fotografías eróticas no habían hecho todavía su aparición.
Ante los ojos del mundo, Demi Lovato era suya.
Ella se sentó frente a él en la mesa y le dio un sorbo a su bebida. Había empezando tomando una pina colada, luego se había pasado a los mojitos y ahora estaba con la margarita.
-No deberías mezclar la bebida, Demi.
-Esta noche estoy experimentando.
«Sí, con mis hormonas», pensó Joe.
-Ya estás medio borracha.
-Se supone que estamos de marcha, montando un escándalo, ¿no? -preguntó ella sacudiendo su melena de rizos.
«He creado un monstruo», pensó Joe. «Un monstruo alto, esbelto y con tacones».
-Tal vez deberías comer algo -dijo arrimando un plato hacia ella.
Demi dejó la copa sobre la mesa y agarró uno de los canapés. Después de probarlo, compuso una mueca de sorpresa.
-Pica —dijo comprobando que el canapé tenía salsa de chile jalapeño.
Demi le dio otro pequeño mordisco y se puso de pie.
-¿Qué vas a hacer? -preguntó Joe.

-Voy a demostrarte cómo quema.
En un periquete, Demi se colocó delante de él, se sentó entre sus piernas y le echó los brazos al cuello.
Joe sintió que se quedaba sin aire en los pul­mones. Se le congeló la sangre. Los músculos de su estómago se encogieron.
Ella le recorrió los labios con la lengua, convir­tiendo el cuerpo de Joe en un puro escalofrío de placer.
-¿Vas a besarme o no? -preguntó él, maldi­ciendo su debilidad, el deseo desesperado que sentía por ella.
Demi le acarició la boca suavemente con los la­bios. Joe suponía que la mitad de la discoteca los estaría mirando, y aquello lo excitaba aún más. Quería que todo el mundo supiera que la princesa de hielo era su chica.

-Primero tienes que contarme tu fantasía más íntima -dijo ella.
Joe contuvo la respiración. ¿Sería así de provo­cativa en la cama?
-Tengo una relacionada con la miel.
-¿Y qué más? -insistió ella clavándole la mirada.
-Mujeres con faldas corta -respondió joe aca­riciándole la cintura, y luego las caderas, perdién­dose en sus curvas-. Sin braguitas.
-¿Quieres que me quite las braguitas para ti, Joe?
Oh, sí. Claro que quería.
-¿Aquí mismo? ¿Ahora?
Sólo si tú te desabrochas los pantalones para mí -le susurró Demi inclinándose para mordisquearle el lóbulo de la oreja.

Aquello era una locura. La atracción que sen­tían el uno por el otro era algo increíble, algo que iba más allá de lo normal. Funcionaban muy bien juntos. Rematadamente bien.
Demi lo besó por fin, colocando la boca sobre la suya y absorbiendo su lengua con rabia. Él la suc­cionó a su vez, una y otra vez. Sabía a tequila, a ron y a jalapeños.
-Quema, ¿verdad? -preguntó Demi retirándose.

«Como la fiebre», pensó Joe.-¿Podrías ponerte otra vez de rodillas para mí, Demi?
¿Aquí? ¿Ahora? -preguntó ella alzando las ce­jas.
No. Cuando estuvieran solos. Cuando no mi­rara la gente. Cuando pudiera tenerla sólo para él.
Sorprendido por un miedo súbito, Joe la miró a los ojos. Que el cielo lo ayudara: la quería sólo para él. Pero no solamente por sexo. De pronto, necesitaba algo más profundo, algo trascendente.
Y eso le daba mucho miedo.