lunes, 25 de marzo de 2013

Química Perfecta Capitulo 26




Joe
    
Cuando llega el viernes y Demi entra en clase de la señora P., todavía estoy pensando en el modo de devolvérsela por haberme tirado las llaves en los arbustos el fin de semana pasado. Tardé cuarenta y cinco minutos en encontrar las jodidas llaves, y durante todo ese tiempo, no dejé de maldecirla. Vale, fui yo quién lo empezó todo. Y también tengo que darle las gracias por ayudarme a hablar de la noche en la que murió mi padre porque, después de hacerlo, llamé a los miembros más antiguos de los Latino Blood para preguntarles si sabían quién podría guardarle tanto rencor.
    Demi lleva toda la semana muy desconfiada. Está esperando que le gaste alguna broma por el incidente de las llaves. Después de ciase, cuando estoy en la taquilla cogiendo los libros para regresar a casa, se acerca a mí hecha una furia enfundada en su uniforme de animadora.

    - Sígueme a la clase de lucha libre.
    Tengo dos opciones: seguirla hasta donde me pide o marcharme del instituto. Cojo los libros y entro en el pequeño gimnasio. Demi me espera, con su llavero sin llaves en la mano.

    - Mis llaves han desaparecido por arte de magia, ¿dónde están?–pregunta-. Voy a llegar tarde al partido si no me lo dices. La señora Small me echará a patadas del equipo si no aparezco.

    - Las he tirado por ahí. Deberías comprarte un bolso con cremallera. Nunca sabes cuándo pueden meter la mano y quitarte algo.
    - Me alegra descubrir que eres un cleptómano. ¿Puedes darme una pista de dónde las has escondido?

    Me apoyo contra la pared de la clase de lucha libre, pensando en lo que la gente diría si nos encontrara aquí juntos.
    - Es un lugar mojado. Muy, muy mojado -digo, dándole la pista que exige.
    - ¿En la piscina?

    - ¿Creativo, verdad? -digo, asintiendo con la cabeza.
    Ella intenta empujarme contra la pared.
    - Voy a matarte. Será mejor que vayas a por ellas.
    Si no la conociera, diría que está intentando ligar conmigo. Creo que le gusta el jueguecito que nos traemos entre manos.

    - Cariño, a estas alturas deberías conocerme mejor. Tendrás que encontrarlas sola, como hice yo cuando me dejaste tirado en el aparcamiento.

    Demi ladea la cabeza, me lanza una mirada triste y hace un puchero. No debería concentrarme en la expresión de sus labios; es peligroso. Pero no puedo evitarlo.
    - Dime dónde están, Joe , por favor.

    La dejo en ascuas un minuto antes de darme por vencido. Ahora mismo, el instituto está casi vacío. La mitad de los estudiantes están de camino al partido de fútbol. Y la otra mitad se alegra de no estar de camino al partido de fútbol.

    Caminamos hasta la piscina. Las luces están apagadas, pero los rayos del sol que aún atraviesan las ventanas la iluminan lo suficiente. Las llaves de Demi están justo donde las he lanzado, en mitad de la zona más profunda. Señalo las brillantes llaves bajo el agua.

    - Ahí las tienes. A por ellas.
   Demi se queda inmóvil, con las manos sobre su falda corta, reflexionando sobre el modo de hacerse con ellas. Se acerca pavoneándose al largo palo que cuelga de la pared y que se utiliza para sacar a la gente del agua.
    - Muy fácil -dice.

    Pero cuando introduce el palo en el agua, comprende que no le va a resultar tan sencillo. Reprimo una carcajada mientras la observo intentar lo imposible desde el borde de la piscina.

    - Siempre puedes quitarte la ropa y lanzarte desnuda. Vigilaré por si viene alguien.
    Ella se acerca a mí con el palo firmemente agarrado entre las manos.
    - ¿Te gustaría que lo hiciera, verdad?

    - Pues claro -replico, aunque no hace falta que lo haga-. Aunque he de advertirte que si llevas braguitas de abuela, se me caerá un mito.

    - Para que lo sepas, son de seda rosa. Y ya que estamos compartiendo información personal, ¿tú llevas bóxers o calzoncillos cortos?

    - Ninguna de las dos cosas. Llevo a los chicos al aire, ya sabes a qué me refiero. -En realidad, no los llevo al aire, pero eso tendrá que averiguarlo por sí misma.
    - ¡Qué asco, Joe!

    - No digas eso hasta que no lo pruebes -sugiero, antes de encaminarme hacia la puerta.

    - ¿Te vas?
    - Pues... si.
    - ¿No vas a ayudarme a recuperar las llaves?
    - Pues... no.

    Si me quedo, me veré tentado a pedirle que no vaya al partido de fútbol y que se quede conmigo. No estoy preparado para oír la respuesta a esa pregunta. Jugar con ella no me hace ningún daño. Demostrarle de qué estoy hecho en realidad, como hice el otro día, me hizo bajar la guardia. No estoy dispuesto a hacerlo otra vez. Abro la puerta de un empujón después de mirar a Demi por última vez, preguntándome si dejarla plantada ahora me convierte en un idiota, un capullo, un cobarde o todo a la vez.

        Una vez en casa, lejos de Demi y de las llaves de su coche, busco a mi hermano. Me prometí que hablaría con Carlos esta semana y ya lo he retrasado mucho. Antes de que pueda evitarlo, habrá entrado en la banda y recibirá la paliza de iniciación en los Latino Blood, tal y como me ocurrió a mí.

    Encuentro a Carlos en nuestra habitación, intentando ocultar algo bajo la cama.
    - ¿Qué es eso? -le pregunto.

    - Nada -contesta. Se sienta en la cama y se cruza de brazos.
    - No me digas que no es nada, Carlos -grito, apartándolo de un empujón y mirando bajo la cama. Tal y como esperaba, encuentro una resplandeciente Beretta 25 devolviéndome la mirada. Riéndose de mí. La cojo y la sujeto en una mano-. ¿De dónde la has sacado?

    - No es asunto tuyo.
    Por primera vez en mi vida quiero darle un susto de muerte a Carlos. Me apetece ponerle el arma entre los ojos y mostrarle a qué deben enfrentarse los miembros de una banda a todas horas, qué se siente al sentirte amenazado o inseguro, preguntándote qué día será el último.
    - Soy tu hermano mayor, Carlos. Papá ya no está aquí, de modo que me toca a mí hacerte entrar en razón.

    Vuelvo a mirar el arma. Por el peso diría que está cargada. Joder, si se dispara accidentalmente, Carlos podría acabar muerto. Si Luis la encontrara... mierda, esto no pinta nada bien.

    Carlos intenta levantarse pero le obligo a sentarse de nuevo de un empujón.
    - Tú vas por ahí armado –protesta-. ¿Por qué no puedo hacerlo yo?
    - Ya sabes por qué. Yo soy miembro de una banda. Tú no. Tú estudiarás, irás a la universidad y tendrás una vida normal.

    - Crees que puedes planificar nuestras vidas, ¿verdad? -suelta Carlos-. Bueno, pues yo también tengo planes.

    - Pues mejor será que esos planes no incluyan entrar en la banda.
    Carlos guarda silencio.

    Tengo la sensación de que ya le he perdido. Se me tensan los músculos. Puedo evitar que entre en los Latino Blood, pero solo si me deja ayudarle. Miro la fotografía de Destiny que hay encima de la cama de mi hermano. La conoció este verano en Chicago, cuando fuimos a ver los fuegos artificiales al Navy Pier, el cuatro de Julio. Su familia vive en Gurnee y, desde que la conoció, Carlos ha estado obsesionado con ella. Hablan por teléfono todas las noches. Es inteligente, chicana, y cuando Carlos intentó presentarnos y ella reparó en mí y en mis tatuajes, su rostro se transformó, como si fueran a dispararle solo por estar a un metro y medio de mí.

    - ¿Crees que Destiny querrá salir contigo si te conviertes en un pandillero? -le pregunto.

    No hay respuesta, lo que es buena señal. Está reflexionando.
    - Te dará una patada en el culo tan rápido que ni lo notarás.
    Carlos desvía la mirada hacia la foto colgada en la pared.
    - Carlos, pregúntale a qué universidad irá. Estoy seguro de que ya ha pensado en eso. Si quieres, tú puedes hacer lo mismo.

    Mi hermano me mira. En su interior está librándose una batalla: intenta elegir entre lo que parece más fácil (la vida de gánster) y las cosas por las que quiere luchar (Destiny).

    - No salgas más con Wil. Búscate nuevos amigos y entra en el equipo de fútbol del instituto o algo así. Empieza a comportarte como un chico normal y deja que yo me ocupe del resto.

    Me meto la pistola en la cinturilla de los vaqueros y salgo de casa. Me dirijo al almacén.


miércoles, 20 de marzo de 2013

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 10





 –¿Y si es más grave que eso, Joseph? –dijo ella, se agachó y lo miró de cerca, apuntándole a la cara con la linterna.

 –¿Te importa apuntar a otra parte?
 –No debes moverte si crees que te has lastimado la columna –insistió ella, ignorándolo–. Es lo primero que se aprende en un curso de primeros auxilios.
 –¿Has hecho un curso?

 –No, pero estoy segura de que es así. Tus ojos tienen buen aspecto. Eso es buena señal. ¿Cuántos dedos tengo aquí?
 –¿Qué?

 –Mis dedos. ¿Cuántos hay? Necesito asegurarme de que no te haya afectado a la cabeza…
 –Tres dedos. Y aparta la maldita linterna. Deja que me apoye en ti para ir a tu casa. No creo que pueda volver hasta la mía.
 –No sé si…

 –Mira, mientras piensas si es buena idea o no, me voy a morir de hipotermia. ¡Tengo una contractura! No necesito taparme ni una camilla, aunque te lo agradezco. Solo necesito que me eches una mano.

 –Tu voz suena fuerte. También es buena señal.
 –¡ Demi!
 –De acuerdo, pero no estoy segura…
 –No importa.
Joseph se apoyó en los hombros de ella y se incorporó. Se les hundían los pies en la nieve al caminar, haciendo muy difícil avanzar y mantener el equilibrio. No era de extrañar que no hubiera podido hacer el recorrido él solo.

Joseph andaba encorvado, con la mano en los riñones y cara de dolor. Demi lo había envuelto con los manteles, a pesar de que él había tratado de resistirse. Mientras, la linterna iluminaba el camino, sembrándolo de sombras espectrales.

 –Podría intentar llamar a una ambulancia… –sugirió ella, sin aliento, pues era un hombre muy corpulento y le estaba costando ayudarlo.
 –No sabía que fueras tan aprensiva.

 –¿Qué esperabas? Se suponía que ibas a venir a cenar tranquilamente…
 –¿No ves que no es posible caminar tranquilamente con esta nieve?
 –¡Deja de hacerte el gracioso! ¡Ibas a venir a cenar y vas y me llamas para contarme que has decidido cortar un árbol y estás tirado en el suelo, tal vez, con la espalda rota!
 –Siento haberte preocupado…

 –Sí –murmuró ella, furiosa con él por haberla asustado tanto–. Haces bien en disculparte.
 –¿Has preparado algo delicioso para comer?
 –No hables. Debes conservar tu energía.

 –¿Eso también lo enseñan en los cursos de primeros auxilios o se te ha ocurrido a ti?
 Demi se contuvo para no reír. Se dio cuenta de que él estaba haciendo todo lo posible para distraerla de la preocupación, incluso cuando debía de estar muy dolorido. Su generosidad de espíritu la emocionó y se quedó callada, por miedo a romper a llorar.

 –Al fin, hemos llegado –dijo ella y abrió la puerta. Lo llevó hasta el sofá del salón.
 Joseph se dejó caer con un gemido. No tenía la columna rota. Ni nada fracturado. Eso lo había adivinado Demi mientras habían caminado hasta allí.

 Se había hecho una contractura, algo doloroso, pero no terminal.
 –Ahora admítelo, Joseph. Ha sido una estupidez lo que has hecho –lo reprendió ella, mirándolo de brazos cruzados.

 –Conseguí hacer lo que era necesario –replicó él–. He luchado con el árbol y el árbol ha perdido. La contractura es un mal menor.
Demi dio un respingo.

–Tienes que cambiarte de ropa. Está empapada. Voy a traerte algo de mi padre. Te apañarás con eso. Mañana iré a buscarte algo a tu casa –informó ella, resignada a que iban a tener que pasar la noche bajo el mismo techo.
Joseph gimió con los ojos cerrados.

 –Pero, primero, voy a traerte un analgésico. Papá tiene en su botiquín.
 –No uso analgésicos.
 –Peor para ti.

 Su padre era más bajo y más delgado que Joseph. Demi no sabía cómo iban a quedarle sus ropas. Eligió la camiseta más grande que encontró, una sudadera y unos pantalones de chándal.

 –La ropa –anunció ella, de vuelta en el salón, donde la chimenea mantenía el espacio caliente–. Y los analgésicos –añadió y le tendió un par de pastillas con un vaso de agua.
 Con reticencia, él se las tragó.

 –Eres buena enfermera –comentó él y le devolvió el vaso de agua con una sonrisa.

 A Demi no le hacía ninguna gracia. Había sido un estúpido al intentar cortar el árbol bajo la tormenta. Además, en el fondo, odiaba que la viera como una enfermera. Quería que la considerara una mujer frágil y vulnerable, necesitada de protección masculina. Aquellos viejos sentimientos la molestaban en extremo. ¿Cuándo iba a dejarlos atrás de una vez por todas?, se reprendió a sí misma.

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 9





Demi no se lo impidió y lo acompañó a la puerta. Intercambiaron comentarios sobre el mal tiempo y Joseph propuso volver allí para cenar, pues sería más fácil para él atravesar la distancia entre sus casas bajo el temporal.

 Ella esbozó una sonrisa forzada y cerró la puerta, sintiéndose fatal por no ser capaz de dejar atrás el pasado.

 Se pasó el resto del día limpiando, recogiendo y guardando ropas viejas. Sacó un montón de cosas para tirar de su cuarto. En el fondo del armario, encontró los zapatos que se había puesto en la noche de la fatídica cena y no pudo evitar recordar.

 A continuación, trabajó en el ordenador. Quería aprovechar que todavía tenía conexión a Internet, antes de que la tormenta la cortara.

 Se esforzó en no mirar el reloj, tratando de convencerse a sí misma de que le daba igual que Joseph fuera a cenar o no. Bueno, aunque no le sentaría mal un poco de compañía. Comer pasta a solas, rodeada de nieve, no era una perspectiva muy atractiva. También, intentó hacerse creer que no le importaba si él se había ofendido porque había rechazado su oferta de ayuda.

 Sin embargo, sabía que se estaba engañando a sí misma.
 Estaba deseando volver a verlo. Como una adicta atraída por el objeto de su adicción, echaba de menos la forma en que Joseph la hacía sentir.

 A las seis, sonó su móvil y pensó, decepcionada, que sería él para avisar de que había cambiado de idea.

SI ME llamas para decirme que no vas a venir a cenar, no te preocupes. No hay problema. ¡Todavía no he terminado mi trabajo! Además, quiero escribir a algunas amigas…
 – Demi, calla.
 –¿Cómo te atreves?
 –Tienes que escucharme. Vístete con ropa de abrigo, sal de casa y dirígete a la parte de atrás de tu jardín.

 –¿Qué pasa? Me estás asustando.
 –He tenido un accidente.
 –¿Qué? –Gritó ella, presa del pánico–. ¿Qué quieres decir?
 –Ha habido vientos muy fuertes antes de que vinieras. Se han caído algunas ramas y un árbol está a punto de caer sobre el poste de la luz.
–¿Te has tropezado con una rama?

 –¡No seas ridícula! ¿Es que crees que soy tan patoso? Cuando me fui de tu casa, trabajé un poco y, luego, pensé que sería buena idea intentar cortar el árbol para que no cayera sobre los cables de la luz.

 De pronto Demi recordó un día en que Joseph apenas había tenido dieciséis años y se había subido a un árbol, sierra en mano, para cortar una rama quebrada, mientras sus padres le habían gritado que se bajara de inmediato. Él siempre había sido temerario y amante de los retos. Y a ella le había fascinado.

 –¡No puedo creer que seas tan estúpido! –le reprendió ella–. ¡Ya no tienes dieciséis años! Dame cinco minutos y no te muevas.

 Lo vio entre la nieve que no cesaba de caer, tumbado en el suelo. ¿Y si se le había roto algo o si se había golpeado en la cabeza? Podía morir sin avisar. Demi había oído que eso le había pasado a alguien, en alguna parte.

 No había forma de que un médico pudiera llegar hasta allí. Incluso un helicóptero tendría problemas en atravesar la tormenta.

 –¡No te muevas! –Gritó ella, llevando dos manteles en la mano–. Puedes taparte con esto. Voy a buscar ese tablón que usa mi padre para empapelar las paredes. Podemos usarlo como camilla.

 –No seas tan melodramática, Demi. Solo necesito que me ayudes a ponerme en pie. La nieve está tan blanda que no puedo. Creo que tengo una contractura en la espalda.

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 8





–Dudo que tus novias estuvieran a gusto en estas condiciones. La nieve y los tacones de aguja no son compatibles. Y yo no soy una mujer, sino una amiga.
 –Gracias por recordármelo –murmuró él–. Casi lo olvido…
 Demi tomó aliento. ¿Qué significaba eso?

 No. Se negaba a perder el tiempo especulando sobre las cosas que él decía o intentando leer entre líneas. Aquello no iba a conducir a ninguna parte y, de todos modos, a ella qué más le daba. ¡Había dedicado cuatro años de su vida a dejarlo atrás!

 –Tal vez, esta noche podamos cenar juntos. O igual puedo ir a tu casa –concedió ella–. Es mejor compartir la comida, ¿no crees?

 –Puedo cocinar para ti –se ofreció él con voz cálida–. Así, añadiría algo más a la lista de cosas que no hago con más mujeres que contigo.
 ¿Estaba coqueteando ella?
 –Si quieres, hazlo –repuso Demi con tono cortante–. Si no, también podemos dejarlo para mañana. Tienes mi número de móvil, ¿verdad?

 –Creo que es una de las cosas que omitiste darme cuando te fuiste…
 Su encanto, que antes la volvía loca, estaba comenzando a resultarle irritante a Demi.
 –Pues intercambiemos los números, por si hay un cambio de planes. Si veo que no he terminado todo lo que quiero hacer, te llamaré.
 –¿Vas a llamar a John para contarle lo que ha pasado?
 –No.
 ¿Cómo iba a decirle a su padre que estaba atrapada en medio de una tormenta de nieve con Joseph?, se dijo Demi. Su padre había estado al tanto de lo cautivada que había estado por él de adolescente. Ella había sido tan joven y tan ingenua… 

no había podido ocultar sus sentimientos. Pero no le había hablado nunca de la última cena que había tenido con Joseph. Al menos, no le había contado los detalles. Aunque su padre habría adivinado que no había salido bien, pues al día siguiente ella había estado callada y huidiza. Luego, se había marchado a París y no había vuelto a ver a su amigo de la infancia.

 –No. Hiciste bien al comunicarte conmigo y dejar a mi padre al margen de esto. No ve a Anthony a menudo y quiero que disfrute de sus vacaciones. Además, la combinación de transporte es muy mala ahora mismo. Le resultaría muy difícil regresar y yo creo que puedo arreglármelas sola.

 –¿Cómo te sientes? –quiso saber él.
 –¿De qué hablas? –preguntó ella, frunciendo el ceño.
 –Al estar al mando.

 –No estoy al mando de nada –farfulló ella y bajó al cabeza, dudando si era un cumplido o una crítica–. Bueno, ahora estoy al mando, tal vez –se corrigió–. Mi padre es mayor. Va a cumplir sesenta y ocho el mes que viene y cada vez se cansa más. Cuando pasamos mucho tiempo caminando por París, se resiente un poco, aunque no quiera aceptarlo.
 –¿Y qué vas a hacer al respecto?

 –¡No estoy diciendo que mi padre sea un inútil!
 –Solo me preguntaba durante cuánto tiempo piensas seguir en París…
 –Ese es un tema muy complejo para resolverlo ahora –replicó ella, conteniéndose para no confiarle sus preocupaciones. Patric era un buen amigo, pero no la conocía tan bien como Joseph, que la había visto crecer y conocía a su padre mejor que nadie.

 –¿Lo es? –Dijo él y se encogió de hombros con una sonrisa–. ¿Estoy adentrándome en terreno personal otra vez?

 –Claro que no –negó ella, incómoda–. Yo… sí, bueno… he estado pensando en que, tal vez, ya sea hora de volver a Inglaterra…

 –Pero te preocupa que, al volver, encuentres dificultades para establecerte y mantener la misma forma de vida –adivinó él–. Esto no es París.

 –He hecho muchos amigos –se apresuró a añadir ella–. Conozco mi trabajo y me pagan muy bien… ¡Ni siquiera sé si podré encontrar un empleo aquí! Según las noticias, cada vez hay más paro.
 –Además, odias el cambio y lo más grande que has hecho jamás ha sido ir a París y construir una nueva vida allí…

 –Deja de hablar del pasado. Ya no soy la misma persona –protestó ella. Sin embargo, era cierto que nunca le habían gustado los cambios. Siempre había tenido problemas para adaptarse. La escuela secundaria había sido todo un reto, por ejemplo. Pero le había ido bien. Lo mismo le había pasado en la universidad. Y París, como Joseph decía, había sido un gran paso. Regresar a Inglaterra sería otro.

 –No, eres distinta –comentó él en voz baja–. No me importaría darte trabajo, Demi. Hay muchas oportunidades en mi empresa para alguien que hable bien francés y con tu experiencia. También, hay pisos disponibles para empleados. Podría buscarte uno…

 –¡No, gracias! –negó ella. Nada le apetecía menos que quedar a merced de los favores de Joseph Jonas. En París, había podido ser ella misma. Y no quería ni imaginarse cómo sería su vida trabajando con él. Tendría que verlo cada dos por tres con una de sus rubias de silicona y soportar que se inmiscuyera en sus asuntos privados cuando saliera con alguien–. Quiero decir que es una oferta muy generosa, pero no he tomado todavía la decisión de volver. Y, cuando lo decida, querré hacerlo por mí misma. Estoy segura de que mi jefe me dará una buena carta de recomendación… –señaló y esbozó una sonrisa amplia y fingida.
–Seguro que sí –repuso él, sintiéndose impotente y un poco irritado.

 –He conseguido ahorrar un poco, además. Creo que seré capaz de comprarme mi propia casa pronto. No en Londres, claro. Tal vez, en Kent. Puedo trabajar en Londres, porque es ahí donde están las grandes compañías, mucha gente viaja a diario desde aquí a la capital. Así que… gracias por la oferta de un piso, pero no tienes por qué ser caritativo conmigo.
 –Bien. Creo que es hora de que me vaya.

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 7






Se me ocurrió buscar a ese Patric en Internet –señaló él y se puso en pie para recoger la mesa. Cuando ella iba a imitarlo, se lo impidió con un gesto de la mano.

Demi se quedó paralizada. ¿Buscar a Patric en Internet? ¿Por qué iba a hacer eso?
 –¿Ah, sí?
 –Hablan bien de él.
 –¿Por qué has tenido que buscarlo? –preguntó ella de forma abrupta–. ¿Acaso pensaste que estaba mintiendo o que me lo había inventado?

 –¡Claro que no! –exclamó él y meneó al cabeza, frustrado, sintiendo cómo se rompía su frágil tregua.
 –Entonces, ¿por qué lo has hecho? ¿Por curiosidad?

 Observando el gesto serio de su interlocutora, Joseph hizo una mueca. Tal vez, se había relajado durante unos minutos, pero seguía queriendo protegerse y mantener las distancias.
 En ese momento, recordó la noche crucial que había marcado un punto de inflexión en su relación, cuando ella se le había ofrecido. Diablos, todavía se acordaba del sabor de sus labios.

 –No sé, me dejé llevar por un impulso –repuso él, apretando los dientes–. ¿Es que es un tema tabú? ¿Te parece raro que muestre interés por la persona en que te has convertido?

Demi se quedó callada. Era ella quien había metido la pata. Era normal que Joseph quisiera hablar de algo más aparte de intercambiar frases superficiales sobre el pasado o sobre sus padres. Era ella quien tenía la culpa de sentirse amenazada cada vez que él se acercaba demasiado. El problema era que todavía sentía algo por él. No sabía qué. Pero era algo poderoso que la estaba haciendo reaccionar de forma desmedida.

 Iba a ser agotador estar todo el tiempo virando entre charla inocua y temas más amargos.
 –Patric no es un tema tabú. Solo creo que ya te he hablado de él y lo que no te haya contado lo habrás visto en Internet. Es muy conocido en Europa. Al menos, lo será pronto. Su última exposición fue todo un éxito. Lo vendió todo y varias galerías se interesaron por su trabajo.
 Joseph había leído todo aquello en un artículo digital. El periodista no había escatimado en alabanzas.

 –A ti nunca te ha gustado el arte.
 –Yo… no pensé que fuera algo muy práctico… por eso, lo descarté en bachillerato. Y aquí… no hay museos ni galerías. Creo que empecé a darme cuenta de lo mucho que me gustaba el arte cuando fui a la universidad… y me enamoré de él cuando llegué a París.
 –¿Y te enamoraste también de ese Patric?

 Ella se encogió de hombros.
 –Al principio, éramos muy amigos. Tal vez, me dejé seducir por su pasión y su entusiasmo. No lo sé.
 –Y, al final, no salió bien.
 –No. ¿Por qué no empezamos a quitar las alfombras?

 La conversación personal había terminado. Joseph recibió el mensaje alto y claro. Nunca le había gustado escuchar confidencias de las mujeres. La curiosidad que sentía en ese momento por todo lo concerniente a Demi no era típica de él. Era como si hubiera descubierto que su leal mascota sabía recitar poesía y hablaba cuatro idiomas.

Joseph se preguntó si la razón de su interés sería que estaban atrapados por la nieve. O que llevaban años sin verse.

 Guardar las alfombras en el trastero no era un sustituto satisfactorio para su curiosidad. Sin embargo, Joseph se rindió, dejó el tema y se resignó a enrollar y transportar durante las siguientes dos horas. Trabajaron codo con codo e intercambiaron opiniones sobre las mejoras que podían hacerse en la vieja casa. Lo cierto era que le hacía falta una buena remodelación.

 –Bien –dijo Demi, cuando hubieron terminado–. Ahora tienes que irte, Joseph.
 Mientras habían estado transportando muebles y alfombras, Demi se había dado cuenta de que tenía que ser cautelosa con él. Siempre le había parecido irresistible el encanto y la inteligencia de Joseph. Y su atractivo no había disminuido con los años.

 Todavía la hacía reír.
 Su cuerpo se sentía vivo junto a él. Se sentía de nuevo como esa joven de veintiún años, ansiando su contacto. ¿Y si aquella situación imprevista acababa conduciéndola a hacer algo lamentable? Era un pensamiento que estaba agazapado en su mente, como un monstruo amenazante bajo sus defensas. ¿Qué pasaría si, dejándose llevar por la magia del momento, posaba la mano en el brazo de él durante más tiempo del adecuado? ¿Y si le sostenía la mirada?

 Por otra parte, Joseph ya no era el héroe intocable de su infancia. Estaba comprendiendo que era un hombre complejo, con una gran responsabilidad. Compartió con ella sus preocupaciones por su madre, que se estaba haciendo mayor y vivía en una casa demasiado grande para ella.

 Lo malo era que ese hombre volvía a resultarle demasiado irresistible. Él se comportaba de forma relajada y tranquila, porque todavía la consideraba una amiga. Sin embargo, ella albergaba sentimientos más conflictivos y eso la asustaba.
 Por eso, no era buena idea pasar la tarde juntos en su casa.

 –Quiero ordenar unas ropas y trabajar un poco porque, como tú preveías, no creo que pueda volver a Londres mañana. Tendré suerte si puedo salir de aquí el fin de semana. Así que…
 Ninguno de los dos se había cambiado y, después de haber salido al trastero, Demi tenía el pelo mojado por la lluvia y las mejillas sonrojadas por el frío. A diferencia de las chicas con las que Joseph solía salir, ella tenía ojos de mujer inteligente. Y un rostro que no se cansaba de mirar.

 –No recuerdo cuándo fue la última vez que una mujer me echó de su casa –comentó él, arqueando las cejas–. Si lo pienso bien, tampoco recuerdo haber hecho nunca un trabajo manual con una mujer.