Me acomodé en mi banco y compuse la cara para lograr una
expresión de cuidadosa atención, agradecidísima por que la clase había
empezado.
Pero debía admitirlo, Joseph había preguntado algo interesante. ¿Con
quién iba a ir al Baile de Otoño? O, dado que estábamos en clase de literatura,
¿con quién tendría el gusto de ir?
Por supuesto, es cierto que nunca voy al
Baile de Otoño. Pero también es cierto que todos los años tengo la esperanza de
que alguien me invite.
Bueno no cualquiera. El muchacho con quien me gustaría ir
debería ser divertido y apuesto, inteligente y popular. Por supuesto, eso es
nada más que un ideal, la cuestión es sólo cómo encontrar un compañero aceptable.
De modo que borren ―inteligente‖ de la lista, por que
no tiene que ser un científico experto en viajes espaciales para llevarme al
Baile de Otoño. Creo que también podemos olvidar lo de divertido. Muy bien, eso
nos deja con apuesto y popular, lo cual todavía es demasiado ambicioso para
alguien que jamás ha ido al Baile de Otoño.
― ¿Qué quieres decir
con eso de que nunca vas? ― Susurro Bruce en mí
oído ―. ¿Significa que nunca vas por una cuestión
de principios o porque nadie te invita?
― No es de tu
incumbencia ― farfullé, y rogué que la señora McCracken no
nos sorprendiera hablando en clase.
― Eso significa que
nadie te invitó ― dedujo Joseph en voz baja.
― ¡He recibido
demasiadas invitaciones! ― susurre furiosa.
― Oh, estoy seguro ---
dijo Joseph en tono compasivo ― Probablemente los hijos de los otros profesores y tal vez algún
primo tuyo que no vive en la ciudad y a quien nadie conoce…
― ¡Oh, que sabes tú!
--- repliqué en tono incisivo ― ¿Con qué derecho…?
Me interrumpí, demasiado afligida como para seguir hablando.
¿Era esa mi imagen? ¿Una chica deprimente que debía recurrir a la parentela
para conseguir una cita?
¿Y cómo lo había adivinado Joseph? Resultaba particularmente injusto, porque
no había sido así ― una cita por lástima ― con Ben, aun cuando él era hermano de mi amiga.
― No olvidemos la
historia de la hija del director de mi colegio anterior ― susurró Joseph con su aliento en mi
cuello ―. Fue al baile de promoción con…
― ¡Con su tío! ― completé yo, dándome vuelta para mirarlo de frente ―. ¡Lo sé, lo sé! Pero eso no tiene nada que ver conmigo, y si lo
mencionas una vez más, te…
― Demi Merrill ― dijo la señora McCracken con voz severa ―. ¿Hay algo que quisiera compartir con el resto de la clase?
Me ruboricé y me di vuelta de golpe.
― ¿Bien? ― urgió la señora McCraken -― Estoy segura de que
a todos nos interesa mucho.
Sacudí la cabeza. Pude oír la risita tonta de Joseph detrás de mí.
― Muy bien, entonces… ― dijo la señora McCraken ― Si podemos
continuar…
Escondí la cara en Chaucer, decidida a no permitir que Joseph volviera a distraerme en clase.
― ¿Cómo lo hacen? ― me preguntó Joseph después de clase, alcanzándome mientras yo
atravesaba el vestíbulo.
― ¿Cómo hacen qué? ― pregunté con indiferencia mientras luchaba con el cierre de mi
bolso. Joseph se acercó y me tomo
los libros, lo cual me dejó las manos libres.
― ¿Cómo hacen siempre
los profesores para saber cuando uno está hablando de algo personal y que puede
resultar escabroso? ― dijo.
Abrí mi bolso, que dejó oír un chillido de triunfo, y empecé a
revolverlo en busca de un chicle.
― ¿De qué hablas? ― pregunté en tono cortante ―. Había decidido
fingir que la conversación acerca de mi (falta de) acompañante para el Baile de
Otoño jamás había existido.
― La señora McCraken ― dijo Joseph, paciente ― Me refiero a que, si hubiéramos estado hablando de por qué no
habíamos hecho la tarea, habría dicho;
― Demi Merrill,
¿tendrías la gentileza de contarnos qué le dijo la esposa de Bath, personaje
del señor Chaucer, a Miller?‖, o algo por el
estilo.
Pero dado que estábamos hablando de tu vida amorosa, cumplió con esa
humillante rutina de tienes-algo-que-decirnos.
Lo miré con ojos relampagueantes. Debía admitir que tenía razón,
pero, aún con razón o sin ella, él no tenía por qué sacar a relucir mi vida
amorosa. ¿Por qué no se limitaba a dejar el tema de lado?
― Mi pregunta ― continuó Joseph ― es cuando sabe que debe decir eso. Y no es sólo ella. ¡Lo hacen
todos los profesores! En toda mi vida, cuando hablaba de algo personal en
clase, ni una sola vez el profesor me pregunto sobre la lectura.
Y ni una sola
vez estaba cuchichiando algo sobre la lectura y el profesor me preguntó si
deseaba compartir lo que decía con la clase.
Lo miré. Sus brillantes ojos verdes prácticamente ardían. Otra
vez sentí impulsos de revolverle el pelo. Durante un segundo, me pregunté si no
me estaría volviendo loca.
― ¿Cómo lo saben? ― me dijo ― ¿Lo aprenden en la universidad? ¿Será así
nomás?
Sonó el timbre. Joseph se acercó más a mí.
― Además, hay otras
preguntas ― dijo en tono misterioso y desapareció en el
vestíbulo llevándose mis libros, que no recuperé sino hasta la quinta hora.
Esa noche, al levantar el tubo del teléfono para llamar a Katie,
oí voces en la línea conjunta. Suspire.
Los Conner pensaban anularla, pero se suponía que les iba a
llevar un tiempo hacer conectar su propia línea.
Estuve a punto de colgar, pero luego me dije: