Al descubrir la nevera metálica, avanzó
hacia ella con el vello de la nuca erizado. Encontrarse a solas en un depósito
de cadáveres no era para corazones débiles. Demi no
era una persona aprensiva, pero tenía un gran respeto hacia lo desconocido y
todo lo metafísico. Las fuerzas del Mal que rondaban el mundo y que ni una
legión de científicos podría explicar jamás.
A lo largo de sus estudios sus intereses
habían ido más lejos que determinar los medios, los motivos y la oportunidad
que rodean a un asesinato. Los psicólogos del comportamiento criminal habían
determinado hacía tiempo que la mayoría de los asesinos en serie compartían
algunas características de su infancia. Los tres síntomas principales, tal y
como se conocían, eran la incontinencia urinaria, la tortura de pequeños
animales y una obsesión por la pirotecnia. Además, la mayoría habían sido
víctimas de abusos por parte de adultos. Pero Demi
siempre había querido saber si entrarían otras fuerzas en juego. Había querido
profundizar en la mente de los asesinos para establecer si existía una especie
de instinto animal que forzaba a los hombres a matar, una y otra vez.
En sus estudios de posgrado su fascinación
había dado un giro. ¿Existirían otros motivos, más allá de los abusos
infantiles o el instinto, que llevaran a una mente al lado oscuro? ¿Acaso no
importaba su lugar de nacimiento, su lugar de residencia, el entorno laboral?
En otras palabras, Demi se preguntaba si un
lugar podía estar maldito.
Nunca había sabido el porqué, pero desde
su infancia había estado muy sensibilizada hacia las extrañas vibraciones que
había percibido en Moriah's Landing. Algunas veces en que permanecía despierta
por la noche podía sentir las corrientes sobrenaturales que atravesaban la
ciudad. Podía sentir el mal que flotaba en el aire desde las ejecuciones de las
brujas en el año 1600 y los asesinatos que habían conmocionado la población
veinte años atrás. Incluso podía apreciar la sed de sangre.
Y siempre que sentía aquellas sensaciones
tan oscuras la misma pregunta volvía a su cabeza incesantemente. ¿Acaso un
lugar podía inducir a un hombre al asesinato? ¿Era esa la razón por la que
aquellas mujeres fueron asesinadas veinte años atrás? ¿Por esa razón la pobre Taylor fue torturada?
¿Era esa la razón por la que Bethany Peters yacía muerta en aquel depósito?
Una ráfaga de aire gélido rodeó a Demi cuando abrió la puerta de la nevera. La unidad
estaba equipada con dos bandejas móviles, una encima de la otra, de modo que
los cuerpos, o incluso los ataúdes, pudieran deslizarse sin excesivo esfuerzo.
Bethany estaba en la bandeja superior. Sus rasgos permanecían rígidos y su
rostro se iluminó ante el haz de la linterna. Estaba pálida y perfecta, casi
como una belleza etérea.
Mientras Demi
colocaba la mano sobre la bandeja y sacaba el cuerpo, algo se movió en la
oscuridad, a sus espaldas. Fue apenas un susurro. Un ruido tan leve que habría
podido no ser más que fruto de su imaginación.
Pero un escalofrío de terror le recorrió
la espina dorsal. Se volvió y dirigió la luz una vez más hacia la habitación
vacía. En la esquina más alejada, oculto entre las sombras, un cuerpo cubierto
con una sábana blanca había sido empujado contra la pared. La tela blanca
moldeaba la figura que estaba cubriendo.
De pronto la sábana se movió.
Una mano mortecina se levantó.
Y Demi
sintió cómo todo su cuerpo se paralizaba a causa del miedo.
Demi gimió y caminó hasta golpearse con la puerta
de la nevera, que produjo un ruido sordo. La linterna se le escurrió de entre
los dedos y cayó al suelo. La luz parpadeó un par de veces y se apagó. La
habitación quedó sumida en la oscuridad total. Con el corazón en un puño, Demi permaneció inmóvil y clavó la mirada fija en el
lugar en que había visto el cuerpo por última vez. No podía distinguir nada,
salvo el sonido de su propio pulso zumbando en sus oídos.
Pero sabía que no estaba sola.
El aire a su alrededor parecía poseído por
una presencia desconocida, una entidad malévola que se mantenía al acecho. Demi podía sentir la mirada invisible sobre su persona
a través de la oscuridad. El aire frío, procedente de la nevera, se deslizaba
junto a su espina dorsal mientras seguía apoyada contra la puerta de metal.
Durante un instante no ocurrió nada. Solo había silencio. Y, de pronto, casi en
un frenesí, alguien o algo se cernió sobre ella desde la negrura.
Demi gritó y trató de apartarse, pero el ataúd
le cortó la salida. Sintió el golpe sobre el estómago. Se quedó sin aire y
volvió a golpearse con la puerta de la nevera. Cayó al suelo y se dio con la
cabeza en una de las bandejas de metal. Aturdida por el golpe, escuchó el
sonido de unos pasos deslizándose sobre el suelo. La puerta se abrió y dejó
entrar una delgada línea de luz que provenía de la recepción. Apenas un segundo
más tarde la puerta se cerró sobre una figura que huía. Entonces todo volvió a
la calma. Y la oscuridad se apoderó del depósito.
Demi empujó el ataúd. Intentó ponerse en pie,
pero tenía un peso sobre su hombro que le impedía moverse. Levantó la mano y
sintió el tacto de la carne fría. Era carne muerta. El brazo de Bethany se
había deslizado fuera de la bandeja y su mano había caído sobre el hombre de Demi. Avanzó a gatas y logró levantarse. Las
piernas le temblaban y en ese momento se encendió la luz del depósito. La luz
repentina la cegó momentáneamente. Se sentía desorientada y por un momento tuvo
el terrible presentimiento de que el intruso había vuelto para terminar el
trabajo. Sintió que se le secaba la boca mientras la puerta se abría lentamente
y una figura aparecía en el umbral de la puerta. Demi
se pegó a la pared y su respiración se transformó en una especie de sollozo.
— ¡Joe!
La mirada de Joe se
intensificó al reconocerla. La miró fijamente, después desvió la mirada hacia
la nevera abierta y de nuevo miró a Demi.
— ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—preguntó.
En ese momento debió de comprender que
había ocurrido algo terrible porque cruzó el depósito hasta ella y la tomó del
brazo. Tras la conmoción sufrida, y a pesar del chal que cubría su cuerpo, Demi tenía la piel de gallina y temblaba sin parar.
— ¿Qué ha ocurrido? ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —aseguró, pero su voz era tan
inestable como sus piernas—. Había alguien más aquí, Demi.
Lanzó el ataúd contra mí y…
—Espera un minuto —dijo con seriedad—.
¿Qué estás haciendo aquí?
—Eso no tiene importancia ahora —señaló
con debilidad—.Te lo explicaré todo más tarde, pero tenemos que averiguar quién
estaba aquí. Quizá fuera el asesino y…—se cayó de pronto al descubrir algo en
el suelo—. ¿Qué es eso?
Joe miró en la dirección indicada. Se acercó
y se agachó para examinarlo.
—Parece un tubo de ensayo.
Demi avanzó y se situó junto a Joe. El tubo de cristal vacío tenía unos doce
centímetros de largo y cerca de dos centímetros de diámetro. Llevaba un tapón
de caucho o de goma.
— ¡Joe!
—Presa de la excitación, apoyó ambas manos en los hombros del joven y las
retiró de inmediato—. Seguro que se le ha caído a la persona que me ha atacado.
—Eso no lo sabemos. Quizá se le haya caído
a algún empleado de la funeraria.
—Pero lo vas a enviar al laboratorio,
¿verdad?
Tan pronto como sus palabras salieron de
su boca, Demi advirtió el movimiento de Joe. Había sacado una bolsa de plástico del bolsillo
de su abrigo y, con la ayuda de su pluma, había metido el tubo en la bolsa sin
tocar el cristal.
—Si no pertenece a los empleados de la
funeraria, ¿qué razón tendría nadie para traer un tubo de ensayo al depósito?
—reflexionó Demi.
—No lo sé —se puso en pie—. ¿Por qué no me
lo explicas tú?
Las palabras de Joe
tardaron un segundo en calar en el ánimo de Demi.
Entonces se llevó la mano al pecho visiblemente ofendida.
— ¿Crees que lo he traído yo? ¡Eso es
ridículo!
— ¿En serio? —replicó con perspicacia—. ¿Y
por qué estás aquí?
—No puedo creer que sigas aquí,
interrogándome, cuando quienquiera que estuviese en el depósito quizá siga en
la funeraria —se encaró Demi—. Es él quien
debería responder a tus preguntas.