miércoles, 19 de diciembre de 2012

Un Refugio Para El Amor Capitulo 5






—No le diga que ha venido a vernos —dijo Adele—. Por favor. Quizá piense que le hemos pedido que la encuentre.
—No se preocupe, no lo haré.
Russell se levantó de la butaca.
—Pero si quiere el dinero para su fundación, tendrá que decirnos dónde está cuando la localice.
Joseph lo miró fijamente. Aquello parecía justo, pero él no podía aceptar el trato. Antes tenía que hablar con Demi y averiguar por qué se había marchado de aquella forma.
—No puedo prometerle eso. Intentaré convencerla de que salga de su escondite para que ustedes no tengan que preocuparse por ella, pero en estas circunstancias, quizá deba retirar mi petición de patrocinio.
—No, no lo haga —dijo Russell, con el fantasma de una sonrisa en los labios—, pero no puede culparme por intentar presionarlo.
Joseph sonrió también.
—No, es verdad.
—Mis contables se pondrán en contacto con usted en su oficina de Colorado dentro de unos cuantos días.
— ¿Y si Demi averigua que lo estamos ayudando con la fundación? Sabrá que tenemos relación...
Joseph ya había oído suficiente. Había aprendido que la vida podía ser corta y brutal, y no tenía tiempo para juegos.
—Miren, el bienestar de esos huérfanos es demasiado importante como para permitir que Demi interfiera con la recaudación de fondos. A menos que se haya convertido en alguien diferente a la persona que yo conocí, no querrá interferir, sea cual sea su situación personal. Y yo tengo intención de averiguar cuál es.
—Parece que está muy seguro de que lo va a conseguir —dijo Adele.
—Estoy seguro —respondió Joseph. No quería pensar en ninguna otra posibilidad.
La ha llamado Demi —dijo Adele—. ¿Ahora quiere que la llamen así?
Joseph la miró.
—No. Yo... yo la llamo así —dijo, y se dio cuenta de lo familiar que sonaba. Sus padres utilizaban el nombre completo cuando hablaban de ella.
—Ya entiendo —dijo Adele. Era evidente que lo entendía todo.
Russell carraspeó.
—No sé cuál es exactamente su relación con mi hija, y no sé si quiero saberlo —dijo—. Quizá usted la dejó plantada, o quizá no. Pero si la encuentra y puede decírnoslo, por favor, en éste número se pondrá en contacto directamente conmigo —tendió a Joseph una tarjeta.
—La encontraré.
Russell extendió la mano con una súplica en la mirada. Evidentemente, era demasiado orgulloso como para expresarla con palabras, pero estaba allí.
—Buena suerte, hijo.

Demi no se molestó en seguir el camino que discurría alrededor de la casa. Se movió entre los árboles, saludándolos como si fueran viejos amigos, mientras intentaba decidir qué iba a hacer cuando llegara a la mansión. No podía entender qué estaba haciendo allí Joseph. No se atrevía a pensar que la estuviera buscando.
Su primera visión de la casa le provocó nostalgia. La mayor parte del tiempo que había vivido allí se había sentido atrapada, pero también segura. Y la seguridad le parecía algo bueno en aquel momento.
Sin embargo, si se acercaba a la casa de sus padres y aceptaba la protección que ellos querrían darle, perdería toda la independencia que había ganado. Y la lucha ya no era sólo por sí misma. Elizabeth se merecía crecer como una niña normal, en vez de estar siempre rodeada de guardaespaldas, fuera adonde fuera.
Aun así, el atractivo del hogar era fuerte, incluso después de tanto tiempo. El olor familiar del humo le produjo una opresión en la garganta. Se imaginaba a su padre y a su madre, cada uno sentado en su butaca favorita, frente al fuego, leyendo.
Se preguntó si Joseph no estaría sentado con ellos en aquel mismo instante. ¿Sobre qué estarían hablando? Se le ocurrió una idea horrible. Si ella le hablaba a Joseph de Elizabeth y del secuestrador, era posible que él insistiera en que volviera a casa y se lo contara todo a sus padres. Si él decidía decírselo, ella no podría impedirlo.
Y con la libertad de Elizabeth en juego, quizá no debiera contarle demasiadas cosas a Joseph antes de estar segura de que éste no iría corriendo a darles aquella información a sus padres. Demi no creía que fuera capaz de traicionarla, pero no podía estar segura. Después de todo, esa noche, Joseph estaba en Lovato Hall.
Necesitaba un plan.
El taxi en el que había ido Joseph estaba vacío en la carretera hacia la casa. El conductor estaba paseando cerca, fumando un cigarro. Volvió al taxi para apagarlo en el cenicero, lo cual era todo un detalle, pensó Demi. A Herb, el jardinero, le daría un ataque si encontrara una colilla tirada en el césped que mantenía aterciopelado.
Después, el conductor se alejó del coche de nuevo y fue hasta el promontorio que descendía hacia el río. En aquel momento, aparecieron las luces de una barcaza sobre el agua y se oyó el retumbar de unos motores. El conductor se quedó inmóvil, de espaldas a ella, con las manos en los bolsillos, mientras miraba el barco aproximarse.
A Demi se le aceleró el pulso al darse cuenta de que tenía una buena oportunidad. Joseph había ido hasta allí en el asiento delantero, junto al taxista, y sin duda, haría el viaje de vuelta en el mismo asiento. Mientras el conductor observaba cómo pasaba la barcaza, ella podría esconderse en el suelo del asiento trasero. El ruido del motor del coche amortiguaría el sonido que haría la puerta del taxi al abrirse y cerrarse.
A menos que Joseph saliera en el momento exacto en el que ella se metía en el vehículo, podría ir en el mismo coche que él hasta su hotel. Cuando llegaran, se dejaría ver. Ojalá el taxista no padeciera del corazón.
Corrió hacia el taxi, abrió una de las puertas traseras y se agachó en el suelo del vehículo. Después cerró de nuevo, tan silenciosamente como pudo. El conductor continuaba mirando la barcaza que seguía el curso del río hacia el mar. Posiblemente, pensaba que no necesitaba vigilar el taxi estando entre los muros de Lovato Hall.
Ella se tumbó y se quedó inmóvil en el suelo, con la cabeza apoyada en la mochila. Se obligó a relajarse y a controlar la respiración, inhalando profunda y lentamente, pero estuvo a punto de ahogarse con el olor a tabaco que emanaba de la moqueta.
«Hago esto por Elizabeth», se dijo. Gradualmente, se acostumbró al repugnante olor. El bienestar de Elizabeth merecía cualquier sacrificio.
Pese a aquella incómoda postura, consiguió relajarse. En ese momento, oyó la puerta principal de la casa, que se abría y se cerraba, y de repente, comenzó a respirar con dificultad. Joseph se estaba acercando.
— ¿Ya ha terminado? —dijo el taxista.
—Sí, ya podemos marcharnos —respondió Joseph.

Un Refugio Para El Amor Capitulo 4





En aquel momento llegó Barclay con el whisky de Joseph una bandeja de sandwiches y dos vasos de agua mineral para Adele y Russell.

—Por todos los esfuerzos que ha hecho para ayudar a los refugiados —dijo Russell mientras alzaba su vaso hacia Joseph. Tomó un trago y se sentó—. Bueno, ¿por qué no nos cuenta lo que ha pensado?
—Encantado.
Joseph era apasionado y completamente sincero en su dedicación a la fundación para los huérfanos de la guerra, pero la había usado sin remordimientos para entrar en Lovato Hall. Tenía planeado mencionar a Demi, cuando hubiera hablado de la fundación. Sin embargo, en aquel momento se concentró en Russell Lovato y le explicó sus planes con todo detalle. La fundación supervisaría el bienestar y la posible adopción de los niños huérfanos que él acababa de dejar. Joseph tenía varios patrocinadores en mente para el proyecto.
Si Demi todavía viviera en su apartamento, tal y como él había pensado cuando la había llamado desde Londres, él no habría puesto a Lovato en la lista para no arriesgarse a causarle problemas a ella. Pero el número estaba dado de baja y no había ni rastro de Demi.
Tanto Russell como Adele ardían de impaciencia por conocer los detalles de su plan, y él se dio cuenta de que conseguir su apoyo para la fundación era pan comido. Eso lo satisfizo, pero no era lo más importante de aquella conversación.

—Será un honor para el Lovato Publishing Group formar parte del proyecto —dijo Russell cuando Joseph terminó—. Hablaré con mis contables mañana por la mañana y veré qué porcentaje de tu presupuesto podemos cubrir. Tus ideas están bien maduradas.
—Gracias —respondió Joseph con una sonrisa—. Lo he pensado mucho. Y tengo a mi lado a gente excelente que me ayudará a dirigir el programa.
Russell asintió y se apoyó en el respaldo de la butaca.
—¿Has pensado en hablar con otros patrocinadores sobre esto mientras estás en Nueva York?
—Sí. Pero antes quería venir a hablar con usted.
—Estoy seguro de que conseguirás el patrocinio que necesitas, pero debería advertirte de que no todo el mundo es tan liberal como yo. Quizá debieras afeitarte.
—Posiblemente lo haga.
Dejarse barba había sido una cuestión práctica. El agua caliente y el jabón no abundaban, y el viento frío le cortaba la piel de la cara. Además, de esa manera se mezclaba mejor con los refugiados, y después de unos meses, la barba le resultaba algo natural. Y de vuelta a Estados Unidos, verse en el espejo todos los días serviría para recordarle su misión. Sin embargo, Russell tenía razón.
—A mí me gusta su barba —dijo Adele.
—Sí, pero tú no eres un hombre de negocios conservador, Adele —respondió Russell—. Algunos de esos tipos desconfían en cuanto ven demasiado vello facial. Un bigote no tiene importancia, pero la barba despierta ideas sobre radicales y hippies, y eso podría afectar negativamente a los esfuerzos de Joseph para conseguir que suelten el dinero.

—Lo entiendo —dijo Joseph—. Además, es posible que a mi secretaria le diera un ataque al corazón si yo entrara a mi oficina con Éste aspecto.
—Se dedica a la venta de terrenos en Colorado, ¿verdad? —preguntó Russell.
—Exactamente —respondió Joseph. En aquello, vio una posible vía hacia lo que le interesaba—. ¿Han estado alguna vez allí?
—No, nunca. Lo he sobrevolado muchas veces, pero nunca he parado. Tengo entendido que es muy bonito.
—Sí, efectivamente —dijo Joseph, y creyó ver un brillo de emoción en aquellos ojos marrones. Adele bajó la vista y apretó los dedos sobre su regazo. Joseph esperó por si alguno de los dos mencionaba que una hija suya vivía en Colorado, pero ninguno de los dos lo hizo. Tendría que ser él quien sacara el tema.

Se le aceleró el pulso, porque sabía que aquél era, sin duda, un asunto delicado, pero no tenía intención de marcharse de allí sin mencionarlo.
—A menos que me equivoque, su hija Demi vivió en Aspen durante una temporada.
El ambiente de la habitación cambió al instante. La camaradería desapareció, y Adele y Russell se pusieron tensos y se miraron con inseguridad. Finalmente, Adele asintió casi imperceptiblemente y dejó que su marido manejara la conversación.
—¿Y cómo es que usted conoce ese detalle? —preguntó Russell en tono de autoridad.
—La conozco.
Los dos lo miraron en completo silencio.
Joseph continuó.
—Pero he perdido el contacto con ella. La llamé desde Londres y me enteré de que su número está dado de baja. Pensé que ustedes podrían decirme cómo localizarla —terminó mirando a Lovato a los ojos.
Russell no había hecho el menor movimiento, pero de alguna manera, su aspecto era más imponente. El magnate de la prensa había reemplazado al afable benefactor.
— ¿Cómo la conoció?
—Me salvó la vida.
Adele dio un respingo de asombro.
— ¿Y cómo? —preguntó Russell.
Joseph se había preguntado si  Demi les habría mencionado aquel incidente a sus padres.
—No sé si alguna vez les ha contado que ayudó a cuatro vaqueros que habían decidido ir a esquiar sin tener idea de dónde se metían —explicó.
—No, no nos ha contado nada —respondió Russell sin apartar su mirada penetrante de Joseph.
—Nosotros... Es una persona muy independiente —dijo Adele mientras movía los dedos nerviosamente—. No nos cuenta todo lo que hace.
—Eso es un eufemismo —ladró Russell—. Entonces ¿qué ocurrió en Colorado?

—Bueno, unos amigos y yo fuimos a esquiar y nos alojamos en un hotel en el que ella trabajaba de recepcionista. Supongo que se imaginó que éramos principiantes y que podíamos meternos en líos, así que se ofreció a acompañarnos y ayudarnos. Por desgracia, no hicimos caso de sus advertencias y sufrimos una avalancha. Yo quedé totalmente enterrado y ella averiguó dónde estaba y les dijo a mis amigos cómo desenterrarme. Si Demi no hubiera estado allí, posiblemente yo no hubiera sobrevivido.
Adele se hundió en la silla, pálida.

—Una avalancha... —dijo a Russell—. También ella podría haber muerto, Russ.
— ¡Claro que sí! Pero Demi cree que lo sabe todo, así que ¿qué podemos hacer nosotros? —preguntó, con la voz temblorosa de dolor y frustración.

Joseph sólo había escuchado la versión de Demi de su difícil relación con sus padres y por supuesto, la había apoyado en su búsqueda de independencia. Pero la tensión que estaban sufriendo éstos por su marcha hizo que sintiera solidaridad con el matrimonio. Demi era su única hija y los dos estaban frenéticos de preocupación porque ya no podían cuidarla.
— ¿Está en Aspen todavía? —preguntó. Russell perdió lo que le quedaba de compostura.
— ¡No sabemos dónde demonios está! No...
—Russell —intervino Adele con una autoridad tranquila, y detuvo su explosión inmediatamente—. Demi nos llama —continuó, erguida y lanzándole a su marido una mirada de advertencia—. Se pone en contacto con nosotros cada dos semanas, más o menos, y nos informa de lo que está haciendo. Hace unos seis meses decidió viajar un poco por el país para conocerlo.
Joseph sintió un escalofrío. Algo de aquello no encajaba con la Demi que él conocía. Era una persona que echaba raíces, no una nómada. Le encantaba vivir en Aspen y le había dicho que aquél era el lugar perfecto para empezar sus estudios de hierbas y plantas medicinales.
— ¿Y adonde ha viajado? —preguntó él, intentando no dejar traslucir el pánico que sentía.
—Dios sabe. ¡Se está comportando como una vagabunda! —dijo Russell, y lanzó una mirada beligerante a su esposa.
Esta respondió con voz baja y bien modulada.
—Russell, no conocemos bien a Éste joven. Creo que quizá deberías...
—¡Creo que debería pensarme mejor lo de apoyar su fundación, eso es lo que creo! —Dijo Russell, y se volvió hacia Joseph—. Dígame, Jonas, ¿cómo sabía que Demi es hija nuestra? Si recuerdo bien, ella quería pasar desapercibida y vivir una vida normal. No tenía intención de decirle a nadie que era hija nuestra. ¿Cómo lo supo usted?
—Ella me lo contó —dijo Joseph. Sentía una opresión en el pecho debido a su preocupación por Demi —. Después de la avalancha nos hicimos amigos —era todo lo que se atrevía a admitir en aquel ambiente tan cargado—. No creo que se lo dijera a nadie más, pero a mí sí me lo contó. Ahora que he vuelto al país quería... saludarla —sí, claro. Saludarla y, después, besarla hasta dejarla sin sentido.
Adele lo miró con los ojos entrecerrados.
— ¿Tuvo usted una relación muy íntima con nuestra hija, señor Jonas?
— ¿Qué pregunta es ésa, Adele? —Intervino Russell—. Éste hombre ha dicho que eran amigos. No empieces a buscarle tres pies al gato.
Adele no hizo caso a su marido y siguió observando a Joseph con perspicacia.
—Ella nunca ha mencionado que tuviera una relación con nadie —dijo—, pero yo sabía que tendría que ocurrir tarde o temprano. Es una chica muy guapa.
A Joseph se le había secado la garganta.
—Sí.
—No confiaba en demasiada gente —continuó Adele—. Si confió en usted lo suficiente como para decirle quién es, entonces sospecho que eran algo más que amigos.
Joseph había tenido la esperanza de no tener que concretar tanto, pero no iba a mentirles a los padres de Demi.
—Somos más que amigos —dijo él.
— ¡Ah, magnífico! —Bramó Russell—. ¿Me está queriendo decir que dejó a mi hija plantada y se fue a otro país a ayudar a unos extraños?
—Yo... Sí, señor. Me temo que eso es exactamente lo que hice. Y me gustaría compensarla por ello.
—Antes tendrá que encontrarla.
Joseph tenía intención de hacerlo. Al menos, no parecía que Demi hubiera encontrado a otro tipo.
— ¿Por casualidad recuerdan dónde estaba la última vez que los llamó?
Adele se desmoronó.
—No quiso decírnoslo —respondió con voz temblorosa.
— ¿Qué les contó?
—Sólo que estaba viviendo una gran aventura, y que nos lo contaría más tarde.
— ¿Qué? —preguntó Joseph, sin dar crédito.
—Llamó desde una cabina —dijo Adele—, y colgó antes de que pudiéramos...
— ¡Esto es increíble! — Joseph estaba tan agitado que se puso en pie—. ¡Sé que quiere vivir su propia vida, pero me parece absurdo que no quiera decirles dónde está!
—Yo tenía la intención de contratar a un detective privado para que la siguiera, pero Adele no me lo ha permitido. Dice que si lo hacemos, es probable que la perdamos para siempre.
— ¡Al menos, ahora llama! —Adele también se puso en pie—. ¡Si cometes una torpeza, es muy posible que deje de hacerlo!
—Entonces supongo que tendremos que encontrarla —dijo Joseph.
Y sería mejor que Demi tuviera una buena explicación para su comportamiento. Quizá sus padres fueran demasiado protectores, pero era evidente que la querían y se merecían que los tratara mejor. O estaba ocurriendo algo malo o su querida Demi e había convertido en una desconsiderada.

Un Refugio Para El Amor Capitulo 3






Joseph Jonas se había preparado para el derroche de riqueza, pero aun así, se quedó anonadado cuando el taxi se detuvo frente a la mansión colonial inundada de luz. El exterior era del color del trigo maduro y parecía que alguien acabara de pintar las molduras de color marfil aquella misma mañana.

Demi había vivido allí. Pensar aquello le produjo un efecto revitalizador y se sobrepuso a la fatiga del vuelo trasatlántico. Seguramente, sus padres podrían decirle dónde encontrarla.

El camino circular los había llevado hasta una elegante entrada, pero el atractivo mayor de la casa eran las vistas que tenía desde la parte posterior, donde el terreno descendía suavemente hacia el Hudson. Por el camino, Joseph había alcanzado a ver el majestuoso río entre los árboles varias veces, y el conductor le había señalado con entusiasmo una barcaza que se deslizaba sobre el agua, iluminada como un árbol de Navidad, con el sonido de los motores retumbando en el aire de la noche.

Con su instinto de agente inmobiliario, Joseph calculó rápidamente lo que debía de valer la casa, sin tener en consideración siquiera el valor del terreno que la rodeaba. Incluso en la oscuridad, se apreciaba que los jardines eran enormes y estaban bien cuidados. El negocio de la prensa le había ido muy bien a Russell P. Franklin.
—Bonito sitio —dijo el taxista, y apagó el motor.
—No está mal —convino Joseph.
Pero, por muy impresionante que fuera la casa, él no querría vivir allí. Tampoco podía imaginarse a Demi, un espíritu libre, obligada a pasar la infancia tras aquellas puertas cerradas. Estaba comenzando a entender la soledad que habría sentido al ser hija única en Franklin Hall.
Cuando abrió la puerta del taxi, percibió el agradable olor de la chimenea. Eso lo animó, aunque dudaba que el salón de aquella mansión fuera tan acogedor como el del Rocking D. Sin embargo, en aquel momento no necesitaba un lugar acogedor. Necesitaba información. Esperaba con todas sus fuerzas que los padres de Demi pudieran dársela.
Se volvió hacia el taxista.
—Mire, no sé cuánto voy a tardar, así que será mejor que espere en la casa, donde podrá estar más cómodo y caliente.
—No, gracias. Prefiero estirar las piernas y fumarme un cigarrillo, si a usted no le importa. Estaré preparado para cuando quiera marcharse.
—De acuerdo — Joseph se sentía demasiado impaciente como para discutir—. Llame a la puerta si cambia de opinión —dijo.
Dejó la mochila en el asiento trasero, salió del vehículo y subió las escaleras de la puerta principal. Levantó la aldaba de bronce y llamó dos veces.
Casi inmediatamente, Barclay, el mayordomo inglés de la familia, abrió la puerta y lo informó de que el señor y la señora Franklin estaban en la biblioteca. Después, lo condujo amablemente hacia la sala.
Mientras atravesaba las lujosas estancias de la mansión siguiendo al mayordomo, Joseph no pudo evitar pensar en Demi. La última imagen que tenía de ella lo torturaba. Sus largos rizos rojizos revueltos, después de hacer el amor, y los ojos marrones llenos de lágrimas de ira. « ¿No me quieres lo suficiente?», le había preguntado sollozando.

Él se había marchado sin responder, lo cual constituía una contestación más que efectiva. Después de cerrar la puerta tras él, Joseph había oído que un objeto golpeaba el panel de madera y se hacía añicos en el suelo.

Para Demi, el amor significaba el matrimonio y tener hijos. Y él no estaba dispuesto a darle ninguna de las dos cosas porque pensaba que sería un desastre en ambas. Y todavía lo pensaba, pero Demi lo había obsesionado durante todo el tiempo que había pasado en el extranjero. Otra trabajadora de los campos de refugiados, una chica muy dulce, le había propuesto acostarse con ella y él había aceptado alegremente, pero para disgusto suyo, había descubierto que no podía hacer el amor con nadie salvo con Demi.

Finalmente, había tenido que aceptar la verdad. Durante el año que había pasado viendo a Demi, mientras creía que estaba protegiendo su corazón, ella había conseguido traspasar las barreras y se había instalado como un huésped permanente. Él podía pasar solo el resto de su vida, o podía intentar superar sus miedos y darle a Demi lo que quería.
Aunque era arriesgado estar con él, Demi había estado dispuesta a darle una oportunidad. Y Joseph se preguntaba si todavía lo estaría. En el campamento de refugiados, había conocido a gente a la que había separado a la fuerza de sus seres queridos, y tenían que conseguir desde cero, el más mínimo contacto humano. Después de presenciar aquello, el hecho de haberse separado de Demi le parecía un capricho estúpido de su ego. Le habían ofrecido mucho y él lo había despreciado tontamente.

La idea de tener hijos lo asustaba, pero quizá, con el tiempo, también pudiera acostumbrarse a eso. Si quería crear un programa de adopción para huérfanos de guerra, sería un hipócrita si no sopesara esa posibilidad para sí mismo.
Pero primero, debía encontrar a Demi, y no tenía ni la más mínima idea de dónde podía estar. Durante diecisiete meses, se la había imaginado en su pequeño apartamento de Aspen. Sin embargo, no la había encontrado allí, y eso lo había vuelto loco.
El mayordomo se detuvo en la entrada de la biblioteca para anunciarlo y Joseph estaba tan absorto en sus pensamientos, que estuvo a punto de chocarse con él.
—El señor Joseph Jonas, señor —dijo el mayordomo.
—Hágalo pasar, Barclay —dijo una voz profunda desde el interior de la sala.
El mayordomo se apartó y Joseph intentó controlar su ansiedad mientras entraba. Esa gente podía conducirlo a Demi.
Russell D. Lovato, un hombre robusto de pelo plateado, se levantó de su butaca de cuero y se acercó a él con la mano extendida. La señora Russell P. continuó sentada frente a la chimenea. Se parecía mucho a Demi. Adele Lovato sonrió para saludarlo, pero al mismo tiempo lo escrutó minuciosamente. Y bajo su mirada, Joseph recordó lo descuidado que era su aspecto en comparación con el de sus anfitriones. Sin duda, los jerséis y los pantalones que vestían eran ropa informal, pero seguramente costarían el triple de lo que él se gastaría en su habitación de hotel aquella noche. 
Afortunadamente, ni Adele ni Russell sabían que él tenía intenciones con respecto a su única hija, porque de lo contrario, probablemente lo echarían de allí.
—Me alegro de que haya pasado por aquí, Jonas —dijo Russell mientras le estrechaba la mano con firmeza y calidez—. Acérquese al fuego. ¿Qué quiere tomar? ¿Una copa, algo de comer?
—Un whisky sería estupendo —respondió Joseph.
En realidad, no tenía ganas de tomar una copa, pero había sido agente inmobiliario el tiempo suficiente como para conocer el valor de aceptar la hospitalidad de alguien si se quería conseguir una venta. Y aquello era, posiblemente, la venta más importante de su vida. Hubiera preferido una cerveza, pero  Lovato Hall no parecía una casa donde fueran muy aficionados a semejante bebida.
—Bien —respondió Russell, satisfecho, mientras le hacía un gesto al mayordomo—. Y por favor, Barclay, dígale a la cocinera que prepare unos sandwiches —añadió—. Éste hombre se ha estado alimentando de comida de avión.
La comida del avión era un lujo comparada con lo que tenían que comer los refugiados, pensó Joseph. Pero ése no era el momento de decir aquello.
—Disculpen mi aspecto —dijo mientras se acariciaba la barba—. Vengo directamente del aeropuerto.
—No hay necesidad de que se disculpe —respondió Russell—. Un hombre que se involucra en una causa como la suya no tiene tiempo para preocuparse de las apariencias.
—Es verdad que a uno le cambian las prioridades —dijo Joseph, y se sentó en un sillón frente a la chimenea, rodeada de estanterías llenas de libros.
Tanto Adele como Russell tenían un libro en la mesa que había a su lado con un marcapáginas insertado. Entonces Joseph se dio cuenta de que no había televisión en la estancia. Al parecer los Lovato creían que era posible pasar una velada leyendo.
Adele se inclinó hacia delante.
—Es usted un filántropo, señor Jonas. El resto de nosotros nos contentamos con enviar algo de dinero para ayudar a esa pobre gente, pero usted ha invertido algo mucho más valioso: a sí mismo. Lo admiro.
Su voz lo sobresaltó. Era la voz de Demi. Tuvo ganas de cerrar los ojos y disfrutar de aquel sonido.
—Yo no lo veo exactamente así, señora Lovato—dijo él—. Sencillamente, tenía que ir —explicó.
Y no sólo para escapar de sus demonios, los relacionados con Demi. Ése era otro de los asuntos que tenía que tratar con su amante. Si Demi Lovato se había enterado de lo que él había estado haciendo en el campo de refugiados, posiblemente habría pensado que era una forma de escapar de ella. Sin embargo, su decisión de ayudar en un país devastado por la guerra era algo mucho más complejo.
—Llámeme Adele, por favor —dijo la madre de Demi con una sonrisa cálida.
Tenía los ojos grises, no marrones como los de su hija, pero le recordaba tanto a ésta, que no podía dejar de mirarla. Ella entrelazó los dedos en el regazo de la misma manera que lo hacía Demi y cuando hablaba, fruncía ligeramente el ceño, como si estuviera pensando cuidadosamente lo que iba a decir. Él adoraba aquel gesto de Demi—Claro —dijo Russell—. Dejemos las formalidades.

martes, 18 de diciembre de 2012

Un Refugio para El Amor Capitulo 2





—Será mejor que tenga dinero —farfulló el taxista mientras comenzaba a seguir al taxi de Joseph—. Espero que no sea una loca que ha visto demasiadas películas de James Bond, o la llevaré directamente a la comisaría más próxima y la entregaré a la policía.

—Tengo dinero —respondió Demi entre dientes mientras observaba cómo se acercaban ligeramente al otro taxi—. Por favor, no lo pierda. Es ese taxi que tiene un arañazo en el maletero. ¿Lo ve? Está cambiando de carril.
—Ya veo que ha cambiado de carril, señora. No empecé a conducir ayer. ¿Sabe al menos quién va en ese taxi?
—Sí.
—Sí, claro. Probablemente, se cree que es Elvis.
—Sé quién va en ese taxi. Necesito hablar con él.
— ¿Por qué? ¿Quién es?
Muchas veces, de niña, Demi había observado cómo su madre se enfrentaba a las preguntas que no quería responder. Erguía la espina dorsal y hablaba con autoridad, como si hubiera nacido para ello. Demi nunca había probado aquella técnica, pero decidió intentarlo.
Se puso muy derecha, alzó la barbilla y dijo:
—Creo que eso no es de su incumbencia.
Sin embargo, el esfuerzo no le sirvió de nada.
—¡Por supuesto que lo es! ¡La estoy llevando en mi taxi! Y le agradecería que no usara ese tono de superioridad, a menos que esté a punto de decirme que es usted prima hermana de los Rockefeller, cosa que dudo mucho.

«Cerca», pensó Demi pero no lo dijo. Parecía una vagabunda, y quizá el éxito de su madre a la hora de esquivar preguntas impertinentes no sólo tuviera que ver con su tono de voz, sino también con su ropa elegante y la posición que ocupaba en la sociedad. En el fondo, Demi pensaba que aunque su madre fuera vestida con harapos, sería capaz de conseguir que la gente hiciera su voluntad. Había mantenido a su hija y a su marido a raya durante muchos años.

Suspiró. Necesitaba darle una explicación al taxista del motivo por el que estaban siguiendo a otro taxi... si quería evitar que la dejara en la cuneta.
—El hombre que va en ese taxi es mi ex novio —dijo—. He cambiado desde la última vez que nos vimos y no me ha reconocido, pero necesito hablar con él.
—Quizá él no quiera hablar con usted.
—Quizá no —reconoció ella—, pero tengo algo que decirle, algo que debe saber.
—Ah, vaya, ya sé a qué se refiere. A unas pataditas en la barriga, ¿no?
Demi no pudo responder otra cosa que la verdad.
—Más o menos.
—Pobre desgraciado. Pero el que la hace, la paga. ¿Tiene idea de adonde va ese tipo?
—Supongo que a un hotel.
El taxista suspiró.
—Muy bien. Lo alcanzaré.
—Gracias —respondió Demi.
Se apoyó en el respaldo del asiento mientras se acercaban a los rascacielos brillantes de Manhattan. Por costumbre, fijó la vista en la Franklin Publishing Tower, que resplandecía entre el cielo y la tierra como una de las gargantillas de diamantes de su madre.

Últimamente, sólo tenía conversaciones breves con sus padres. Los llamaba cada dos semanas. Ellos pensaban que estaba viajando para conocer el país. De todas formas, no había tenido ninguna conversación sobre algo importante con ellos durante los últimos años, y no los había visto desde que se había marchado de casa.

No aprobaban su decisión de abandonar su mundo e intentar crear su propia vida, y su actitud hacia ella había sido muy seca desde que Demi se había ido a Colorado. Su situación en aquel momento, con una niña nacida fuera del matrimonio y perseguida por un posible secuestrador, sólo serviría para confirmar lo que ellos pensaban: que por sí misma, no conseguiría otra cosa que meterse en líos. Demi no quería darles la oportunidad de que le dijeran que ya se lo habían advertido.
El taxista la miró por el espejo retrovisor.
—Parece que ese tipo no va al centro, como pensaba usted —le dijo—. Parece que se dirigen hacia Hudson Parkway. ¿Quiere que continúe siguiéndolo?
—Sí —respondió ella. Sin embargo, aquel camino la estaba poniendo nerviosa. Lo conocía muy bien. Pero era sólo una coincidencia que la primera vez que ponía los pies en Nueva York desde que había salido de la finca de sus padres, Joseph la condujera hacia Hudson Valley, directamente hacia Franklin Hall.
—Como ya le he dicho, espero que tenga dinero —dijo el conductor—. Me parece que ese tipo se dirige a Vermont. ¿De veras quiere que continuemos?
—Sí, por favor.
Mientras dejaban atrás Manhattan, ella apenas podía creer la dirección que estaban tomando. Habían pasado Hudson Parkway y habían comenzado a seguir un camino que era muy familiar para ella, junto al río. Si continuaban así, llegarían a las mismas puertas de la finca de sus padres. Cuando por fin llegaron a pocos metros de Lovato Hall, Demi no podía dejar de preguntarse por qué motivo habría ido allí Joseph.
—Por favor, pare bajo aquel árbol —le pidió al taxista—. Voy a bajarme aquí.
— ¿Qué va a hacer? —Le preguntó él, en un tono de desconfianza—. No puedo dejarla aquí, en la oscuridad. Y usted no puede seguir a ese tipo ahí dentro. Tienen una puerta automática y probablemente, habrá perros doberman corriendo por ahí. No debería haberla traído. ¿Es usted una psicópata o algo por el estilo?
Demi estaba temblando con la inyección de adrenalina que había supuesto acercarse de nuevo a Franklin Hall, pero intentó mantener la calma.
—Puedo entrar a la casa —respondió—. Yo vivía aquí y conozco el código de la puerta.
—¡Y un cuerno!
—Mire, se lo demostraré. Déjeme pagarle lo que le debo, primero —dijo. Miró al taxímetro y le dio unos cuantos billetes al hombre, además de una generosa propina.
Él no se quedó muy contento, de todas formas, al ver el dinero.
—Permítame que la lleve de vuelta a Manhattan, ¿de acuerdo? Ni siquiera se lo cobraré. Pero no puedo dejar a una mujer en medio de una carretera perdida como ésta. Si leyera en el periódico que le ha ocurrido algo, jamás me lo perdonaría.
Demi observó cómo las luces traseras del otro taxi desaparecían por el camino que conducía hacia la puerta de la casa.
—Está bien, acérquese ahora a la puerta. Le demostraré que puedo abrirla.
—Yo la acercaré, pero usted no podrá abrir. Conozco al tipo de gente que vive en esta zona, en una finca de esta clase, y usted no es de esas personas.
—A veces, las apariencias engañan —dijo ella, y abrió la puerta del taxi—. Puede quedarse aquí hasta que yo abra la verja, y después vuélvase a la ciudad. De ese modo, sabrá que estoy a salvo.
—¿Y si la atacan los perros?
—No hay perros. Al menos, no los había la última vez que estuve aquí — Demi salió del taxi y se colgó la mochila del hombro—. Gracias por traerme hasta aquí —dijo, y cerró la puerta.
Él bajó la ventanilla y sacó la cabeza.
—Demuéstreme que sabe abrir la puerta. Cuando veamos que no puede, la llevaré de vuelta a Nueva York. No haré preguntas, de veras.
Ella se volvió y sonrió.
—Gracias. Es usted muy amable, pero no será necesario —respondió Demi.
Aún no estaba segura de lo que iba a hacer cuando estuviera dentro de la finca, pero aquél era su primer paso. Recordó el código en cuanto se vio frente al teclado numérico y apretó las cifras sin titubear. Las puertas se abrieron lentamente.
—Vaya, demonios —dijo el taxista, atónito—. ¿Quién es usted?
—Eso no tiene importancia — Demi le sonrió de nuevo—. Adiós.
—Esto sí que se lo voy a contar a los chicos.
Ella se estremeció.
—Por favor, no. No se lo cuente a nadie —rogó. Demi no sabía si el hombre que la estaba siguiendo estaba cerca en aquel momento.
—Mire, si la policía me interroga porque ocurra algo malo, entonces...
—No tendrán que interrogarlo. Por favor, le suplico que no cuente nada a los demás taxistas. ¿Podría prometérmelo?
—Sí, se lo prometo. Será mejor que entre. Las puertas vuelven a cerrarse.
—De acuerdo. Adiós.
—Cuídese.
Ella se dio la vuelta y atravesó la puerta antes de que se cerraran de nuevo con un sonido metálico que le recordaba una sensación de claustrofobia muy familiar. Una vez más, estaba prisionera en Lovato Hall.

Un Refugio para el Amor Capitulo 1





Demi Lovato notó un hormigueo de ansiedad en el estómago mientras esperaba en JFK el vuelo de las cinco y cuarenta y cinco procedente de Londres. Después de diecisiete meses separados, debía reencontrarse con Joseph Jonas, el hombre al que había querido y al que todavía quería, disfrazada de vagabunda. Después tenía que hablarle de Elizabeth, la niña que él no sabía que había concebido, el bebé al que ella había dejado en Colorado para garantizar su seguridad.

La embarazosa verdad era que alguien la perseguía desde hacía meses. Pensaba en ello, como si hubiera contraído una enfermedad mortal, que ya no le permitiera seguir siendo madre. En su infancia y adolescencia, se había sentido ahogada por los intentos de su padre millonario de protegerla de posibles secuestros. Se había marchado de casa y había desdeñado una vida de coches blindados y guardaespaldas, insistiendo en que podía vivir tranquila y anónimamente sin todo aquello. El hecho de haberse equivocado la enfurecía.

A unos metros, una mujer estaba arrullando a un bebé. Demi sentía un profundo dolor cada vez que veía a una madre con su hijo. Por su propio bien, no debería mirarlos, pero no podía dejar de torturarse. Aquél bebé debía de tener unos ocho meses, como Elizabeth, a juzgar por el trajecito que llevaba. Demi no podía imaginarse que su propia hija tuviera aquel tamaño. Cuando la había dejado en el rancho Rocking D, Elizabeth era diminuta, sólo tenía dos meses. Demi no había pensado nunca que su separación pudiera durar tanto tiempo. Por suerte, Joseph había vuelto, y eso significaba que ella podría ver pronto a su bebé.
Demi hizo todo lo posible por mitigar 
su dolor. Se concentró en el hecho de que al menos, Elizabeth estaba a salvo. Ella sabía que podía contar con que sus amigos Sebastian, Travis y Boone protegieran a la niña hasta que Nat volviera y entre todos, decidieran lo que debían hacer. ida de la aduana. A Demi se le aceleró el pulso al pensar en el encuentro que se avecinaba. Todavía no había decidido cómo iba a acercarse a él. Pensar en Joseph Jonas le provocaba tantas emociones que apenas sabía cómo controlarlas.
Uno de esos sentimientos era la ira. Se había enamorado locamente de aquel hombre, pero durante el año que había durado su relación, él había insistido en que la mantuvieran en secreto. Sólo su secretaria, Bonnie, la mujer que encarnaba el significado de la palabra discreción, sabía que Joseph y ella habían estado juntos.

Demi debería haberse dado cuenta de lo que indicaba aquel deseo de mantener las cosas en secreto, pero el amor era ciego y había aceptado la explicación de Joseph de que sus amigos eran unos entrometidos y que él no quería ninguna interferencia en su relación hasta que los dos supieran adonde iba. Él sabía perfectamente adonde iban las cosas, pensó Demi amargamente. A ninguna parte.
Ojalá pudiera odiarlo por aquello. Lo había intentado con todas sus fuerzas. En vez de eso, no podía dejar de rememorar la noche en que habían roto. «No debería haber permitido que perdieras el tiempo conmigo. No merecía la pena».

Después, Joseph la había dejado, había abandonado su negocio inmobiliario y a sus amigos para marcharse a un país diminuto, asediado por la guerra, a trabajar de voluntario en los campos de refugiados. Además de todas las cosas que sentía hacia Joseph, Demi tenía que lidiar con la culpabilidad. Si ella no lo hubiera presionado para que terminaran con el secreto de aquella relación y se casaran, él no se habría marchado del país. Se habría quedado en Colorado, con ella.

Sin embargo, Joseph se había visto impulsado a escapar y se había marchado a un lugar donde reinaba la violencia, y donde el frente de batalla cambiaba día a día. Había pasado diecisiete meses en peligro, y si lo hubieran herido o incluso matado, ella habría tenido que cargar con la culpa.

Además, también se culpaba por haber tenido a la niña: él le había dicho que no quería hijos. Ella necesitaba contarle que tenían una hija, por si acaso quien la estaba siguiendo con el claro propósito de secuestrarla conseguía salirse con la suya. Pero antes de decirle nada de aquello, tendría que convencerlo de quién era. La peluca oscura, la ropa enorme y las gafas gruesas no le resultarían familiares a Joseph. Y una vez que él hubiera averiguado que esa vagabunda era ella, ¿qué le diría en primer lugar?

«Joseph, tenemos una hija. Se llama Elizabeth». Demasiado brusco. Un hombre que había dicho que no quería tener hijos, seguramente, necesitaba más preparación antes de recibir aquella noticia. «Joseph, voy disfrazada de vagabunda porque me persigue un secuestrador». Demasiado, demasiado pronto. Él acababa de volver de esquivar balas. Se merecía un poco de paz y tranquilidad antes de que ella le contara todo aquello, además de decirle que tenía que proteger a Elizabeth, quisiera o no.
A Demi se le encogió el estómago.

Un hombre alto, con barba y pelo largo, apareció entre la riada de pasajeros. Llevaba una chaqueta de cuero gastada, pantalones vaqueros y botas. Del hombro le colgaba una mochila muy parecida a la que llevaba ella misma. Demi lo observó mientras se movía entre la multitud con un paso muy familiar. La forma de andar de Joseph.

Miró con detenimiento su rostro, su barba castaña, y se le aceleró el corazón. La boca. Ella había pasado horas admirando aquella boca finamente cincelada, clásica como las bocas de las esculturas de Rodin que su padre atesoraba. Había pasado horas besando aquella boca y disfrutando de sus besos. Era Joseph. Pese a la ira y la culpabilidad, Demi sintió que la alegría más pura recorría sus venas al verlo. Joseph. Estaba allí. Estaba bien.
De repente, todo lo que había pensado y decidido pasó a un segundo plano. Tenía que llegar a él, abrazarlo y dar gracias porque hubiera vuelto sano y salvo. Sus pesadillas habían comenzado el día en que se había enterado de dónde estaba y desde entonces, la CNN había sido su única fuente de información.
Por mucho que se hubiera aconsejado a sí misma que debía conservar la calma cuando lo viera, distaba mucho de sentir tranquilidad. Tenía ganas de llorar de gratitud por su regreso. Joseph era como un oasis en medio del desierto en el que se había convertido su vida sin él.
Lo devoró con la mirada mientras dejaba escapar un suspiro de felicidad. Gracias a Dios, tenía buen aspecto. Estaba bronceado y el pelo le brillaba. Estaba tan atractivo que Demi no pudo evitar preguntarse si habría salido con alguna mujer desde que se había ido. Seguramente, alguna se habría enamorado profundamente de aquel enorme y guapo vaquero que había ido a su país a ayudar. Demi sabía que eso podía suceder con mucha facilidad y sintió una punzada de dolor en el corazón.
Pero que él tal vez hubiera encontrado otro amor no era asunto suyo. Joseph  era libre de hacer lo que quisiera. Diecisiete meses era mucho tiempo para que un hombre soltero y saludable de treinta y tres años no tuviera relaciones sexuales.
Ella no se lo preguntaría, pero con sólo pensarlo sentía ganas de llorar.
Se acercó y concentró la mirada en su rostro, intentando que él la mirara también. Antes había una conexión mágica entre los dos, y quizá, si conseguía que Joseph se fijara en ella, éste la reconocería a pesar de su disfraz. Se quedaría asombrado, claro, y posiblemente incluso se preguntara si ella se había vuelto loca en su ausencia.
En cierto modo, así era. Loca de preocupación y de amor. De amor. Pero no podía decirle que todavía lo quería. Debía tener muchísima prudencia en aquel punto, a menos... a menos que él también se hubiera vuelto un poco loco. Aunque ella había intentado por todos los medios sofocar aquella esperanza, no lo había conseguido.

Por fin, Joseph la miró y ella abrió la boca para llamarlo. No, no se había equivocado. Era él. Pero sus ojos azules, que una vez estuvieron llenos de buen humor, eran dos pedazos de hielo. Demi se preguntó qué habría visto Joseph en aquellos campos de refugiados que había dejado aquella huella en su mirada.
Él no la reconoció y siguió recorriendo la terminal. Ella debía alcanzarlo y hacerle saber lo del bebé antes de que Joseph llamara a Rocking D. En el rancho, quien respondiera a su llamada le diría inmediatamente que había dejado allí a Elizabeth. Aunque ella no hubiera dado el nombre del padre, Joseph lo comprendería todo en cuanto le dijeran la edad del bebé. Y ella no podía permitir que averiguara la verdad de esa manera.

Tenía que apresurarse a alcanzarlo. Lo siguió esquivando maletas, gente y carros motorizados, sin perderlo de vista mientras él se dirigía a la salida. Sabía que él tenía pensado atender algunos negocios antes de volar hacia Colorado. Su secretaria, la única persona con la que Joseph se había puesto en contacto antes de volver, se lo había dicho.
Bonnie no sabía nada del bebé ni del secuestrador. Pensaba que estaba ayudando a Demi a organizar una bienvenida sorpresa para Joseph. Durante el año en el que habían estado juntos en secreto, Bonnie había arreglado muchas citas para ellos, y parecía que disfrutaba de su papel de casamentera.
Cuando se separaron, Bonnie llamó a Demi para sugerirle que intentara arreglar las cosas. Ella se había negado, convencida de que Joseph siempre había considerado su relación algo pasajero, razón por la cual lo había mantenido todo en secreto. Pero cuando su embarazo se confirmó, había llamado a Bonnie y se había enterado de que Joseph estaba fuera del país y que no había forma de localizarlo. Desde entonces, había hecho uso de su amistad con la secretaria para averiguar exactamente cuándo volvía Joseph.
La escalera mecánica, abarrotada de gente con sus maletas, le impidió alcanzar a Joseph. Estaba segura de que tomaría un taxi a su hotel, así que decidió que ella tomaría otro y lo abordaría en el vestíbulo. Eso sería lo mejor. Quizá pudieran beber algo en el bar del hotel mientras hablaban de las opciones que tenían. Lo siguió hasta la fila de taxis y observó cómo subía al primero y cerraba la puerta. Ella se acercó al siguiente y con una rápida expresión de agradecimiento, declinó el ofrecimiento del taxista de ayudarla con su mochila.
—Tengo mucha prisa —dijo al conductor, mientras se sentaba en el asiento trasero.
—De acuerdo —respondió el taxista, y se acomodó tras el volante—. ¿Adonde vamos?
—Siga a ese taxi —le ordenó ella, señalando al que se llevaba a Joseph.
Él se giró en el asiento y la miró fijamente.
— ¿Está bromeando?
— ¡No, no estoy bromeando! —respondió ella, asustada al ver que el otro taxi se alejaba—. ¡A aquel! ¡Y no lo pierda!